Martha Pacheco dejó de ir a la morgue de Guadalajara a fines de los ‘90, cuando los muertos comenzaron a cambiar. Se lo advirtió su amiga Teresa Margolles: ya no llegan completos los cadáveres, le dijo, son partes de cuerpos, están descuartizados, en jirones. La conversación podría ser parte de un relato morboso, pero Pacheco y Margolles son dos artistas contemporáneas mexicanas, y las dos tienen una obra intensa, hipnótica, política y personal. Margolles, de 60 años, está viva y activa: se hizo famosa en 2008 con una instalación que recogía sonidos grabados en los lugares donde habían aparecido mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Martha Pacheco murió el 1 de noviembre de 2021, día de difuntos en México: era muy joven, 64 años. Su obra siempre estuvo presente en Guadalajara, pero en 2023 el importante Museo Cabañas realizó una muestra definitiva llamada Anatomía íntima y a partir del libro-catálogo editado por el Museo y Cultura del Estado de Jalisco, la obra de Martha Pacheco está encontrando un (merecido) público más amplio.
Sus primeras pinturas hablan de lo generacional. Se la ve también muy joven e intensa en los ‘80. El pelo negro y largo, fotos cerca de cabinas telefónicas y una fascinación intensa por Francis Bacon: la carne, los cuerpos y el sexo son sus primeros temas. Había estudiado arte en su ciudad natal, fue fundadora del Taller de Investigación Visual junto a Javier Campos Cabello, leía a Cortázar y escuchaba a Bach, heavy metal y Diamanda Galás. Fue integrantes del Proyecto SEMEFO o Grupo SEMEFO, colectivo de arte contemporáneo de México activo entre 1990 y 1999: al principio fue una banda de death metal que derivó en un colectivo artístico dedicado a las artes escénicas como el video, instalaciones, performance y fotografía. SEMEFO son las siglas de Servicio Médico Forense en México: el grupo solía trabajar con manipulación de cadáveres y, en ese sentido, su fundadora Teresa Margolles es la más "conocida". Martha fue una de las muchas integrantes en un proyecto que duró una década y tuvo diferentes miembros. En esos años Pacheco dejaba ver poco de su biografía, pero los amigos sabían sobre su gran trauma: un padre alcohólico que le disparó a su madre cuando estaba embarazada. Embarazada de ella, de Martha. Un intento de asesinato antes de nacer. Ese mito de origen la marcó, de la misma manera que una infancia por lo menos difícil.
En toda su carrera, además, tuvo que convivir con un trastorno bipolar y episodios psicóticos: solía internarse en una clínica en las afueras de Ciudad de México con relativa frecuencia. De a poco, su historia de vida fue invadiendo su obra, pero hizo falta tiempo: en los ‘80, cuando conoció los retratos de Gerhard Richter, tuvo una intuición que se plasmaría en varias series. Martha Pacheco empezó a usar fotografías de pacientes psiquiátricos: esas imágenes serían la base de sus pinturas. La serie Exiliados del imperio de la razón, de los ‘90, miró el abandono y la soledad, y apuntó a su identificación con esos estados. De hecho, la obra más potente de la serie es un autorretrato de 1991 donde Martha se pinta desnuda y atada, con el pelo mezclado con una túnica y el desasosiego en su mirada fija. Por supuesto, la locura es un tema recurrente en la historia de la pintura, desde los lunáticos de Goya hasta los alienados de Géricault, pasando por las fotografías del hospital de Bethlehem de Henry Hering o los pacientes de Raymond Depardon. Y por supuesto Van Gogh y el art-brut –en estos casos, también se cumple la condición de contar el encierro, mental e institucional, desde adentro--. Pero en Pacheco hay una circunstancia fundamental e ineludible: los sujetos a quienes retrata, y su mirada, aunque use el estilo del estudio de fisonomía de alienados, justamente lo usa para mostrar que esas fisonomías y las condiciones socio-históricas que las condicionan son distintas a la tradición europea. Son latinoamericanas. La ropa, las zapatillas, la piel, los perros, el cabello, las miradas, todo habla de México en particular y de las instituciones en nuestro continente en particular. Ni más ni menos cruel: distinto. Esas dentaduras, esas canas, los medicamentos que cargan esas ojeras son de América entre los siglos XX y XXI y ese registro, como el de las fotografías de Humanario, de Sara Facio y Alicia D’Amico a pacientes psiquiátricos ingresados en 1976, tienen el valor añadido del registro casi inédito, y con trazo propio. Martha creía, en efecto, que había algo morboso en su mirada. E impiadoso. Y reivindicaba esa dimensión: el obligar a mirar.
