En 1947, el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty publica Humanismo y terror, libro de crucial importancia para la reflexión política del siglo XX. Emanado de un conjunto de artículos que habían transitado previamente las páginas de la revista Les Temps Modernes, se debate allí el acuciante dilema que atraviesa tanto la obra de Merleau-Ponty como la del otro principal exponente de la fenomenología existencial, Jean Paul Sartre.

Nos referimos a las dificultades para conciliar las simpatías que sienten hacia el marxismo como una ciencia de la revolución con vestigios de naturalismo, con una antropología de autoría de ambos que hacía de la libertad un pilar irrenunciable. Puesto de otra manera: ensamblar de un modo no ecléctico por un lado el hecho de que la historia tiene un sentido racional que conduce ineluctablemente al socialismo, y por el otro que la voluntad autónoma de los sujetos introduce el principio de la contingencia como un dato primordial de esa misma historia. Sabemos que las trayectorias de uno y otro recorren curvas de orientación contraria, pues Merleau-Ponty termina abjurando del marxismo por considerarlo capturado definitivamente por el objetivismo, mientras que Sartre señala que el existencialismo debe subsumirse en él como filosofía insuperable de su tiempo.

En el libro en cuestión, sin embargo, estas controversias teóricas se corporizan en la tangible materialidad política de la Unión Soviética. En un doble aspecto. El más general, la contradicción latente de apoyar un proceso con pretensiones emancipatorias en el cual sin embargo se denuncian fehacientemente la proliferación de campos de concentración. Y en lo particular, los ecos de la culminación de los llamados en aquel entonces “Procesos de Moscú”, durante los cuales fueron juzgados y ejecutados una gran cantidad de encumbrados miembros del Partido Comunista. ¿Qué hacer entonces? ¿Continuar avalando a la Unión Soviética al punto de disimular sus crecientes rasgos totalitarios? ¿O elevar una voz en su contra desde un socialismo libertario que se volvería sin embargo aliado tácito de la reaccionaria ofensiva del mundo capitalista?

Respecto a los “Procesos de Moscú”, Merleau-Ponty introduce una mirada interesante, que parte de admitir que las acusaciones de sabotaje y complot que pesan entre otros sobre Gregori Zinoviev y Nikolai Bujarin son apenas excusas que encubren una imputación ideológica. En resumida síntesis, Stalin promovía la colectivización forzada del campo para apurar la liquidación de los restos de la sociedad mercantil, y los disidentes replicaban que la crisis económica recomendaba una transición con alguna vigencia de la propiedad privada de los medios de producción. ¿Correspondía por eso ajusticiarlos? Para el intelectual francés, eran subjetivamente inocentes (pues defendieron con honradez lo que imaginaban más apropiado para la revolución en curso), pero objetivamente culpables (pues con sus reparos pusieron en riesgo una salvífica mutación histórica que los excedía largamente). La tensión entre libertad y necesidad que mencionábamos al principio.

Ahora bien, y a esto quería llegar, Zinoviev y Bujarin (siendo como vimos subjetivamente inocentes) se inculparon y desplegaron una honda autocrítica. Admitieron su supuesta traición, aliviando así la drástica decisión estatal de quitarles la vida. Consintieron una condena penal para lo que en definitiva había sido una simple (aunque dramática) discrepancia. La entereza de una verdad personal mancillada (o dignificada según tal vez pensaron) en aras de preservar la autoridad moral de la patria madre del comunismo.

Independientemente de su contexto de emergencia, lo traumático de estos episodios convirtió para muchos contemporáneos al ejercicio de la autocrítica en una forma solapada del sometimiento, en un aplastamiento de la certeza íntima en aras de exculpar el lado más oscuro del grupo que nos contiene. El hombre autocrítico devino en sinónimo de obediente (cuerpo sacrificial de una totalidad que requiere ser absuelta) o en pusilánime (conciencia claudicante respecto de desatinos mayúsculos que debió repudiar).

Otra perspectiva

Pasemos ahora a otra perspectiva del mismo problema. El General Perón, siendo ya una figura célebre, sorprendió alguna vez con la siguiente declaración: “Haber acompañado el golpe contra Hipólito Yrigoyen fue el error político más grande que cometí en mi vida”, para luego agregar, “del que nunca voy a terminar de arrepentirme”. Sabemos que se refería a un hecho irrefutable, pues efectivamente en aquel proceso infausto que culminó el 6 de setiembre de 1930, Perón estuvo del lado equivocado; imbuido momentáneamente del clima nacionalista-conservador que en gran medida Leopoldo Lugones venía difundiendo al interior de las Fuerzas Armadas.

Notable autocrítica la del Conductor y en algún sentido innecesaria, pues no precisaba de ella para conservar su enorme liderazgo. Por supuesto que circulaba una demanda digamos, simbólica, pues Perón se había esmerado por convocar a radicales a su naciente movimiento (Hortensio Jazmín Quijano, su primer compañero de fórmula, para citar un caso); y por otra parte, era absolutamente incongruente predicar la soberanía popular como fuente de legitimidad y haber socavado la de un gobierno como el de Yrigoyen que había gozado plenamente de ella.

Pero siendo esto así, no deja de llamar la atención la radicalidad de su pronunciamiento, en una circunstancia (permítaseme la licencia histórico-analítica) bien diferente a la de Zinoviev y Bujarin. Pues aquí no hubo coacciones de ninguna especie ni una totalidad externa reclamando oportuna sumisión. Perón, sabemos, no reconocía objetivos superiores a los cuales someterse, salvo claro los de la patria misma, que a su vez identificaba con una Doctrina que consideraba él mismo haber diseñado.

