La forma oculta en la piedra. Una existencia atrapada, hija de unas condiciones materiales prexistentes. Una forma de vida condenada a nacer en ellas, heredera de un escarnio contra sus pulsiones, echada a la vida en el seno de las contradicciones más críticas, puesta a latir en la encrucijada de sus deseos y los del amo, munida de la tortura de querer, a la sombra de la espada del beneficio ajeno. Esclava. La forma humana compelida al riesgo de su propia existencia para dar con su propia existencia.
¿Acaso no hemos sido lanzados al deseo de vivir por el cual debemos poner en juego el propio organismo que lo sustenta? ¿No estamos en el borde de un absurdo peligro de extinción obligados a la crueldad de las batallas si es que aún queremos tener la oportunidad de una existencia? El estado de latencia frente a esta realidad inobjetable no hace más que confirmarlo. Atracción y repulsión. Hambre y miedo. Miguel Ángel esculpe sin piedad, sin ahorrar en violencia dramática, las fuerzas que expresan el instante en las profundidades de esta lucha en la que estamos desde que existe la memoria, la letra, la actuación, al parecer detenidos, sin dudas tensando cada músculo para expulsar los restos de una carga espantosa de nuestros cuerpos. Los ojos furiosos, las caderas plegadas buscando el punto de apoyo para palanquear la desesperación.
Miguel Ángel los condenó a un medio parto, a llevar el signo en el tiempo como versión de quiénes somos y qué estamos haciendo aquí y ahora. Miguel Ángel asomó un canal de nacimiento. Escuchó en la roca el grito sagrado del feto que aún somos como especie, como especímenes deseosos. Ejecutó con maza y cincel el gesto liberador, el ejemplo de su minería plasmada con fuego en la materia fría, mármol espejo de nuestras duras condiciones de existencia, duro con la piedra, duro con nosotros para siempre, espejo de nuestra obligada tragedia, resplandor del trance farragoso que aún tramitamos más o menos disimulando, más o menos negando, más o menos encandilados por el mármol como tal, como piedra del decorado abyecto, como brillo que no es más que cartón pintado. Golpe al decorado, media exposición del más atrás, del más allá al que aspiramos, por el que todavía respiramos como primer impacto con la naturaleza, el aire que al pasar por nuestras cuerdas nos descubre como algo más, como materia orgánica que al rozar con los elementos, quiere ser voz.
El reciente estreno de mi obra de teatro Piedra infinita, que dirijo junto a Antonella Pais, me permitió poner en juego estas impresiones que de alguna u otra manera estuvieron siempre presentes en mis trabajos de investigación y dirección, luego de que hace casi 30 años tomé contacto con la escultura Esclavos, a partir de un libro que me mostró Pompeyo Audivert en una de nuestras innumerables charlas en El Cuervo. El dramatismo en esas piezas me acompañan siempre, con la vívida sensación de que esos seres están ahí, lejos y fuera de mi vista, pero siempre luchando por surgir, por limpiarse, avanzando contra la jaula de piedra. Es para mí una línea de comprensión sobre la instancia humana, y más precisamente sobre las fuentes de la producción poética, la forma más precisa, precisamente forma, de merodear una explicación a esta pulsión dramática por expresarse en estos términos. Liberar la forma oculta, mediante mecanismos formales, técnicas de golpe, sudor, ruptura, mugre, limpieza. Trabajo. Trabajo liberador. Trabajo liberado. La escultura, la obra, el poema, resplandecen en el frente de lucha por un trabajo verdaderamente humano, de pertenencia, de entrega, de profunda identidad singular y colectiva.
Nuestra Piedra infinita ya respira, ya aspira a esa condición teatral de sudor compositivo. Con maza y cincel, con casco y sol de noche, nos sumergimos desvalidos, humildes, desfachatadamente, en la roca de nuestras propias existencias maniatadas por el frente histórico universal, y por la coyuntura social trágica de nuestro territorio, para vernos una vez más, para ofrecernos otra vez, como piezas dramáticas en el seno de una lucha por la vida. Allí buscamos siempre, las actrices y los actores, tallar la actuación. Montar nuestro teatro en la zona crítica y desgarradora. Atravesar los elementos del aquí y ahora, del país, como escenas ya ridículas de nuestro tránsito hacia la patria del trabajo liberado. Trabajamos duro en la total intemperie, marginados y abandonados por el Estado partera, soplados por el viento de esos ecos de voces que emergen en nuestro reverso. ¿Roca, esclavos o cinceles?
Nuestra versión libre de La tragedia de Julio César es más bien otra versión sobre quiénes somos, una posible y momentánea que podemos ahora ofrecer para merodear en el hecho teatral, tallado concreto, la instancia indefinible de nuestra coordenada en ese impacto: cincel-roca-esclavo. Atinamos a muñirnos de Shakespeare, de Miguel Ángel, de nuestra experiencia técnica acumulada, para movernos, drenar un poco la presión de esas voces, avanzar algo en este paisaje trágico y miserable, agitar la necesidad de seguir luchando, seguir y seguir naciendo.
En lo personal, creo haber visto eso aquel día en el libro de fotos de esculturas. Una línea, una dirección, un sentido. Una letra para hablar, para acercarme un poco y con mucho trabajo a la posibilidad de aportar desde este margen unas versiones poéticas sobre el porqué de las pasiones, con mis compañeras y compañeros de teatro, siempre.
Andrés Mangone es actor, director y docente teatral. Se formó el Teatro-Estudio El Cuervo de Pompeyo Audivert, donde además trabajó como docente e investigador. Actuó y dirigió en más de veinte producciones del estudio junto a Audivert, entre las principales Carne patria, Museo Ezeiza 73 y El Farmer. Fue director de La partida de caza, Puente roto, Víctimas del deber y la creación colectiva La Plebe, con motivo de los 200 años de la Revolución de Mayo. Actor en Antígona Vélez (2011) y La farsa de los ausentes (2017), co-director del libro colectivo Insomnio Pizarnik. Es uno de los fundadores de Entrenamiento Actoral La Forma, donde además se desempeña como coordinador y docente, junto a Antonella Pais. Desde dicho espacio y junto a Pais, presentan Piedra infinita, versión libre de La tragedia de Julio César, de Shakespeare. Todos los domingos a las 20, en la sala Belisario, Av Corrientes 1624.