En el prólogo a la edición de 1982 de Los profetas del odio y la yapa, de Arturo Jauretche, Juan Carlos Neyra escribía: “Pertenezco a la generación descrita en las primeras páginas de este prólogo (en las que describe a los sectores carentes de sentido nacional). Conozco, en consecuencia, el itinerario que, partiendo del liberalismo, conduce a través de la reflexión y del ejemplo ajeno a descubrir el verdadero perfil de la Argentina. Por las mismas razones fui, culturalmente, adversario de Arturo Jauretche, hasta que aprendí en su vida y en su obra, junto a la de otros hombres, a comprender a mi país. Esta breve confesión final explica, mejor que extensos argumentos, el encuentro del liberal equivocado, ejecutor ingenuo de su propia derrota en el 55, con la conciencia nacional encarnada en uno de sus más ilustres sostenedores”.

Próspero ganadero del suroeste de la provincia, en Bordenave, Coronel Suárez y Villa Iris, Juan Carlos -“Calolo”- Neyra había desplegado su labor política y cultural, hasta los años setenta, en el marco del radicalismo. En 1956, con 33 años, fue designado Delegado de la ONU en Bahía Blanca. Su acercamiento al frondicismo quedó plasmado en su libro Intransigencia e integración de 1958, desde el que recorrió un camino, debido entre otras cosas a su amistad con Jauretche, que con los años lo condujo a adscribir al peronismo.

Aunque había tenido su formación en la Facultad de Derecho de La Plata, Neyra se abocó a la explotación de la estancia familiar asumiendo una identidad criolla que lo transformó en uno de los mayores conocedores de las costumbres camperas de su época. Poseedor de una formidable biblioteca, desplegó una labor intelectual que se tradujo en una punta de libros escritos con prosa exquisita, como El mito gaucho en Don Segundo Sombra. Editado en 1952 por Pampa Mar, librería frecuentada por Martínez Estrada en Bahía Blanca, el libro, según Neyra, peca de falsía (“mito engendrado fríamente al margen de la realidad”). También escribió ficciones, como Jiménez y el parejero y otros cuentos del suroeste, del 63, protagonizadas mayormente por citadinos que encuentran su destino criollo en contacto con el paisanaje siguiendo, sin advertirlo, el modelo de Güiraldes.

La precisión de sus descripciones donde demuestra una gran baquía en los oficios del campo y en el conocimiento del alma popular llevó a que en 1968 Leopoldo Torre Nilsson lo contratara como asesor costumbrista para garantizar el verosímil en la realización de su film Martín Fierro, una de las grandes películas argentinas. Pero Neyra acabó produciéndola, aportando locaciones, extras, caballos, armas antiguas y vestimenta para algunas escenas que se filmaron en la Cueva de los Leones, una hondonada en las afueras de Bahía Blanca. Entusiasmado con la experiencia, en el 70 contrató al equipo de rodaje de Torre Nilsson y filmó su propia película, La frontera olvidada, que se estrenó en agosto en el cine Ocean de Bahía y fue distribuida comercialmente recién en 1996. Protagonizada por Lito Cruz, Ubaldo Martínez, Ricardo Passano y Arturo Puig -fue su debut cinematográfico-, con la participación especial de Lautaro Murúa, narra el progresivo acriollamiento de un militar “cajetilla” que va a parar a un fortín en épocas de la llamada “guerra contra el indio” y al experimentar el honor y solidaridad de sus soldados acaba eligiendo quedarse y volverse gaucho fortinero.

Concebida como “homenaje a los pioneros del desierto”, Neyra la escribió, dirigió y produjo. Filmada en el paraje La Vitícola, cerca de Bahía, construyó un fortín y una serie de ranchos empleando a los vecinos como extras. María del Carmen Vaquero, que por entonces practicaba el modelaje para financiar sus estudios de Geografía de la Universidad Nacional del Sur, de la que llegaría a ser Vicerrectora, fue una de las jóvenes convocadas. “Aquel verano nos recogía una combi por Bahía y pasábamos jornadas agotadoras en medio del campo, varias decenas de personas, viviendo una experiencia inusual para la ciudad”. Los avatares de la época hicieron que la película, que no solo exhibe una gran producción sino también notables actuaciones y un guion excelente, quedara olvidada por décadas.

En mi infancia de niño peronista recuerdo las reuniones en la trastienda del negocio de mi viejo frente al Correo, donde conspiraban Ezequiel Crisol y David Diskin, del sindicato de Empleados de Comercio, y Eugenio Martínez, el futuro intendente del 73, junto a Neyra, que, como Martínez, financiaba las campañas electorales. Amigo personal de Jauretche, fue uno de los oradores en su sepelio en la Recoleta (“Mientras haya un solo argentino dispuesto a dar la vida por la liberación nacional, Jauretche estará presente”-dijo). El día anterior a su fallecimiento, sucedido el 25 de mayo del 74, el autor de El medio pelo había pronunciado unas conferencias en Bahía Blanca invitado por el viejo forjista Antonio Tridenti, Rector de la Universidad Nacional del Sur. Durante la dictadura uno de los hijos de Neyra, que había sido extra en la película y se convirtió en militante, fue secuestrado. Incansable, “Calolo” movió cielo y tierra hasta lograr su libertad.

