El famoso trío de Carlos Correas, Oscar Masotta y Juan José Sebreli fue el modelo más acabado de amistad rota de la “última generación”, aquellos nacidos alrededor del emblemático año 1930. Tuvo la originalidad no solo de ser una amistad de tres sino también de contener un moderado erotismo que igualmente no disolvió el núcleo cerebral del vínculo. Era una sensualidad escurridiza, como un condimento en una relación arduamente intelectualizada por sus partes. Tres mentes tan febriles como heladas en acción, juntas e inestables, siempre tendientes a la ruptura.
En La operación Masotta, Carlos Correas explica, casi sin desarrollo narrativo, la historia de esa amistad rota, y señala el origen de clase media baja de los implicados como el motivo más auténtico de la desesperación por entregarse a las intrigas y las maquinaciones de un trío que aparentemente se resolvería por la alternativa de ser un dúo -con el tercero excluido- y que en verdad terminó en rupturas individuales, cada uno por su lado rumiando el grado de responsabilidad de los otros y la dimensión de la propia soledad. Una amistad de tres fragmentada en pedazos que la memoria -las memorias- harían proliferar en un futuro de recuerdos impiadosos.
Igualmente hay en ese relato de Correas un leve y seco embellecimiento de la vida plebeya y de una amistad en los asfixiantes años cincuenta. Los cuerpos, aún jóvenes, andan rodando por los bares y cuartos clandestinos de una ciudad con vocación de laberinto. Los laberintos de la mente se derraman en los laberintos de las calles. Gotas de orgullo marginal bajo varias capas de razón, palabrería y depresión.
Con el correr del tiempo, Sebreli, astuto, quiso reescribir la parte de su papel en el trío, en Contorno y en la generación. Dicho proustianamente: el lado de Sebreli. Lo hizo en sucesivos relatos confesionales donde también se desdobló en observador de sí mismo. Además de hacerse cargo de su propio destino, tuvo el mérito de reconstruir cómo se fueron conociendo, dotando de anécdota y trama lo que para Correas sería más bien la estructura de una amistad en peligro, algo siempre un poco abstracto, siempre exterior al nudo que se quiere atrapar.
Sebreli contaría muchas cosas sobre los tres: cómo se conocieron con Masotta en la escuela normal donde se miraban de lejos pero no se acercaban, siguiendo en parte la ley de atracción de los opuestos porque Sebreli pertenecía al bando de los dominados y Masotta, desde el arranque bello y maldito, al de los dominadores, se reencuentran en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras; comparten grupos de estudio y noches de lecturas en bares, leen juntos a Hegel. Correas le envió una carta a Sebreli a Sur a raíz de la publicación del artículo “Celestes y colorados” diciendo que quería conocerlo, artículo que al parecer también despertó el interés de David Viñas y le abriría la puerta en Contorno. Correas y Sebreli se encuentran y más allá de un primer momento de decepción, probablemente ligado a la expectativa puesta en Sebreli, Correas lo acepta como un amigo guía. Sebreli pone en contacto a Correas con el submundo homosexual de Buenos Aires y con el círculo intelectual de Contorno que él mismo había empezado a frecuentar. Correas y Masotta también se conocen; comienzan a escribirse largas cartas, a construir el trío, y también el mito del trío existencialista- peronista-izquierdista- plebeyo y a corroerlo por dentro mediante intrigad y alianzas de dos contra el tercero, etcétera; el trío se exacerba por escrito pero cultiva, en palabras de Sebreli, “la pasión fría de la amistad” que le adjudica a Correas. El trío aparentemente alcanza su punto culminante de amalgama al romper con Contorno, pero ahí comenzaría también el fin, al irse disolviendo por dentro, entre sí, los vínculos.
Sebreli explicaría que él, por azares y cruces del destino, participaría tanto del lado plebeyo como del lado patricio del tejido cultural de los años 50. Sería hombre de Contorno pero también de Sur. Esta situación, en parte imaginaria, en parte real, lo empezaría a dejar peligrosamente al borde de su tentación y precipicio favoritos: no conformar a nadie.
