Siento una vibración, entonces disparo.

No sé, es como una vibración.

Un minúsculo temblor del mundo, eso es. Dura menos de un instante. Aprendí a percibirlo siendo muy pequeño, en las grandes soledades donde primero fui un niño, luego un hombre a los once años y al final un anciano a los diecinueve, cuando mi padre, John John, hizo mutis por el foro –lo degollaron, yo diría que con hastío, así fueron las cosas-, dejándome a mí, el mayor de sus seis hijos, para terminar el trabajo.

El trabajo era sobrevivir.

Mucha gente lo hacía, en aquella época, pero no todos con la técnica que nosotros habíamos elegido: nosotros trabajábamos como animales. Lo hacíamos en silencio, en las grandes soledades mencionadas, en los límites del mundo conocido: tan lejos de todo que nosotros lo éramos todo, y nuestra nada, la única noticia. Alrededor, la creación: la recuerdo infinita. Formaban parte de ella también los escasos seres humanos que se perfilaban en el horizonte, en días nunca anunciados, acercándose como espejismos al paso. Llevarse las manos a las armas era entonces un reflejo natural, inmediato, como rascarse una llaga. A menudo disparábamos antes de preguntar. Pero también, de vez en cuando, mi padre los acogía en la mesa, donde se esperaba que contaran algo, vaciando y llenando la cuchara. Nosotros permanecíamos de pie, apoyados contra las paredes. Los mirábamos. Me sorprendía que nadie tuviera un motivo real para haber atravesado lo indecible; no se entendía cómo demonios habían llegado hasta allí. Tampoco podía decirse que se hubieran perdido. Habían ido avanzando mientras encadenaban una impresionante serie de metas parciales, fruto de proyectos insignificantes, no pocas veces cobardes, Eso era todo. Así aprendí que la superposición en el tiempo de decisiones mínimas, teñidas de cobardía, puede llevar lejos, e incluso a una forma de poético heroísmo. La epopeya de los necios.

A alguno lo liquidamos mientras dormía. Era casi hacerle un favor. Obviamente, por allí no teníamos médicos. Así que los liquidábamos, interrumpiendo sufrimientos que carecían de sentido. De órganos internos destrozados, o de heridas sin vuelta atrás.

Solo tres, que yo recuerde, llegaron guiados por un destino que tenían claro.

Uno sostenía que era hermano de mi padre. Se encerraron en los establos, a discutir el asunto, ellos dos y una botella de whisky.

Otro buscaba a Dios.

Y no he olvidado al tercero, un anciano con espuelas de oro. Dijo que había venido para ver a mi madre.

Aunque de mi madre aún no he hablado.    

Primer fragmento de Abel, el nuevo libro de Alessandro Baricco que acaba de publicar Anagrama, en el que el escritor italiano recrea a la manera de un western tan mitológico como trágico, la historia de Abel Crow, un sheriff que a los 27 años ya es una leyenda.