En mi adolescencia, la última hora del boliche era de lentos. Funcionaba como aviso solapado de que el fin de la noche estaba por llegar. Para ese momento ya había dado varias vueltas buscando el instante oportuno para hablar con alguien que me interesara, tomando coraje, ímpetu u osadía, o bien tomando alcohol para que luego viniera eso otro. No pasaba. Cuando los parlantes reproducían una canción de Cranberries, Brian Adams, Roxette o Richard Marx ya no quedaba tiempo para más elucubraciones ni estrategias mentales. Era ahora o nunca.

Los lentos ayudaban a disimular la ineficacia bailable, la rigidez corporal. Algunos balanceos del tronco podían velar la torpeza estructural del cuerpo adolescente, eso me envalentonaba para acercarme a la chica hasta incluso casi proponerle bailar.

Pero la luz se encendía, yo desataba el nudo del pullover que llevaba en mis hombros y salía, solo.

Las cuadras que separaban el local bailable de mi casa, me convencía con argumentos muy bien probados que no era esa la oportunidad ideal, sería la próxima. Tendría una camisa más canchera, ya se me habrá ido ese granito de la frente, estaría más sobrio y de seguro tendría palabras más interesantes para cautivarla.

Me iba a dormir reproduciendo en los walk man Bonnie Tyler, Sinead O'connor, Bon Jovi o algún otro.

Como si hubiera descubierto un túnel hacia el fondo de la tierra, oscuro y denso, y querer saber hasta dónde llegaba, o hasta dónde podía resistir. Incitaba a mi tristeza, nadaba en la frustración y la impotencia.

Un masoquismo de rascar frenéticamente la herida, para comprobar cuánto dolor se puede soportar.

Cada tanto una posibilidad, un noviazgo, unos besos, un amor transitorio (como todo amor) rompía ese círculo y veía todo lo anterior como ridículo y vergonzoso.

Eso también se derrumbaba, y volvía a recurrir a mis casettes tdk de lentos para reiniciar el ciclo.

Mucho tiempo después descubrí que no eran dos momentos divergentes, sino que no es posible lo uno sin lo otro. No hay amor sin dolor, ni hay dolor sin amor.

En la Argentina del odio y de las rivalidades feroces, de la grieta y del sálvese quien pueda, triunfa el Reggaeton, la derecha, la autoayuda, las terapias de la felicidad y la facilidad, el couching, existe un imperativo de goce solitario y mezquino. Y lo más terrible, no hay más lentos.

Melodias que son la vía necesaria e indispensable para el desamor, el duelo y la (des)ilusión, el espacio posible para mirar nuestras miserias de frente, para abrir nuestras heridas hasta desangrarse, para humillarnos en secreto, para desenmascarar nuestras desgracias. Y volver, si, volver a nuestra humanidad fragmentada, reconciliarnos con nuestra fallida empatia, acercarnos a alguien, abrazarlo, y bailar. Porque falta poco, porque ya se termina, porque encenderán las luces y habrá que irse.