En los tramos agónicos del trío, cada uno le reprocharía al otro, primero Correas y Sebreli a Masotta, haber abandonado lo que los unía, haberse corrido de sitio, cambiado de amistades e ídolos. Haber traicionado, aunque se dijera la palabra en dos tonos más bajos de voz. Después, esas acusaciones amargas recaerían invariablemente sobre Sebreli.
LA OPERACIÓN SEBRELI
El caso de Sebreli es particularmente difícil de calibrar. El abismo con sus posiciones políticas facilitaría el gesto de sacárselo de encima con un suave empujón, de no considerarlo siquiera. Hay que conocer o haber participado de ciertos pliegues de la izquierda, la sexualidad y los círculos más introspectivos de la cultura argentina para bancarlo. A pesar de ser, de entre aquellos hombres de la generación Contorno, quien pudo alcanzar el público más masivo, siempre fue un poco para entendidos. Y, entre entendidos, Sebreli chapotea en los malentendidos. Él mismo empezaría a trabajar de hombre de dos mundos, de plebeyo entre patricios y viceversa, exagerando quizás su heterodoxia, o aumentándola con la labilidad que otorga ocuparse de la propia biografía intelectual. Pero Sebreli es quizás más ortodoxo, más clásico de lo que podría creer de sí mismo.
Defender, si esto es posible y sensato, a Sebreli, es tarea ardua. También su obra es cuestionada por excesivamente pedagógica y explicativa, como de divulgación. Pero Sebreli ha hecho, sin duda, aportes más que atendibles. Supo captar como pocos la trama o, dicho más exactamente, las tramas de la sociedad, el entretejido de tensiones sociales y culturales, la sexualidad sumergida, las aventuras latentes y cierto goce de vivir no exento de melancolía y angustia de las ciudades, en especial de la ciudad de Buenos Aires. Supo retratar personajes, escenarios y situaciones de lo alto y de lo bajo de la Argentina y muy especialmente descifrar, desnudar y volver a vestir con sus ropajes claroscuros a los intelectuales en situación real, en situación de vida, señalando el borde triste, alucinado y marginal, con el corazón siempre sobresaltado, de un intelectual argentino, él incluido. Dio en este sentido un extraordinario testimonio, desnudando el narcisismo blindado de unos, la fragilidad emocional de otros, resaltando la dimensión física del pensamiento, del trabajo intelectual, como lo contrario a lo abstracto, a la estructura vacía. Pero si esto no se entiende así, quizás haya más consenso en respetarlo en tanto un estudioso sin pausa, un lector sin tregua y una ex figura de la izquierda intelectual, y por haber anticipado esos “ciertos pliegues” de la diversidad hoy corrientes, antes ocultados. Como sea, Sebreli obliga a ejercer una forma muy peculiar de la tolerancia, una paciencia extremista. En gran medida, es un querible viejo loco que insiste en usar el disfraz de la racionalidad y seguir proclamándose marxista, aunque sea el rey desnudo que se vestido en el espejo. Al negar, al menos públicamente y por escrito, cualquier atisbo de oscuridad, cualquier fragmento de locura, no se nos representa como un iluminista tardío e implacable sino como alguien que explotó y después ya no supo qué hacer con los fragmentos dispersos, alguien que se blindó, negando cualquier posibilidad de desvío de la recta luz del orden establecido, pero cree que sigue cultivando ese costado marginal que antaño supo enaltecer. Conste que su locura y su oscuridad, que son las de muchos de nosotros, serían deseables no para que se extravíe en un juvenilismo gangoso y contra natura sino como antídotos contra los cantos de sirena de una derecha que no es civilizada, ni republicana ni liberal en el sentido en que él lo es.
