El 30 de abril de 1878 monseñor Aneiros envía a su secretario Antonio Espinosa —futuro arzobispo de Buenos Aires— a una expedición a Bahía Blanca como avanzada espiritual de la Conquista del Desierto. Los salesianos sumados a la partida parten en el barco Santa Rosa, pero se desconciertan que para ir hacia el Sur, el barco tenga que navegar hacia el Norte, subir hasta San Nicolás, tomar por el Paraná y pasar por Martín García, donde quedan varados en un banco de arena por tres días. Don Costamagna, uno de los integrantes, sospecha que el sistema rioplatense es el propio demonio interfiriendo en la empresa. Un viaje que se suponía debía durar 72 horas se extiende en tiempo, peligros e incertidumbre. Para colmo los pasajeros de la nave constituyen una tripulación internacional: ingleses, franceses, italianos, el general del ejército Daniel Cerri y el cacique indio Tomás Cueto.
Don Costamagna relata a sus hermanos del Piamonte los inconvenientes de un viaje rodeado de herejes: “La presencia de cuatro curas provocó muchas cuestiones polémicas y religiosas. ¡Nos dimos cuenta rápidamente de que teníamos que tratar totalmente con ignorantes en materia de religión! Más que discutir reían y se burlaban”.
El pequeño barco ingresa en el Atlántico a la par de una tremenda tormenta. La frágil embarcación comienza a quebrarse, se desgarran las velas, se llena de agua, los camarotes aparecen inundados, el camastro de Costamagna cae sobre la cabeza de Espinosa. Se teme lo peor. El barco, capitaneado por un italiano, logra regresar a Buenos Aires dos semanas después. Para Costamagna es obra del diablo, pero la prueba no ha sido en vano: los incrédulos que iban a bordo se sienten agradecidos por haberse salvado. “Tengo el consuelo de poder decir que todos, sin ninguna excepción, reconocieron la intervención del brazo de Dios en este accidente tan espantoso”.
En el sueño de Don Bosco los salesianos no viajaban siguiendo al ejército; pero, la realidad es otra. Don Costamagna, resignado ante la situación de ir a la saga de los hombres de armas, le escribe a su padre espiritual: “Mi estimado Don Bosco, ¡es necesario adaptarse por amor o por la fuerza; en esta circunstancia, la cruz tiene que ir detrás de la espada y ¡paciencia!".
No obstante, los padres salesianos se sienten rodeados por una cúpula castrense de herejes y masones. Así y todo, Costamagna es optimista: “Grappino –o como le dicen aquí, Mandinga– no pudo impedir la misión, como había hecho el año pasado allá en las aguas furiosas de Atlántico. A pesar suyo [del diablo] nosotros ya estamos en Carhué, y, con la ayuda de Dios, dentro de poco estaremos en la Patagonia.”
El padre tiene sus dudas sobre los métodos civilizatorios de la expedición de Roca, pero no se siente en calidad de criticar abiertamente. “Yo no soy hombre que aprecie ciertos hechos y ciertos derechos que hombres presuntamente civilizados querrían tener sobre otros hombres a los que llaman bárbaros; porque queriendo yo hacer ciertas apreciaciones temería decir disparates, por lo tanto, chito y silencio”.
Ocho años después el padre salesiano Antonio Ricardi no va a mantener el silencio de Costamagna. Criticará la violencia militar encarnada en la figura del general Conrado Villegas, con el que tuvo la experiencia de compartir el espacio de Carmen de Patagones.
Durante el avance hacia el Desierto, con los indios de lanza en retirada hacia la cordillera y las mujeres, los ancianos, los niños y los “peones” entregándose al ejército por el hambre, el padre Costagmana entra en conflicto con los oficiales de Roca: “militares graduados, de corazón podrido, corrompidos y corruptores que no saben abrir la boca sin decir bestialidades o eructar inmundicias”.
Un perfil poco estudiado, quizá por el deseo en años posteriores de ver la cruzada de Ejército e Iglesia como un todo entre la espada que espiritualiza y la cruz que milita, es la participación de una oficialidad afiliada a la masonería.
El general Eduardo Racedo participó en la Gran Logia Argentina como Segundo Gran Vigilante. El entonces coronel Nicolás Levalle, de la División Carhué, fue fundador del Círculo Militar, y era iniciado en la Logia Estrella del Oriente Nro. 27. El 25 de febrero de 1869 entró en la Gran Logia como Segundo Gran Vigilante en reemplazo de Racedo.
El coronel Ricardo Lavalle fue el fundador en 1855 de la Logia Unión del Plata Nro. 1 de Buenos Aires. El teniente coronel Teodoro García, de la División Puán, era iniciado en la Logia Obediencia a la Ley Nro. 13 desde 1865. El teniente coronel Rudecindo Roca, a cargo de la División Villa Mercedes y hermano del Ministro de Guerra, fue Gran Maestre de la Gran Logia de la Argentina. El teniente coronel Hilario Nicandro Lagos era iniciado en la Logia Tolerancia Nro. 4 desde 1872. El general Álvaro Barros fue el fundador de la Logia Estrella del Sur Nro. 25 de Azul en 1867.
