El camino es tan largo que cuesta ponerle fecha al primer paso: ¿fue cuando un grupo de universitarias y señoras paquetas (porque había que tener los medios) organizó de prepo en Buenos Aires el Primer Congreso Femenino Internacional, en 1910? ¿Fue nueve años después, cuando –de pie– Julieta Lanteri se candidateó como diputada? ¿Fue cuando las fabriqueras empezaron a reclamar derechos civiles y políticos? ¿O fue en noviembre de 1991, cuando se aprobó la ley de cupo? Quizá haya tantos comienzos como corazones y memorias feministas, que en Argentina son muchas, y se reconocen hermanas por los rasgos en común. En los últimos dos años, durante la tramitación de esta ley, pudimos verlas encarnadas.
En el orillo llevan la marca de las mejores tradiciones del feminismo y la sororidad: trabar alianzas más allá de las identidades partidarias, por un mundo (de intereses, de experiencias, de conciencias políticas) en común que las excede, hacerlo sin pedir permiso, de prepo, hermosa y buenamente de prepo porque hay un objetivo que es para todas hoy, y para más adelante, también. Eso había pasado en el Senado, cuando las senadoras impulsaron la primera media sanción, y pasó también ayer de madrugada en Diputados, cuando la revuelta de las diputadas sorprendió y honró a tantos nombres de quienes las (nos) precedieron que cómo no sentir orgullo profundo. Cómo no recordar para siempre la frase que apareció casi de madrugada en un chat de amigas colegas, la frase que dijo una diputada en las primeras horas del jueves: “votamos ahora, querido”.