Su labor literaria no cejó. En 1972 había publicado Los agropecuarios, una crítica del universo oligárquico de la Sociedad Rural en la cual figuran los jóvenes peronistas que plantan un caño. En el 79 la editorial nacionalista Huemul editó su Introducción criolla al Martín Fierro, mientras seguía reuniendo cuentos en Los ásperos, de 1981 y en Cinco capítulos para un general, del 84. Pero su obra más lograda tal vez sea Los baguales y Platón, del 83, una autobiografía novelada en la que narra su educación sentimental en vínculo con su padre, que le transmite las tradiciones camperas, conformando una nueva visita al tema del acriollamiento de un muchacho de ciudad, un intelectual, que vuelve al pago y se aquerencia.

Versión ficcional del dilema argentino de Civilización y Barbarie, hace comulgar los saberes filosóficos con la vida ruda del campo en la que descubre la misma fuente de sabiduría que inspiró a los clásicos en torno de una suerte de mística telúrica. En la que llama “Memoria apócrifa y digresiones” describe la “larga amansadura” que lo forjó en el tránsito “de potrillo a potro, redomón y caballo”. A veces se despacha con raudas reflexiones hilvanadas con citas de Max Scheler, Wittgenstein o Lao Tsé, pero siempre termina concertando experiencias en frases como esta: “Existía un hilo secreto entre la remota creación y aquel contorno virgen donde imperaba la contundente presencia de las cosas. El sigiloso vínculo se revelaba a medida que el rastreador de lo inmediato y trascendente se hundía en la indagación de los opuestos”. La reposición de “la Patria inicial” -la infancia- lo conducirá en las últimas páginas a un diálogo con un cura de aldea en el que desarrolla su conversión. “Me acerqué a Dios cuando tuve conciencia de mi patria” -confiesa. “Fue una revelación alucinante”. “Existía una religión consustanciada con la patria, con la patria traicionada”. Víctima del protestantismo, religión del capitalismo -no se priva de citar a Max Weber- que le ganó la partida a una España “detenida por una religión enervante con respecto a la función del dinero y una tradición de honor y pobreza”, los modernos convirtieron los pecados en cualidades: “la soberbia es orgullo, la envidia emulación, la ira carácter, la avaricia ahorro, que se volvieron el sustrato moral de la nación”. En un final melancólico, escribe: “La gente vieja de la estancia se iba muriendo en silencio, como había vivido. Se iban porque habían venido”. “La didascalia del Fedón, aprender a vivir y a morir, es la misma de la cocina de los peones, de los hombres enteros, corajudos, con la cicuta o un cuchillo en la mano frente a otro cuchillo”.

Revisión histórica y herejía religiosa es un curso que dictó en 1984 en el Seminario Mayor San Miguel Arcángel de la diócesis de San Luis en el que despliega una impresionante erudición que abarca desde el siglo XVI al XIX donde asume abiertamente la versión militantemente ortodoxa, católica, a la que ve asediada por el protestantismo, llegando a fustigar a Bartolomé de las Casas (“insano autor de la leyenda negra”) y las ideas iluministas que alumbraron la nacionalidad. Aunque su catolicismo despuntaba con cautela en algunas de sus ficciones, en este libro manifiesta su adscripción doctrinaria plena a la Iglesia Católica, llegando a derrapar cuando declama el decálogo de los prejuicios de las derechas más ramplonas al sostener que la unidad americana está acuciada por “el fraude que pertenece a la mentira herética, a la oprobiosa leyenda, al canibalismo de homosexuales, marxistas y judíos, escondidos atrás de las tumbas indígenas o cualquier otro pretexto que pretenda enlodar al catolicismo”.

Su otro trabajo de enjundia histórica es Prontuario de Próceres y Traidores, del 90, un grueso volumen en el que espiga una serie de biografías acerbas sobre los enemigos de la patria al estilo de Vida de Payasos ilustres, de Ignacio Braulio Anzoátegui, mezcladas con elogios bien manufacturados a San Martín y Rosas. Relatos para niños criollos, Rosas - la sombra de la traición, y Memoria sobre caballos son otros de los libros de aquel que fuera llamado “el jinete ilustrado”.

“¿Cómo querés que no sea y no me sienta criollo si desde que era chiquitito me decían en mi casa que si mentía era gringo, si no tomaba la sopa era gringo, si me portaba mal no era criollo? Me quedo con lo de San Martín y creo que la Argentina dejará de tener problemas insolubles el día que se encuentre consigo misma, con sus valores permanentes, es decir, con eso que he llamado el orden criollo”, expresó en su último reportaje. Juan Carlos Neyra falleció en julio de 2000 a los 77 años.