“Hablé casi siempre de amor porque hablarlo todo (sobre el amor) es imposible”, explicó Roberto Carlos previo a cantar “Cóncavo y convexo”, temazo que recurre a la física para describir la manera en que dos personas encajan. Desde que la canción fue lanzada hace 40 años, el relato que la sostiene ganó en sustancia hasta trascender la brillantez. Pese a su fuerte arraigo popular, el astro brasileño nunca subestimó a la masa que lo escuchó. Y es que si hay un rasgo que atraviesa a su incalculable cancionero es la metáfora, por más que a veces ni siquiera él entienda lo que significa. Tal como sucedió con “El gato que está triste y azul” (compuesta por los italianos Gaetano Savio y Giancarlo Bigazz), porque, según él mismo contó en la noche del lunes en el Movistar Arena, nunca vio a un gato azul.

La confesión no provocó ninguna alteración en la fuerza de gravedad que sostiene a su obra. Su simpleza y sencillez para decir y cantar su verdad son el cordón umbilical que lo mantuvieron conectado con las 11 mil personas que asistieron a este regreso. Por eso tampoco es fortuito que uno de los mejores defensores de la historia del fútbol se llame Roberto Carlos en su honor, al igual que una de las figuras de la vanguardia musical estadounidense: Helado Negro (su nombre de pila es Roberto Carlos Lange). Casos como ésos abundan sobre la faz de la tierra. ¿Quién no tarareó alguna vez una canción suya? Su vigencia es tal que, al menos este año en la Argentina, Kevin Johansen revisitó “Amada amante” para su disco Quiero mejor (contó con la bendición del artista), y Estelares versionó “El gato que está triste y azul”.

A un lustro de su anterior paso por acá, el músico brasileño se presentó por primera vez en el predio de Villa Crespo. Aunque dudaba de si había estado antes ahí. Su relación con la ciudad es tan entrañable que todo le parece familiar. De hecho, cerca del final del recital recordó que Buenos Aires fue el trampolín para darse a conocer en el resto del mercado hispanohablante. A sus 83 años, Roberto Carlos fue una de las estrellas de pop octogenarias que actuaron en la capital porteña en los últimos meses. Así como sucedió con Paul McCartney más recientemente y con Tom Jones en abril, el espírito-santense se mostró vivaz. Su notable sentido del humor le inoculó además altas dosis de contemporaneidad a dos horas de show que tuvieron de todo.

Si bien al entrar al recinto los acomodadores del estadio recibieron al público con rosas rojas, no se trató de un show romántico. Ni nada por el estilo. El artista hizo un repaso ponderado no sólo de sus hits (lo que ya es todo un acierto al sumar por los menos unos 250), sino también de los estilos por los que se paseó en 60 años de trayectoria. Luego de que su banda lo estuviera esperando en el escenario, la oscuridad que envolvió al lugar dio pie para la proyección de un video en las dos pantallas que colgaban sobre el tablado que repasaban en imágenes la carrera del ídolo. Esto sucedía mientras se orquestaba un popurrí con algunos de sus éxitos. Entonces una voz en off anunció el ingreso del “Rey de la música latina”.

El repertorio levantó anclas con una versión más jazzeada de “Emociones”, con el artista en plan de crooner. Y le secundó la balada “¿Qué será de ti?”, cuya efectividad la puso a prueba una pareja que se atrevió a bailar este lento en medio del campo. Tras generar el primer arrebato de euforia con “Cama y mesa”, Roberto Carlos se sentó en una silla, ubicada en el centro del escenario, desde la que cantó “Detalles”, que arrancó en portugués y siguió en español. Secuencia que repitió en otros pasajes del recital. Hicieron el véspero “Desahogo”, al tiempo que una mujer le contaba la historia detrás de la canción a su amiga. Sonó la bossa nova “Mujer pequeña”, dedicada a su madre, antecedida por su hit “Lady Laura”.

Roberto Carlos presentó “Propuesta” explicando que es una de las canciones que aborda abiertamente el sexo en su repertorio, en tanto que en “El gato que está triste y azul” sacó a relucir que no tiene traducción al portugués. En el medio rescató su éxito nuevaolero de 1965: “Mi cacharrito”. Volvieron a bajar un cambio con “Ese tipo soy yo”, y arremetieron con “La distancia”. Algo así como un puñal devenido en canción. Introdujo a los 11 músicos y dos coristas que participan en su banda con un esbozo de canción que invoca a las big bands y en la que incluso mechó “Tutti Frutti”, clásico de Little Richard. Y luego desarrolló una versión a “su manera”, como bien advirtió, de “El día que me quieras”, de Gardel y Le Pera. Aunque con un arreglo que lo acercaba más a las formas bolerísticas de Armando Manzanero.

Desenfundaron “Amigo”, otro temazo, y cuando el legendario cantante interpretaba “Jesús Cristo” de pronto el campo se desmadró, y ese fandom veterano se abalanzó hacia el borde del escenario. Como si fuera un mandato divino. Y entonces el artista salió por primera vez de escena. Al volver, el baterista de su grupo golpeó los tambores de su instrumento desatando la obertura épica de la oda barroca “Amada amante”, pero sin la intensidad de 1971. Más tarde sonó “Un millón de amigos” (sólo la música), y Roberto Carlos volvió a los camarines. Hizo un bis más, “Solamente una vez”, bolero del mexicano Agustín Lara, y se despidió nuevamente al son de “Un millón de amigos”. Algo que, pese a esa vida cargada de sinsabores, nunca dejará de tener. Acá, allá, donde sea.