A las seis y media de la tarde toca irse. Jorgelina se agacha y comienza a levantar la ropa que está sobre el viejo pareo rosado que sirve de lona para mostrar lo que está a la venta, y que hoy no se vendió “pero el fin de semana que viene se vende. Hay días buenos y hay días malos. Ayer y hoy fueron regulares. Hice treinta lucas en total. Salvé algo de la comida de la semana”. Se para, mira alrededor. Saluda con la mano al de enfrente que también ya se va. Se vuelve a agachar, bufando y doblando ropa para finalizar el día. Lo bueno es “que vivo en Martín Coronado. Tengo servicio de tren puerta a puerta”. Y sonríe.

“Mirá, no es muy difícil. Acá venimos los que estamos jodidos”. Habla firme, con las manos en los bolsillos, sin dolor aparente. Tiene esa certeza y la realidad se le ve en las cejas gruesas cuando mira el paisaje humano casi infinito. Se palmea el cachete: ”¡Solo me falta agarrarme dengue!” y vuelve a reírse. En el pareo hay ropa usada y algunas cosas nuevas “de una amiga que tiene un local en Coronado. Si vendo ganamos las dos, porque ella viene difícil también. Allá no se vende un carajo, así que los fines de semana soy su sucursal Chacarita”, y vuelve a agacharse para doblar todo y que ocupe menos lugar en el bolso.

Es diseñadora industrial que “al año que ganó Maci me quedé sin laburo, pero con mi marido bancábamos. De vez en cuando salía algo y parecía que repuntaba y nada. Y ese entusiasmo intermitente cansa, viste…” y se fue por el lado del comercio, compra y venta, algún diseño gráfico “pero no pagan nada. Mas que trabajo parecía hobby, laborterapia, nada útil”. Entonces se le fue amargando la vida porque “te cansás de perder, y entones todo se jode, hasta el matrimonio. Viste cómo es, cuando los problemas de plata entran por la puerta, el amor se escapa por la ventana”.

Jorgelina vive sola en una casita “con un jardín chiquito y lindo donde en tres horas voy a estar tomando mate mirando el cielo oscuro y lleno de estrellas, imaginando que me va bien, que tengo las cuentas al día, que esta noche me saco el Quini y que se vayan todos a cagar” y aunque sabe que eso difícilmente sucederá y que está endeudada, es su momento de respirar. Lejos de aquí.

Vender ropa usada tiene una rutina que se repite mucho en esta feria. Se comienza vendiendo lo que está en el placard y no se usa, luego revisando roperos de parientes, amigos, luego se tocan timbres en los edificios preguntando si alguien tiene algo para dar y “la gente dice que cómo puede ser que pidamos para vender ¿cómo creen que comemos? Yo no sé si la gente es idiota o vive en un frasco de mayonesa ¿no ven lo que pasa? ¿no ven que cada vez hay menos laburo y que todo está cada día más caro? ¿creen que es divertido andar de ciruja tocando timbres contando con el desprecio de quienes ni te ven?” y entonces ya no sonríe. Y monta en su propia cólera. Y hace recuento: es una profesional, tuvo una vida cómoda, una familia donde “por suerte no tuve hijos, porque hoy no sabría que hacer, de verdad” y de a poco la situación la llevó a los bordes, al margen. El gobierno de Macri, la pandemia, Alberto Fernández “y ahora este que terminó de joder todo de todo y parece que para siempre”.

En dos horas más esta plaza frente al cementerio de Chacarita quedará vacía, como cada domingo. Y a Jorgelina le gana una amargura sólida, depositada, resistente: “es de a poco. Primero pensás que no vas a poder, que no hay cómo, te desesperás, no dormís, te imaginás viviendo en la calle. Porque vos eras a la que le tocaban el timbre. Vos eras la que iba al mercado de pulgas, a la plaza, a ver si conseguías ropa usada y de marca en buen estado y todavía hasta peleabas el precio, y eso que por Coronado casi no se ve, pero a veces pasaban y también a veces me daba paja mirar si tenía. Ahora el juego cambió de lado y sé lo que pasa en la otra punta del cable del timbre. Y jode. Claro que jode, pero hay que bancársela, así están las cosas hoy.”

Ahora se sienta en el pasto con las piernas cruzadas. Enciende un cigarrillo, suelta el humo, fuerte, con los labios apretados. “hoy estuvo bien el clima, sol y fresco. El fin de semana pasado estaba insoportable el calor. Así es este trabajo. Hay días que traés todo, tomás el tren, pagás el pasaje que está carísimo y al rato llueve y te vas puteando. Todo mal. Porque llegás, sacás las cosas, las desarrugás como podés, las acomodás por colores para que se vea mejor que los que ponen todo tirado, y se larga a llover. Todo mal” y de golpe llega a la conclusión de que cuando no llueve pasa mucho tiempo sentada, o parada, mirándose ahí, sintiéndose rara, fuera de lugar, extrañando aquel momento en que era a la que le tocaban el timbre y “entonces pienso en cómo fue que pasó, que hice tan mal, en qué momento empecé a resbalar para abajo hasta llegar acá y después pienso que menos mal que hay esto, que hay este acá para salvar la comida de la semana porque con el otro trabajo apenas si pago las cuentas”.

Mientras termina de acomodar el bolso enciende otro cigarrillo, y llega -una vez más- a la conclusión de la que va y vuelve a lo largo del día, porque “yo se que no es que hice algo mal, sino que todo se fue al carajo y yo con todo. Pero siempre te queda eso que es como una culpa, que no tiene sentido pero así se siente y sé que no, pero bueno, en qué me equivoqué, y así...”

Jorgelina recuerda cuando perdió el trabajo y se lo contó a su papá, que todavía vivía. Estaban comiendo un asado en su casa “y le dije que esto era lo peor que me podía pasar, tener que salir a buscar trabajo de nuevo, era un drama” entonces se sonríe de lado y se acuerda de lo que le dijo él: “shhhh…tranquila, todavía no es tan grave tu situación. Para abajo siempre hay lugar”.