A mediados de los ‘90 Martha Pacheco también incursionó en otro templo excluído de la mirada: la morgue. Escribe la curadora María Fernanda Matos Moctezuma: “Tradujo al lenguaje del arte los temores arcaicos sobre la locura y la muerte. No exenta de un placer morboso, penetró sin prejuicios en la intimidad de las zonas vedadas del hospital psiquiátrico y la morgue”. Ella misma creía que los enfermos psiquiátricos y los muertos tenían mucho en común. Hizo una declaración brutal al respecto, incorrecta y honesta como era ella: “Un ser enloquecido está en cierta forma muerto porque no participa de lo que nosotros consideramos como vida: la comunicación, el amor, el placer, el trabajo. Está sumido en el silencio, aunque hable, porque dice cosas que nadie comprende. Los muertos no hablan y los locos tampoco porque nadie entiende lo que dicen”. La serie Los muertos ocupa casi en su totalidad los años ‘90. Las fotografías que usaba eran, la mayoría, de cuerpos no reclamados: gente muerta en hechos violentos callejeros, balaceras o apuñalados, o de frío, o de hambre o de sobredosis, o en accidentes. En la calle. Tomaba fotos en la morgue de Guadalajara y algunas se las regalaba su amiga Margolles, una investigadora más arriesgada que Martha. Muchas de sus pinturas son delicadas, gente que parece dormir, pero hay otras muy explícitas, ojos fuera de órbitas, mujeres evisceradas, el último dolor en la expresión final. También pintó su autorretrato sobre una plancha en la morgue, en 1996. Pensó que sería una suerte “poder verse muerta”.
Otra de las series de esos años, óleos sobre tela a todo color, es Siete voces para una autopsia: hay algunos órganos sobre planchas de acero, por ejemplo: lo incompleto en ella es una excepción. El crítico Robert Storr dijo de esta serie: “alcanzan la intensidad de una floral naturaleza muerta sin traicionar jamás la naturaleza terrible de los objetos retratados”. Ella explicó en una entrevista en el diario El Universal: “Hay un hilo conductor que es un cadáver, pero están otros. Y empecé a relacionarlo con las fugas, con el contrapunto. El contrapunto en música es cuando primero empieza una melodía y luego la vuelves a escuchar, pero ya en otro registro y en otro timbre. De repente estás escuchando dos, tres o hasta cuatro voces. Es como si cuatro gentes hablaran y todos tuvieran una cierta armonía y estuvieran hablando lo mismo y diciendo lo mismo. La voz principal está repartida en las siete voces. Van entrando como si fuera una fuga. Por eso también en la museografía unos cuadros están más altos que otros, como simulando notas, sonidos que son más agudos o más graves”. No hay reflexión, sin embargo, en los muertos de Pacheco. Ella misma lo decía. Les deja la reflexión a los analistas y los críticos. Quería apenas mostrar la belleza descarnada del encuentro con los cadáveres.
Para la “disección estética” del abandono que ejerció Pacheco, la curadora Matos Moctezuma apunta una tercera dimensión: “del interior de los lugares prohibidos pasó al espacio abierto de las calles y registró con su iconografía perturbadora la vida precaria de los limpia parabrisas y malabaristas, dejando inscritos en el corpus de su obra el afuera y el adentro”. Martha se retrató en los tres lugares: en el hospital, en la morgue, entre los trabajadores callejeros. El límite, en estos casos, siempre es complejo y ella, al ubicarse ahí, expone toda esa complejidad. Lo empático, lo morboso, lo narcisista, lo doloroso, lo bello. Entre lo abyecto y pensar el mecanismo de las instituciones, o de su ausencia. Los trabajadores, dicen las crónicas de su vida, la conocían y saludaban cuando la veían pasar. A veces lo que otros consideran explotación es, en realidad, visibilidad. Y el que es visto no agradece como un súbdito: agradece porque, por un momento, se le permitió correrse de la periferia.
Hay que agregar a todos los elementos de la obra de Pacheco uno más: la “nota roja”. En México es un género tradicional y, se dice, fue un diario de Guadalajara justamente el que empezó a imprimir los encabezados de sus historias de crímenes y violencia con color rojo en 1889, para destacarlo. Se trata de lo que aquí llamaríamos amarillista pero va un poco más allá: los más viejos recordarán la revista “¡Esto!”, con sus fotos explícitas de asesinatos y muertes violentas. Enrique Metinides, mexicano, es el prócer de la fotografía de nota roja, que hoy está en todas partes en su país y, lamentablemente, tiene mucho material. En muchos casos, la nota roja se da el lujo de un extraordinario humor negro. Al azar, un titular de hoy, mientras se escribe esta nota: “No es chicharrón pero quedó prensado: ladrón muere tras intentar robar a conductor en Eje 5 Sur y La Viga”. Martha Pacheco se nutría de este género de lo anormal y lo criminal, pero se detuvo en los 2000, con el avance del narco y la guerra contra las drogas. Decía que le daba miedo, sobre todo tomar fotos, por las represalias. O temía que la creyeran involucrada, cómplice. Es un miedo justificado en un país donde la violencia está fuera de control y es impredecible.
Martha Pacheco fue pareja del museógrafo y restaurador Rafael Ruiz, que estuvo con ella en cada tratamiento y cada problema de salud derivado de la medicación y del propio trastorno mental, que también estraga el cuerpo. Él murió en 2014 y Martha entró en una depresión muy profunda. Y si bien no produjo demasiado en los últimos años de su vida, tuvo muchas muestras y participó en obras en colaboración, como la serie Hembras, con Juan Carlos Macías, entre otros, y trabajos de monotipia sobre papel con Enrique Oroz. Pero quizá lo más impactante de su obra póstuma, que recién se mostró el año pasado, es una cantidad importante de máscaras de bronce, incursión en una disciplina nueva. Parecen, claro, máscaras mortuorias. Y Martha también se fotografió con alguna de ellas, el ojo que mira serio, la otra parte de la cara lejana, como de cera.