Podría citar nuevamente a Correas para establecer una coartada que hoy sería muy bien vista, para señalar la negatividad como el motor que dio origen y persistencia a todo este enredo de enfrentamientos. Dice en La operación Masotta:
“Nuestra desorientación fue máxima hasta la caída de Perón, en setiembre de 1955. Después me lo expliqué: no habíamos ‘sucumbido a la fascinación’ ejercida por Sartre: éste debía ser solo un arma para vencer a los enemigos interiores y para combatir el horror que nos inspirábamos nosotros mismos y el horror de la Argentina; no, en absoluto, el horror de la Argentina peronista; más bien de la Argentina antiperonista, en la que, por condición social, vivíamos”.
Se podría tirar esta frase bastante impresionante, flotante en el tiempo y aun a la deriva, en medio del presente y de los malentendidos sobre Sebreli, también arrojarla sobre Sebreli y sobre los pretendidos entendidos como yo, yo mismo, los dispuestos a defenderlo un poco en nombre de algún blasón malherido y oxidado del ayer, o porque a veces nos molestan quienes lo atacan tanto como quienes lo cobijan.
Creo que, en definitiva, los que acompañaron a Sebreli en los primeros tramos no terminaron de digerir del todo que ese intelectual algo monstruoso que era Sebreli, incluyendo su faceta de “sexualidad desviada” del centralismo de la izquierda tradicional y, para colmo, hacedor de varios bestsellers (empezando por uno excelente como Buenos Aires, vida cotidiana y alienación en 1964) de amplia llegada a un público masivo, haya sido el que más tomó en serio el programa de Contorno, el que lo atesoró como el “programa” de una materia a rendir arduamente para al fin recibirse en alguna carrera fantasma de Filosofía y Letras, quizás para terminar rompiéndolo, o guardarlo y poder sacarlo de vez en cuando a ventilar de la cajita de los recuerdos; o quizás por su necesaria credulidad de aprendiz, de muchacho anormal de la escuela normal que a pesar de los rezongos sabe que tiene que estudiar y hacer los deberes para defenderse y armarse frente a la vida. Sebreli es Contorno. Es difícil creer que formó parte verdaderamente de Sur.
Creo, también, que el antiperonismo de Sebreli es por completo literario. Fue amasado entre Borges y Victoria Ocampo. La idea de un abominable populismo que cual sombra terrible se agiganta a cada instante, le habrá salido al paso mucho después, como una construcción que fue manejando a gusto y placer. Y me parece, además, hablando francamente, que Sebreli jamás llegó a cruzarse cara a cara con el populismo por la calle. No ser peronista, no desear al peronista, abandonar al morocho obrero del peronismo en el tejido de los días juveniles, cuando también se deslumbraba con los reflejos enceguecedores del rostro camp de Evita.
Fueron decisiones conscientes, como el “pasaje” al norte, dejando atrás el constitutivo barrio de Constitución, mudándose al Barrio Norte donde se sentiría protegido, lejos de las asperezas plebeyas.
Razón no le faltó para sentirse así. El sur se volvería áspero de verdad, roce de almas que en el fondo no dialogan, suburbio borgeano arrasado por basura, burla de crepúsculos. Las gentes de la recoleta y el barrio norte, en cambio, ostentan unos modales sumamente amables que se acoplan a la máscara de suavizada tensión que oculta los impulsos agresivos. Sebreli se fue adaptando muy bien a los bailes de máscaras.
Hay un chico en el centro del viejo Sebreli. Un chico que todavía consigue que su liberalismo sea infantil e inocuo, un liberalismo como de caramelo derretido en los vaivenes de la Historia; un chico que aun desea tener delante de los ojos el proyecto entero de su existencia, desea persistir, seguir en pie y adelante como empujado por el tiempo, ser el primero porque bien sabe que estaba destinado a ser el último.
Fragmentos de "Las amistades rotas", uno de los textos de Los inmortales de Claudio Zeiger, publicado por Emecé en 2014.