Dios ha bajado para no subir nunca más. Aquí en el firmamento será un espectro. Una mina de oro no descifrada. Andará como si nada. No lo reconocerán. Su luz primigenia no alumbrara más que una columna led de la Avenida.

Los pastores, los sacerdotes, los fervientes creyentes no podrán identificarlo. Ira a misa, a los templos, se sentará como cualquier persona y no podrá ser descifrado. Dios ha bajado, pues estaba arriba. Desolado en un trono imaginado por almas desesperadas y conformistas.

Ha decidido bajar para ser encontrado. Quien lo halle se encontrará a sí mismo, decían por ahí. Como en un espejo, donde relucirá la imagen propia y al fin, esa disociación existencial, quedará amputada a un concepto, diríamos armonioso.

Dios ha bajado entre la raza humana para interpelarla, desde el anonimato. Al ser espectro, no se percibe hombre ni mujer. Es la esencia de lo que ha creado o imaginado en el origen edénico. Ningún ímpetu lo resguarda de la conflictiva social. Anda de aquí para allá. Como un turista en una ciudad convulsionada.

¿Por qué ha decidido bajar a estos territorios inhóspitos? No fueron los suplicios, no fueron los ruegos, no fueron los agradecimientos. Quería experimentar, dos mil años después, qué destino le depararía su estadía en la tierra entre la raza humana.

Aquella vez, terminó crucificado como un paria. Entre ladrones. Juzgado ferozmente por la moralidad dominante. Dios ha bajado una vez más. Los días transcurrían y nadie podía identificar su presencia. Era un anónimo en una sociedad anónima.

Luego de algún tiempo, se cansó de esta forma de vida terrena y se esfumó como un remolino en su vehemente zumbido. Dios ha estado entre nosotros y nadie lo pudo ver.

Osvaldo S. Marrochi