Quise conocer a Mariana Zaffaroni Islas, la ex desaparecida que recuperó su identidad hija de uruguayos desaparecidos en Argentina durante la Dictadura Militar. Quise contarle un par de instantes que evoco de su padre, Jorge Zaffaroni Castilla. Así que fui a la presentación de su libro Los nietos cuentan cómo fue. Historias de identidad en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Para variar llegué tarde y no encontré otro asiento que en la primera fila donde pude observar bien de cerca a Mariana. Descubrí que sus ojos inmortalizados en un afiche y en un documental que llamaban a luchar por su retorno, eran los mismos de su abuela Esther Gatti, mujer de hierro que fue de las primeras en acercarse al Serpaj. Venía cansada de dar clases de Geografía en un liceo lejano pero no descansó nunca buscando a su nieta, hija, yerno y a todos los desaparecidos uruguayos en una y otra orilla del río.
Reconocí la voz ronca y los movimientos de las manos de su padre. A Jorge lo conocí hace más de medio siglo, militamos juntos, él en el liceo 15 de Carrasco, yo en el 20 de Punta Gorda. Formábamos con otros como nosotros la Liga de Estudiantes Revolucionarios. Era un muchacho brillante, seductor, locuaz, gracioso, nos encontrábamos en la casa de unas amigas comunes compañeras liceales mías, en una hamaca a la sombra de un pino, creo que lo oí tocar la guitarra.
Atesoré estos pocos recuerdos. En enero de 1971 el país estaba colapsado, los tupamaros habían secuestrado al cónsul británico Geoffrey Jackson. Con enorme despliegue de soldados se rastrillaba Montevideo en su búsqueda. Piso por piso, pieza por pieza escarbaron en el Hospital de Clínicas, por ejemplo. Al mismo tiempo, estalló un conflicto sindical, los obreros del diario BP Color ocuparon sus talleres y lanzaban sus demandas. A nosotros, liceales, se nos convocó en la Facultad de Veterinaria para una “medida”. Así le llamábamos a alguna acción de agitación callejera, podría ser un peaje, una volanteada, una manifestación relámpago. En esta ocasión fue lanzar bombas de alquitrán contra la fachada de El Día, se acusaba a los otros diarios de beneficiarse del conflicto porque aumentaban sus ventas.
Estábamos reunidos en uno de los “bulines”, como se llamaba a los ranchos en los fondos de la facultad donde los estudiantes estudiaban, mateaban y guitarreaban. Antes de darnos las coordenadas de la “medida” un obrero del BP Color expuso el origen y evolución del conflicto. De repente, Jorge Zaffaroni levantó la mano y le comentó: “Eso último que tú decís no es exactamente así sino de ésta manera”. Todos lo miramos estupefactos, se precisaba mucho coraje para decir eso, Jorge se explicó: “Lo sé porque tengo unas relaciones familiares con el dueño”. ¿Cómo un imberbe cajetilla de Carrasco se podía atrever a enmendarle la plana a un obrero? Por más cordialidad y naturalidad con que lo hizo era imperdonable disentir con el miembro de una clase que encarnaba al “hombre nuevo”. Pero Jorge era así, franco, espontáneo, parecía no dudar nunca en opinar.
Otro hecho que guardo se ubica en el terrible invierno de 1972, no por el clima si no por la implacable represión a la izquierda radical que enviaba a diario a unos cuantos conocidos a la cárcel, la clandestinidad, el exilio y hasta la muerte. Nos cobijábamos para preparar nuestras actividades en la Facultad de Arquitectura, allí estábamos unos pocos charlando informalmente en el hall de entrada, frente a una cartelera. De pronto, entró Jorge, nos esquivó y con mirada burlona escribió en la cartelera: “Caca, pichí, culo, mucho olor” y se alejó con una carcajada. Durante años he buscado interpretar aquella ecuación aparentemente tan irracional.
Hoy se me ocurre pensar que Jorge nos quiso aterrizar y en un impulso jovial recordarnos que por serios que fueran los asuntos que teníamos entre manos, al fin y al cabo, también éramos jóvenes y a nuestra existencia no podía faltarle la risa, la broma, el absurdo alegre y pulsional. Éramos adolescentes adustos, abrumados por el pesar y el agobio de la represión. Quizá comentábamos algún episodio de la Revolución Rusa o un pasaje de Lenin o de Trotsky, y viene uno como nosotros, comprometido y activo como el que más y nos indica que no se podía ser bolchevique las 24 horas, que aún había sitio para la risa y la distensión. Quizá sea un delirio lo que digo pero pienso que la tendencia posterior a idealizar y convertir en héroes a desaparecidos y víctimas del terrorismo de Estado, no puede soslayar que también fueron seres humanos como lo somos todos.
Si esas víctimas no hubieran sido tan humanos como nosotros, hubiera sido legítimo consagrarlos a una esfera de la admiración y el culto y no sostener un firme reclamo de memoria, verdad y justicia como hemos hecho.
* Historiador, Profesor de la Universidad de La República, Uruguay. [email protected]