“Yo no soy performer, soy iluminador”, aclara Matías Sendón, como si esta presentación fuese necesaria. A esta altura, debe ser difícil encontrar alguien que frecuente la escena teatral porteña y no lo conozca: en más de veinticinco años de trabajo en decenas de salas y en conjunto con un sinfín de directores, Sendón se convirtió en una suerte de garantía de confianza en materia de diseño lumínico, un oficio que por muchos años fue relegado al plano de “lo técnico” y que, de un tiempo a esta parte, comenzó a ser valorado por su peso específico.
Su voluntad de dejar los tantos en claro está, de todas formas, justificada: Sendón acaba de quitarse el tutú que hasta recién llevaba puesto para la función de Bailarinas incendiadas, la nueva obra de la coreógrafa y directora Luciana Acuña, que estrenó en el marco del último Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) y seguirá durante todo noviembre en Arthaus. Algún distraído podría confundirlo con un actor que en escena juega a ser iluminador. Lo que sucede es exactamente lo contrario: ese cisne negro que tira pasos entre las bailarinas de tutú blanco es una de las personas que más conocen sobre luces para teatro en esta ciudad, y esta vez se sube a escena para dar cátedra sobre la historia de su gremio. El contexto que lo ampara es una obra con ribetes de fiesta electrónica que se inspira en las trágicas biografías de varias bailarinas decimonónicas, muertas a causa de la iluminación a gas en los teatros de su época. Resulta casi surreal pensarlo desde la actualidad, pero los libros así lo documentan: corría el siglo XIX, muchas salas comenzaban a adoptar la tecnología de iluminación más moderna de aquellos tiempos y los trajes volátiles de las bailarinas románticas eran presa fácil para el fuego. Los casos se sucedían en distintas ciudades europeas, casi siempre con el mismo desenlace. Algunas bailarinas morían pocos días después de sus respectivos accidentes, otras quedaban internadas durante semanas o incluso meses, con sus cuerpos quemados casi por completo.
Durante el proceso que la directora, impactada por estas historias, llevó adelante para crear textos y movimientos a partir de la investigación del académico Ignacio González, Sendón se dio cuenta de que tenía algunos manuales que podían aportar datos a la causa. Empezó a bucear en viejos tomos de historia de la iluminación que tenía arrumbados en la biblioteca y en sus archivos digitales. Y dio con las puestas de luces del Teatro Real de Estocolmo, locación de uno de los casos más dramáticos que narra Bailarinas. ¿Quién mejor que él, entonces, para explicarle al resto del elenco –y en ese mismo gesto, al público–, cómo funcionaban esos sistemas revolucionarios, capaces de crear una cantidad de luz nunca antes vista? Una vez más, Acuña le propuso a Sendón que se subiera al escenario, como ya había hecho en Adonde van los muertos (Lado B), en Réquiem: La última cinta del Grupo Krapp y en Hielo negro. Y una vez más, él le dijo que sí, con el envión de los años y los guiños compartidos.
Así es, entonces, que Sendón comparte elenco con Carla Di Grazia, Tatiana Saphir, la propia Acuña y el músico Agustín Fortuny. Solo así, solo acá, Sendón se siente capaz de ser un performer más, sostenido por este código común. El Grupo Krapp, que Acuña dirigió durante más de 20 años junto a Luis Biasotto, siempre tuvo una tendencia a la desjerarquización del espacio escénico, cierto gusto por correr los límites que separan a quienes están dentro y quienes están fuera del escenario. En Bailarinas incendiadas, ese corrimiento que los Krapp –y ahora Acuña–, lograron siempre hacer jugar a su favor, se potencia con otro elemento del que Sendón, como diseñador de espacio de esta pieza, también es responsable: el rompimiento de las fronteras entre los intérpretes y el público, que es invitado a sentarse donde le venga en gana y en el intervalo ocupa el centro de la pista para bailar un rato.
“Krapp siempre fue una gran familia, y en esta familia la lógica es estar disponible para ir hacia donde lleve el proceso, para lo que sea que vaya a pasar. Si hay que entrar a escena, se entra”, explica Sendón. Lo comprendió desde un comienzo: la primera obra del grupo para la que Sendón trabajó fue, decíamos, Lado B, parte de un díptico que Biasotto, Acuña, Edgardo Castro, Gabriel Almendros y Fernando Tur crearon como respuesta artística al sacudón que había generado la muerte de Marcelo Álvarez, hasta entonces iluminador de la compañía. Sendón había ido a ver casi todas las obras de Krapp, conocía muy bien lo que hacían y a sus miembros, y fue invitado a habitar el lugar más difícil que alguien podía ocupar en ese momento: el del iluminador nuevo. Todavía recuerda que, en unos de los primeros ensayos compartidos, Biasotto le dijo “a ver, parate acá”, mientras apuntaba hacia un rincón de la sala con su dedo. Y que él acató, aunque no estaba tan seguro de haber entendido si la idea era que se lo viera en escena (como es de suponer, la idea era exactamente esa). Su sensación inmediata fue la de haber entrado a una máquina que ya estaba funcionando de forma frenética, donde nadie se paraba a explicar nada y aún así, era posible entender casi todo.
Así funcionan las cosas cuando funcionan: unidas por un hilo de afecto en el que las palabras no necesariamente hacen falta. Cuando, durante el último coletazo de la pandemia, Biasotto murió y los demás miembros de Krapp empezaron a pensar en crear una obra para despedirlo y despedir en ese mismo gesto al grupo, fue evidente para todos que Sendón –y también el cineasta Alejo Moguillansky, y la escenógrafa Mariana Tirantte, y la productora Gabriela Gobbi, los otros socios históricos del proyecto artístico– tenían que formar parte de ese ritual sobre el escenario. Réquiem no hubiera podido existir (o hubiera tenido una existencia mucho más pobre) sin todos ellos ahí, confundiéndose entre los intérpretes. O, mejor dicho, convirtiéndose en intérpretes, aun sin hacerse cargo del todo de esa condición. Un poco lo mismo que pasa ahora, salvando las distancias.
Bailarinas incendiadas se puede ver los jueves, viernes y sábados de noviembre en Arthaus, Bartolomé Mitre 434. A las 20.