La boca llena de agujeros de cama 29. Cama 23 enflaquecida. El siseo del tabaco de cama 59. La obsesión por la belleza de cama 24. Tumberas, cama 55 y 56. ¡Me tocan el ser hijos de puta!, llora cama 43.

Camas, todas mujeres, todas internadas en un neuropsiquiátrico, la mayoría pobres.

Lucía Mazzinghi tiene “tan metido adentro ese paisaje” que lo narra con la música anárquica de la poesía (Locas, Ninguna Orilla, 2023). Veinte años de trabajo en un hospital de la ciudad de Buenos Aires, se corren de cuadro para dejar el lugar a la palabra primera y enrarecida de esas mujeres.

Pero Locas no es solamente eso, es una experiencia de lectura de la que no se puede salir indemne. Le pasa al lectore lo mismo que a la escritora.

Comenzamos a conversar y rápido coincidimos en algo. Lo que para muchos puede ser una crónica fragmentada, es, mejor, una juntura de historias hilvanadas por la música de la poesía. Lucía adopta con su escritura la postura cauta y expectante de la escriba que, bitácora en mano, reproduce la lírica de las internas.

“Remilgada, re mil regalada, cama 26 hace sonar sus tacos por la vereda del sol. Con cada paso, le tintinea la bijou”.

No puedo dejar de preguntarle por la idea de nombrar a esas mujeres como “camas”, por el uso ubicuo de las onomotapeyas, por esa gracia de los neologismos (yasiyatereizada, meaculpándose, deplicar, tordomio, cantepisa); como le cuenta en secreto cama 28 “las palabras no tienen dos sentidos sino tres y a veces cuatro. Es difícil de explicar”. No dejo de preguntarle y al mismo tiempo hablo. Mejor me callo y la dejo contar.

"Lo de las camas fue una decisión, porque yo creo que las camas, en un manicomio, son el lugar más íntimo que una puede tener. O es el consultorio o es la cama. En el consultorio cerrás la puerta, en la cama te cerrás a vos misma", explica Lucía, y resalta ese estilo patente del manicomio: todo lo demás es compartido.

Cuando cuenta esto añade un detalle, habla de una pizarra. La pizarra no está descripta en el libro, sin embargo, no me cuesta imaginarla. Tiene cuerpo, es algo así como una parte del eco de cada una de las camas.

"Ahí se anotan las camas", dice Lucía. Cuando una se desocupa el nombre se borra, pero queda escrita la cama. Por un tiempo para algunas personas su cama es lo más. Hay algo del número que parece alejado, pero es lo más íntimo.

Mientras la escucho y anoto, reflexiono sobre eso. Una cama es un territorio, un lugar para armar frontera, tener una cama equivale a saber un descanso ¿Cómo no podría ser lo más íntimo cuando se ha perdido todo? En Locas, las internas se tienen a sus camas y así se tienen a ellas.

“A cama 49 se le cae una braza prendida sobre la frazada. Cama 50 reacciona a tiempo y apaga la llama con una botellita de agua.”

“Dicen que por las noches cama 47 visita a cama 41, dicen que hay besos, caricias y frotamientos debajo de las sábanas, que tortolean.”

“La reunión de consorcio ha cambiado su sede. Forman un semicírculo alrededor de cama 48.”

Lucía relata que atravesó todas las épocas del hospital: cambios legislativos, programas políticos, marchas y contramarchas, turnos, salas, momentos; una pandemia. Esos momentos, acentúa, fueron los de la escucha, porque el hospital, cuenta: es un crisol de razas y de voces.

De ahí la cosa onomatopéyica del libro (“shac, shac, chancleta contra baldosa”), la palabra deforme (Ovaricia, Laurazepam), sonidos que son, después de todo, la fonética del manicomio.

Mi interés estaba en la experiencia de la lengua. Ellas hablaban así. Y los sonidos, los ruidos, se amplifican.

¿Tendrá razón cama 27 cuando dice: “Acuso que el lenguaje humano es deficiente”?

