El hundimiento del submarino nuclear ruso Kursk en el mar de Barents, ocurrido el 12 de agosto de 2000, y que costó la vida a 118 tripulantes, es la más conocida pero no la única tragedia de sumergibles registrada después de la Segunda Guerra Mundial.
La nave, munida de dos reactores pero sin armas nucleares, tenía 155 metros de largo, era de la clase Oscar II, los mayores submarinos de ataque o cazadores de la historia naval, y fue izado mediante 26 potentes grúas en una operación que se extendió desde octubre de 2001 a junio de 2002.
Nunca fueron definitivamente aclaradas las causas del desastre, sobre el que se tejieron hipótesis que fueron desde la colisión con un submarino de otra bandera hasta un desperfecto en un torpedo.
También en la era postsoviética, pero el 30 de agosto de 2003, se hundió el submarino K-159, con 10 miembros de la tripulación –uno de los cuales pudo salvarse–. Como había sucedido con el Kursk, el hundimiento se produjo en las aguas del mar de Barents, en el océano Ártico.
En ese caso, el accidente fue atribuido a un desperfecto en el sistema de flotación de la nave causado por una tormenta.
En cuando a la Marina estadounidense, el accidente que se cobró más vidas fue el hundimiento del submarino USS Thresher, que en 1963 causó la muerte de sus 129 tripulantes. Se hundió en el océano Atlántico a 2.560 metros de profundidad por fallas nunca aclaradas por completo.
En abril de 1970, el submarino soviético K8 se hundió con 52 tripulantes en el Golfo de Vizcaya, en el Atlántico norte, tras sufrir una serie de incendios.
Dos años antes, en 1968, el submarino nuclear USS Scorpion de Estados Unidos se había hundido con 99 tripulantes a unas 700 millas de las islas Azores en el Atlántico, a más de 3.400 metros de profundidad, sin que se dieran a conocer jamás las causas de la tragedia.