Parientes , amigos y conocidos lo apodaban “filósofo”, palabra totalmente desconocida para mí. Quizás porque en cada reunión familiar, cada vez que Don Santiago tomaba la palabra en la mesa de los adultos nunca faltaba un integrante del grupo que pidiera a los gritos, “¡por favor, que alguien lo detenga antes de que empiece a filosofar!”, asocié dicho término con una enfermedad similar a la epilepsia, patología de la que sí conocía efectos e intentos de contención en un compañero de grado cada vez que sufría un nuevo ataque.
A mi tío le gustaba hacer ostentación de ridículos records personales, mostraba con orgullo medallas impalpables obtenidas por el hecho de no pisar el centro de la ciudad por un período mayor a las dos décadas o el eterno invicto de no conocer por dentro ninguna galería comercial, explicando dichos logros desde una lógica vulgar “si la mayoría de los objetos que se venden allí no me interesan estando separados, mucho menos llamarán mi atención estando todos juntos”.
Ante cada paseo familiar usaba la coartada de quedarse para cuidar la casa con el único fin de poder estar a solas con sus libros y plantas. Fue el primero que me llevó a caminar por las periferias de Rosario, era su sobrino preferido, el nieto que no llegaba, el vacío a llenar cuando los hijos se mudan al archipiélago de quejas, críticas y venganzas. Me gustaba acompañarlo a todos lados, sentía que no me trataba como a un niño, su discurso sin diminutivos y cargado de metáforas me hacía sentir más grande.
Nada disfrutaba más que manejar, pero cuando no trabajaba se movía en micros con el fin de observar el paisaje por las ventanillas laterales, le gustaba mirar hacia arriba y descubrir detalles en las cornisas de los edificios más antiguos. Cuando quise saber si no estaba cansado de hacer el mismo trabajo durante tantos años , viajar por las rutas argentinas vendiendo artículos de ferretería, me contestó con palabras de Confucio “elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar un día en toda tu vida”.
En esa oportunidad me enseñó que el paisaje nunca es el mismo, que sólo había que estar atento al cambio de las tonalidades que nos regalaban los campos de lino, trigales o girasoles, me confesó también que según su estado de ánimo, solía detenerse sobre la banquina en noches estrelladas y apagar todas las luces de su coche para sentirse parado en medio de un cuadro de Van Gogh.
Cuando cenábamos en algún bodegón, sabía que junto al postre venía un cuento. El relato lo hacía siempre en primera persona, para no ofenderlo, no debía cometer el error de reírme o descreer de su historia, él nunca mentía, a lo sumo exageraba un poco las cosas. Alguna vez, en un boliche de Pichincha, me contó cuando se le rompió el auto en un camino de tierra a la entrada de Carnerillo, un pequeño pueblo en la provincia de Córdoba. Muy próximo a caer la tarde y sin conocidos por la zona, en aquella oportunidad lo salvó un caballo. Un viejo tordillo se acercó al alambrado y le indicó la casa del mecánico del lugar incluyendo un detalle, podía cortar camino cruzando por el camposanto. Sorpresa y espanto lo acompañaron en dicho trayecto a medida que comenzó a leer las lápidas. Debajo de cada uno de los nombres, aparecían inscripciones parecidas, “vivió 8 años y tres meses “, “vivió 7 años y medio”, ninguno de ellos llegaba a los diez años de vida. Apuró el paso junto a sus pensamientos.
¿Qué tragedia había ocurrido en ese lugar? ¿Una epidemia? ¿El derrumbe de una escuela? ¿Un accidente fatal con un colectivo transportando criaturas? Golpeó las manos frente a una casa con vehículos desarmados en la vereda, solicitó ayuda mecánica primero pero quiso saber, con la misma urgencia, las causas de aquél drama pueblerino. Después de tranquilizarlo, el técnico le explicó la costumbre que allí practicaban. En el primer día de clases, la directora de la escuela le entregaba a cada alumno, junto con una libreta de ahorro postal, un cuaderno de anotaciones de uso personal y perpetuo, en donde sólo quedarían registrados momentos inolvidables de la existencia del propietario, aquellos en los que nos sentimos plenamente vivos, el primer beso, la primera visita al mar, nuestro primer “te quiero”. En el final del camino, el juez de paz sumaba todos esos minutos anotados por el difunto y daba como resultado final los años que había leído el viajante en el frente de cada tumba.
Solamente iba al cementerio para llevarle flores a mí padre cuando me invitaba él. Siempre ingresaba a La Piedad silbando o tarareando alguna melodía alegre. Decía que era una obligación moral recordar con felicidad a quien además de hermano había sido su amigo y compañero de lucha. Me aseguró que sus restos sólo eran una excusa para que su recuerdo no se ahogara en las aguas del río Leteo.
Una tarde, después de arrastrar juntos una pesada escalera de madera con el fin de subir hasta el nicho un ramo de claveles rojos, se me ocurrió preguntarle si se trataba de la escalera grande que servía para subir al cielo, según rezaba en su letra una canción de moda, "La Bamba". Visiblemente emocionado, mí tío, se sentó junto a mí en un banco de piedra para hablarme de igual a igual. Me juró que no, que ésta era la chiquita, que la grande contaba con cuarenta escalones invisibles creciendo y otros cuarenta envejeciendo, que cualquiera podía resbalarse por apurado o tener la mala suerte de que se le quebrara un peldaño en plena subida, pero aquél que pudiera subir bien alto no sólo tendrá la mejor visión del valle de la vida, también podrá recibirse de sabio siempre y cuando no haya olvidado su corazón en el camino.
Una noche de invierno, Santiago se acostó a dormir para no despertarse jamás. En la despedida, sus allegados coincidían en que, al menos, había tenido la mejor de las muertes. Disentí en silencio, para un filósofo la visita de la parca es muy importante como para que lo haya encontrado dormido. Me consolé pensando que había conversado con ella en sueños.
Posiblemente , por haber subido más de la mitad de la segunda parte de la escalera grande o por haber llegado a la edad de mis mayores, hoy por la mañana, después de contemplar desde la barranca un nuevo amanecer, de tomar nota en mi cuaderno de los minutos en los cuales, sin pensar en nada, me sentí plenamente vivo, decidí escribir esta carta de agradecimiento al cielo.