En Locas el manicomio arma el perímetro de un espacio tiempo inabarcable, asido a un dialecto des-reglado, movedizo, inquieto.

Lucía aclara su decisión de tomar distancia de toda racionalización o posición moral, no obturar la narrativa de esas mujeres-cama.

En su bitácora poética, la emoción es vacilante. Están el horror del tufo ácido y rancio, las paredes cremita del hospicio, el zumbido en la cabeza por el shock eléctrico, la medicación, las lágrimas, el sobrepeso, pero también las palabras de cama 25 cuando después de vagar durante tres días, desesperada, regresa por una cama; “me voy a mis aposentos”, declama. Me pregunto si ahí no germina acaso una revolución.

Imposible romantizar al manicomio después de leer Locas, imposible demonizarlo. ¡Qué problema!

Los libros de Ninguna orilla están cosidos a mano. Portadas en serigrafía artesanal, en este casi de un diseño de Sofía Bohtlingk.


Escritura feminista

En cortas exhalaciones, un páramo quizá, el libro también trae a las locas de la historia, las que alcanzaron fama, podría decirse, o como señala Lucía: Las que tuvieron nombre.

Alejandra Pizarnik, Alda Merini, Aída Carballo, Camille Claudel, son las figuras espectrales que rezan junto a Santa Dymphna de Geel, la santa de los locos, conocida también como patrona de las enfermedades mentales.

El juego que propone Locas, en esa invocación sacra, es un mojón para hacer pie, detenerse a reflexionar y continuar.

Geel, ubicada en Bélgica, es una ciudad que ha implementado desde hace ya mucho tiempo el modelo de acogida comunitaria. Personas sin vivienda con padecimiento psíquico se integran en familias de acogida dejando atrás, de esta forma, la vida en el manicomio. Así se resignifica la noción de hogar, tan atada muchas veces a lo que quita, pero también ofrece el manicomio. Como dice Lucía en un momento de nuestra conversación: ¿De dónde tenés que venir para que esto sea un hogar?

Las mujeres, camas, números de Locas, imploran, junto con las locas conocidas de la historia, a la Santa de Geel. No es difícil imaginar qué es lo que están pidiendo.

También aparece en medio del libro la transcripción de un artículo médico publicado en 1768. El artículo acusa a la lectura continua de novelas, como principal causa de las enfermedades nerviosas de las mujeres.

Aunque hoy esto pueda parecer ridículo, risible incluso, permite pensar en todos los mecanismos de invalidación que han afrontado y aún afrontan un sinnúmero de identidades no hegemónicas.

Por eso a propósito de la escritura, de las mujeres que escriben y son escritas, de la poética quebrada e irreverente de Locas, surge el interrogante por el estilo, por las posibilidades de una literatura feminista.

Convenimos en que el asunto no pasa por nombrar como tal a una escritura que se conforma con acentuar los tópicos recurrentes de la agenda feminista. Menos una que solo admite ciertas identidades y se jacta de una moralina agotadora y asfixiante.

El hallazgo está en reivindicar lo que el canon califica como sucio, quebrado y desordenado; el residuo. Es que el retazo, el pedacito de cada día, lo que se produce en medio de los ratos libres, mientras los chicos duermen, hay un blanco en el trabajo, se cocina el arroz, leemos en el colectivo, en la parada, en la cola del supermercado; eso, es un estilo.

Nadie que no haya entrado a ese estilo podría haber pescado la respiración profunda y elusiva del manicomio.

Por eso Locas es, aparte de todo lo que he dicho, una muestra de escritura feminista sin pruritos.

La sensibilidad de la escucha, el uso estratégico de la rima para trocar dolor en duda.

“La voz me dijo matate. Silencio. Apoya la frente contra la mesa. Al rato le digo: ¿no habrás escuchado mal y te dijo casate? (…) Levanta la cabeza, me mira, sonríe cama 43, una sonrisa levísima me regala.”