Durante cuatro meses, Ricardo Bartís entrenó a un grupo de 33 actores. Fue su regreso al teatro oficial, del que estuvo ausente por más dos décadas. Alejandro Tantanian lo había convocado para que condujera un laboratorio de creación ofrecido por el Teatro Nacional Cervantes. Se inscribieron para formar parte de la iniciativa 900 postulantes. En audiciones, fueron elegidos primero 400 artistas, luego 100, y finalmente el grupo definitivo. A lo mejor no sería correcto decir que La liebre y la tortuga es el resultado de esta experiencia, porque pareciera ser parte de la investigación misma. Se trata de una muestra cargada de energía colectiva que aprovecha las instalaciones del Centro de las Artes de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam), histórico edificio de Almagro que hasta la década del 90 funcionó como subestación eléctrica.
Una tajante división quiebra al espectáculo en dos. La primera parte ocurre en el subsuelo. Hay catorce escenas simultáneas desperdigadas por el caluroso espacio. Escenas compartidas por dos o tres actores. Es como una feria: cada espectador hace su recorrido, sin nada que guíe la mirada. Algunos, con el tiempo de las tortugas, se detienen por minutos a observar, como si estuvieran frente a cuadros de difícil interpretación; otros, en cambio, avanzan con la velocidad de la liebre, quizá temiendo no poder verlo todo. Son escenas independientes entre sí en cuanto a lo que narran, pero ligadas en la emoción que evocan –tristeza, desasosiego, nostalgia, una sensación de pérdida– y, a medida que pasa el tiempo, comienzan a contaminarse. Pero, además, otros relevantes asuntos las unen: casi todos los personajes hablan sobre la actuación y se ven muchos mapas de la República Argentina.
Ya arriba, en el generoso espacio central del edificio, con sus columnas, su escalera y su entrepiso, y su techo de 15 metros de altura, tiene lugar la segunda parte de La liebre y la tortuga, inaugurada con una frase de John Berger que aportó el título a la obra. El grupo –según contó Bartís a PáginaI12– se inspiró también en Piglia, Gombrowicz, Shakespeare y Marechal. Esta segunda y última parte es una explosiva improvisación, colectiva y coral, en la que, de nuevo, nada guía la mirada, aunque sí hay una contextualización: un pueblo en otra época, lejana. Un club de barrio como escenario, adonde una mujer llega con las cenizas de un muerto al que todos ignoran, y se desarrollan bizarros concursos que premian pantorrillas y pechos. Aunque “de manera relampagueante”, la sumatoria de “gestos, cuerpos, bailes y cantos” parece remitir a la patria, la identidad, el ser nacional. La manera es relampagueante porque el director es el del Sportivo Teatral, alguien que piensa que “el sentido y la representación han causado en el teatro un retraso, una dificultad enorme para el desarrollo del lenguaje”.
Son tiempos en los que el poder refuerza “una estrategia de tristeza y debilitamiento”. Tal vez como invitación a la resistencia, e incluso a ir más allá de ella, La liebre... propone lo opuesto. “Una voluntad de juego profundo, intenso, mucho erotismo en el trazo. Mucho deseo. Son cuerpos deseantes por encima de todo, en una especie de griterío jubiloso e ingenuo, en relación de reivindicar nuestra capacidad de goce, de placer. Si el teatro no instala la potencia de los cuerpos, de la sensualidad, es un ‘dígalo con mímica’ más elaborado”, explica el director, quien asume su rol a la vista del público en el marco de la caótica escena.
La actuación como relato y no como soporte de él es una de las premisas centrales de este juego, según se puede leer en el programa (en cuya tapa hay un mapa). Pero lo cierto es que la primera variable que exploraron los artistas del laboratorio fue el espacio con sus particularidades: eran tantos que no podían trabajar en el Cervantes, por eso desembarcaron en este centro de arte. En el subsuelo tuvieron que ingeniárselas para trabajar con mucho eco. Y en la improvisación grupal, lo que sucedía era que, por las dimensiones del espacio, no se escuchaba nada. Claro que a Bartís no le iba a costar dirigir un trabajo en el que el texto tuviera escasa preponderancia. “Está lleno de ideas el espectáculo; sin embargo, parece todo enormemente inestable y confuso”, define. Y propone otra clave de lectura: La liebre y la tortuga puede ser vista como “una broma” acerca del teatro nacional. “Al alternativo siempre lo acompaña la sensación de tener que colarse en la fiesta de la patria, de tener que entrar por la puertita del fondo. No pertenecemos al gran teatro ni a la gran cultura. Siempre tenemos que pedir disculpas por entrar a lugares de prestigio.”
En el final está la referencia más explícita: la foto de Santiago Maldonado. Quedan solamente tres de nueve funciones –hoy, mañana y pasado a las 17, con entrada gratuita, en Sánchez de Bustamante 75– y, así como desaparecerá el espectáculo, el grupo se esfumará. “Es un poco triste, sí. Pero también es una especie de muestra de la quintaesencia del teatro: se une intensamente para separarse”, concluye el director, confiado en que los postulados poéticos y políticos de La liebre... perdurarán en los artistas involucrados y en la “memoria colectiva” de la Ciudad de Buenos Aires. A lo mejor, en aquellos que se identifiquen en el esfuerzo social para “no estallar”, que aquí adquiere la forma del teatro.