Siempre me interesó por cierto este referencia de Perón para pensar la situación de muchos dirigentes que colaboraron activamente con el menemismo, haciendo profesión de fe neoliberal mientras invocaban una prosapia ideológica que establecía todo lo contrario. Todos tenemos derecho a equivocarnos, aun gravemente (como el mismísimo Perón), lo que no nos deslegitima necesariamente como actores políticos del presente. Siempre y cuando digamos que de aquello que tan extraviadamente realizamos “nunca vamos a terminar de arrepentirnos”. Lo que no admite por tanto medias tintas o razonamientos finalmente exculpatorios, del estilo de “hubo algunas cosas buenas y otras malas” o “hay que saber entender el contexto”.

Se trata entonces de hacer un elogio de la autocrítica. Ahora bien, ¿Cómo definimos a la autocrítica? Como la admisión pública e inexcusable de un error propio que afecta el desempeño político del colectivo del que formo parte. Y decimos pública, porque para ser tal debe llegar a oídos de todos los que padecieron directa o indirectamente los efectos de mi acto. Y decimos inexcusable, porque aunque hubiese atenuantes mi proceder equivocado resultó de una decisión libre, habiendo en ese momento a mi disposición elementos suficientes para actuar de una manera que no fuese la incorrecta. Sacar de un rincón de la conciencia el reconocimiento de un extravío es la mejor garantía para no reiterarlo.

Por supuesto el espíritu autocrítico que propiciamos no es aquel de los Procesos de Moscú, justificación abatida de empresas de transformación supuestamente beatificadas; pero tampoco el contrario, la de aquel que supone que la explicitación de un defecto erosiona los liderazgos, desfleca la consistencia del Partido o brinda ingenuamente argumentos al contrincante de turno. La buena autocrítica favorece la reflexión sobre falencias de gobiernos que no tienen porqué ser impecables y oxigena a la fuerza política respecto de una sociedad que espera ver reflejada sus preocupaciones también en la palabra de sus representantes. Autocriticarse no es una exhibición de flaqueza, pues ningún pueblo espera sensatamente dirigentes impolutos.

A este respecto, el kirchnerismo ha exhibido un comportamiento peculiar. Es notoriamente refractario a verbalizar sus tropiezos, pero ha tenido en ocasiones disposición para reparar sus callejones sin salida. Lo hizo por ejemplo con la implementación de la Asignación Universal por Hijo (medida que inicialmente rechazaba), al advertir la pervivencia de núcleos irreductibles de desempleo estructural y empleo informal; y lo hizo con la trascendental nacionalización de YPF cuando vio crecer exponencialmente el déficit energético y fracasó la gestión empresarial del grupo Eskenazi.

En algún sentido y más recientemente, la propia candidatura de Alberto Fernández fue en esa misma dirección. Un dirigente que se había apartado del kirchnerismo y que en más de un tema lo había cuestionado severamente. En un gesto de sabia inspiración, Cristina Fernández lo colocó a la cabeza de la fórmula en una suerte de autocrítica en acto, lo que explica en buena medida el exitoso 48% de los votos obtenidos en esa oportunidad. La derecha, desconcertada, vio contradicción donde había en realidad inteligencia. También se oxigena una identidad reincorporando lo que por atendibles razones se había escindido en algún momento de ella.

Enojoso y nocivo

Pues bien, aquel lúcido espíritu de introspección y reconocimiento de falencias no es el que parece prevalecer en estos días. Esa omisión es deplorable, dada la irrupción de un líder enojoso y nocivo como Javier Milei. Emergente indudable de los desconciertos ideológicos y las impericias políticas de la malograda experiencia del Frente de Todos.

En este sentido, la reciente candidatura de Cristina Fernández a la presidencia del Partido Justicialista parece partir del siguiente equívoco: suponer que la implosión macroeconómica (por lo demás poco probable) del modelo libertario o el súbito hartazgo ciudadano con el desaforado autoritarismo del Presidente va a llevar necesariamente agua al molino de un kirchnerismo impertérritamente satisfecho con la totalidad de sus desempeños. A modo de refutación sólo basta con mirar el pasado inmediato. No fue Juntos para el Cambio (hoy literalmente desaparecido) sino un personaje inesperado e insólito el que capitalizó las insuficiencias de ambas coaliciones.

Pero aclaremos dos puntos. Autocrítica no es limitarse a mencionar las flaquezas del colectivo del que formo parte, sino el señalamiento de las defecciones del propio sujeto que la enuncia. En el peronismo la autocrítica suele ser sinónimo de echarle la culpa de todo a los miembros de la línea interna adversaria. Y en segundo lugar, la autocrítica se aplica sobre el ámbito en el que la conducción toma las decisiones. De la misma manera que no se puede responsabilizar a Cristina Fernández, Sergio Massa o Alberto Fernández por la (mala) elección que cada uno de nosotros hizo en Rosario o Santa Fe; es de la palabra y el comportamiento de las máximas referencias de la frustrada coalición desde donde debe surgir la admisión sincera (esto es no autodestructiva ni lacerante, pero tampoco elusiva) acerca de las fallas que culminaron en la derrota nacional del Frente de Todos.

En cierto punto, el Frente de Todos subvirtió todos los manuales conocidos. Abundó en insensatos reproches públicos siendo gobierno (lo que le quitó cohesión y vigor político) y permanece ahora entre el mutismo enigmático y la autocomplacencia respecto de las causas de su traspié (lo que le quita confiabilidad como alternativa de futuro).

Desde ya que Unión por la Patria necesita apuntalar nuevos liderazgos y presentar un programa esperanzador de cara a la Argentina que viene, pero el silencio persistente sobre los extravíos de su pasado le resta autoridad política para requerir una escucha social más atenta.