El ruido del chorro sobre el agua del inodoro le sonó a gloria. Recién ahí pudo percibir que tenía la camisa empapada abajo del pulóver.
Sonó el despertador. Lo apagó entredormido, despertó a su mujer y se sentó en la cama. Por la persiana se escurrían los primeros rayos de sol, los pájaros empezaban con sus trinos, y el fresco del otoño se percibía en la habitación. Clara empezó a preparar el desayuno mientras él apuraba a los chicos para que no llegaran tarde a la escuela. Los despidió en la puerta, tomó unos mates y se comió un bizcocho. Hoy tenía una reunión importante con el Senador Departamental.
Se vistió con esmero, consultó al espejo y subió a su Vespa gris.
A dos cuadras lo paró la Tere, la de la librería, cansada de pedirle a Quiroga que dejara de quemar las hojas porque el humo se metía al negocio y le arruinaba la mercadería.
—¡Qué ganas de joder con eso de la quema! —.
Una costumbre que está muy metida en la gente y andá a hacerles entender que eso no va más. Le prometió hablar con Quiroga ese mismo día y siguió.
Tres cuadras más adelante lo vio al Tito, haciendo señas con los brazos como si pidiera auxilio.
—Pará, pelado, pará. Los de la cuadrilla engancharon un cable y desde anoche que no tenemos luz.
—¿Cómo que no tienen luz?
—Estaban podando y al gringo se le fue la escalera. Decí que desconectaron una sola fase. Somos cuatro casas sin luz y la despensa de la Delia.
Repasó en su mente los personajes que integraban la cuadrilla que había heredado de la gestión interior y no tuvo dudas de que cualquier cosa podía pasar. Quedó en llamar a la Cooperativa de Serodino cuando llegara a la oficina y siguió.
Cuando estaba cruzando la plaza lo vio al Seba, con el delantal blanco desprendido, jugando un fulbito con tres o cuatro más.
—¿Qué haces acá a esta hora?
—La profe de matemática faltó y tenemos dos horas libres.
—Pero no podés, mejor dicho, no pueden salir de la escuela porque no está la profesora.
—Nos fuimos para el quiosco del patio y la puerta estaba sin llave.
—¡Vuelvan ya! Antes de que la directora se dé cuenta.
Todavía mascullando palabrotas mientras pensaba en las autoridades de la escuela, en la maestra, ¿nadie se había dado cuenta?, siguió su camino.
La próstata lo tenía a mal traer pero no podía evitar a sus vecinos, que lo conocían de toda la vida, y decirles: discúlpame, me estoy meando. Ahora era la autoridad, el presidente de la comuna elegido por el pueblo. Ya había empezado a sudar de tanto aguantar.
Faltaban unas pocas cuadras. Cerca del paso a nivel vio al viejo Chiarotto caminando con su bastón en dirección a las vías. Otra vez se había escapado de la casa.
Sentía el sudor corriéndole por el cuello, la frente y hasta las ingles empezaban a mojarse pero no lo podía ignorar. Se acercó, le habló, repitió varias veces las mismas frases hasta lograr que el hombre levantara la cabeza y lo mirara, dejó la motoneta a un costado y tomándolo del brazo lo acompañó hasta la casa.
Por fin llegó a la Comuna. Cuando ya veía la puerta del baño al final del pasillo, se le cruzó Claudia.
—Señor Quaglia, el señor es el senador departamental.
Le dio la mano, intentó esbozar una sonrisa, pero la urgencia era mucha. Los empujó suavemente a su oficina, le dijo a Claudia que le sirviera un café y prácticamente voló hasta alcanzar el picaporte. Por suerte estaba desocupado.