El teniente coronel Alejandro Bedoya habría sido propuesto a entrar en la Logia Obediencia a la Ley Nro. 13 por Teodoro García. No obstante, ingresó recién en 1882 en la Logia Caridad Nro. 22. El teniente Coronel Manuel Fernández Oro era iniciado en la Logia Constancia Nro. 7 desde 1881. El coronel de marina Erasmo Obligado, fue iniciado en la Logia Tolerancia Nro. 4 y alcanzó la Maestría el 26 de octubre de 1871. El científico alemán Adolfo Doering era iniciado en la Logia Piedad y Unión Nro. 34.
Casi todos ellos aparecen el en famoso óleo de ocho metros por cuatro de Juan Manuel Blanes La ocupación militar del Río Negro por el Ejército Nacional el 25 de mayo de 1879 que hoy está en el Museo Histórico Nacional.
Una diferencia sustancial en la Conquista del Desierto era que los salesianos preferían mantener a los habitantes originarios “vivos”. Era parte esencial de su cruzada evangelizadora, algo que para el gobierno nacional no era el detalle más relevante a considerar. En todo caso el número era importante para ambas instituciones. Por un lado, cuántas almas se convierten al seno de dios, cuántas parroquias son necesarias, cuántos padres deben arribar a la nueva prefectura apostólica. Por el otro, cuántos kilómetros reporta la conquista, cuántos depósitos de minerales se hallan en el camino, cuántos colonos entran en el nuevo espacio (algo que hace 150 años se viene postergando por la especulación inmobiliaria de Buenos Aires), cuantas nuevas especies de plantas ingresan al catálogo del acervo, etcétera.
En 1887, el padre Antonio Ricardi en su Breve relación de las misiones de la Patagonia, se refiriere a la primera expedición al lago Nahuel Huapi por parte del entonces coronel Conrado Villegas. El sacerdote describe cómo el padre Don Fagnano contempló “uno de los actos más execrados que suelen cometer debajo del sol”, cuando un oficial del ejército, solo por diversión le dijo: “Padre, ¿quiere ver Ud. una linda escena? Pues mire”, y dando de espuela a su corcel y allegándose á un pobre indio que seguía su camino, “párese”, le clama en tono amenazador. Párase el infeliz temblando y el feroz soldado también se apea, baja del caballo, desenvaina la espada y le degüella. Alaridos y ayes lastimeros lanzó el indígena en aquel momento y gimiendo en seguida y agitándose en un lago de sangre desfallece y muere”.
Ricardi enumera los desaires que sufrían los salesianos por parte de Conrado Excelso Villegas, los arrestos de algunos sacerdotes por parte del general Vintter, el reto a duelo de un capitán, un tal Peralta Martínez, al padre Beuvoir por señalarle este último la vida disipada que llevaba el militar, las falsas promesas del general Villegas al padre Fagnano, director del hospicio y colegio de la orden en Patagones, y la violencia del general contra los pobres indios prisioneros. Los estudios de Joaquín Tomás García Insausti, María Andrea Nicoletti y Iván Ariel Fresia abiertos a consulta en internet pueden dar cuenta de esto.
Quizá el más tremendo relato de la violencia sea el que el propio padre Ricardi describe en su Breve reseña sobre el maltrato a los prisioneros en Carmen de Patagones:
“Visto el modo en el que el general Villegas trató a los salesianos en Patagones que con esmero le honraban en su llegada y permanencia, veamos ahora la inaudita crueldad con que trató á los indios reducidos. Eran estos, según dijimos, unos trecientos que medio desnudos, maniatados y custodiados por los soldados en armas fueron del muelle conducidos al fuerte y colocados entre los cimientos de la nueva iglesia. Allí estuvieron mas de un mes no teniendo por techo más que la bóveda del cielo y sufriendo todas las intemperies de los vientos, lluvias, frio, hambre y cuantas miserias de que fueron susceptibles y que no hacían más que aumentar el peso de su esclavitud. Al cabo del tiempo [¡!] viendo Don Fagnano la conveniencia de bautizar a las criaturas y de cubrir la persona de estos indígenas tan necesitados con un gran número de trajes diversos traídos de Buenos Aires pide el permiso al general para llenar las dos necesidades; permiso que se le concede. Vestidos así los indios y hecho los preparativos para la función, se administró el bautismo à unas treinta criaturas indias en la mañana de un domingo”.
Una vez bautizadas “las criaturas” pareciera que el ritual fue el detonante para que Villegas dispusiera de los conversos: “Llegada la tarde de aquel día, llegó también la hora fatal para aquellos infelices, en que debía tener lugar una trágica escena que bien hace recordar la escena del degüello de los inocentes y que aun recordar no se puede sin gemir y deplorar lo detestable crueldad del deshonroso militarismo. Los soldados por orden del general Villegas entran en los cimientos de la iglesia, se arremete contra las cautivas indígenas y les arrancan a los hijos con violencia, los separan y distribuyen a los particulares que los piden y a los oficiales para que los esclavicen. Fue entonces que hubo una madre que ya no pudiendo resistir el dolor arrojó de sí á una criatura de pecho diciendo llena de rabia: “tomad también esta, asesinos y saciaos de la sangre a vuestro placer”.
Ricardi cierra su relato con la suerte que le cupo al general Villegas, en un tono que aporta su grado personal a la justicia divina: “…el desgraciado general que se creía haber llegado al ápice de la gloria falleció al año siguiente en París y nosotros en junio le celebramos un magnífico funeral, al que había concurrido el estado mayor con toda la guarnición y toda la población de ambas orillas”.