La novela El día del chacal, publicada en 1971, fue el emblema de una época. El novelista británico Frederick Forsyth condensaba en un thriller conciso y poderoso la amenaza de los nuevos grupos de derecha que entonces jaqueaban un orden global en tensión como preámbulo de la crisis del petróleo que definiría la década venidera. La historia narraba la venganza del grupo terrorista OAS (Organisation de l'Armée Secrète) contra lo que ellos definían como la claudicación del presidente Charles De Gaulle en la guerra de Argelia. 

El elegido como instrumento del asesinato político no era un "patriota" sino un asesino a sueldo, un hombre frío y meticuloso cuyo nombre en código era más que sugerente: El Chacal. La fama que lo precedía era el asesinato del dictador dominicano Rafael Trujillo en 1961. Quizás ese apodo era el mayor rasgo poético que se permitió la prosa seca de Forsyth y que dejó lugar a una ligera ironía que cruzaba el relato junto a una cruda evaluación de los tiempos. 

Apenas dos años después, la historia llegó al cine: Fred Zinnemann, aquel de las metáforas políticas bajo el paraguas del western como A la hora señalada (1952), o de los melodramas de guerra como De aquí a la eternidad (1953), resultó el encargado para encontrar el lenguaje equivalente para el cine, el pulso certero para aquel árido retrato de un mundo sin moral.

El día del chacal, la película, se nutrió del estilo de los thrillers de impronta documental que habían surgido hacia fines de los 60 como antídoto a una década de exploración estética y de nuevos rumbos para las industrias cinematográficas. Ambientada en los tempranos 60 a través de varias fronteras europeas, recobraba el mismo clima de expectación que la novela, en tanto la historia de De Gaulle y la OAS ya estaba escrita. ¿Qué suspenso se podía generar con algo que ya sabíamos cómo había terminado? En ese sentido, la operación era similar a la que habían hecho Richard Fleischer con la historia del estrangulador de Boston, y Costa Gravras con el asesinato del diputado Grigoris Lambrakis, hechos reales que dieron origen a narrativas ficcionales bajo un pulso realista y severo, en dos películas claves como El estrangulador de Boston (1968) y, por supuesto, Z (1969). Ahora De Gaulle era apenas una sombra elidida en el fuera de campo, y la tensión de El día del chacal conjugaba la tarea profesional de un asesino y la de sus perseguidores, un excelso detective francés y una comitiva de militares a cargo de operaciones a menudo reñidas con la legalidad.

La asombrosa actualidad de "El día del chacal"

Cincuenta años han pasado de aquella historia, de la publicación de la novela y del estreno de la película. ¿Qué vuelve a hacerla atractiva para el mundo contemporáneo? Más allá de la fiebre de remakes y la incansable búsqueda de material viejo para el recicle en nuevas producciones, El día del chacal exuda una actualidad asombrosa. Y es sobre esa premisa que el novelista irlandés Ronan Bennett, guionista de Enemigos públicos de Michael Mann y creador de varias series británicas, entre ellas la excelente Top Boy, ha decidido reimaginar la original escritura de Forsyth en el presente. 

Su historia no se sitúa en aquella Europa convulsa de la Guerra Fría, sobre la estela del atentado fallido al presidente De Gaulle por parte de la OAS, que dio pie a ficcionalizar un nuevo intento de asesinato, sino en el mundo de hoy, definido por las redes sociales y las fortunas virtuales, donde el poder no está en los líderes políticos sino en los millonarios de las tecnologías, y también por un asesino invisible que puede dar el golpe maestro en cualquier momento.

Con fecha de estreno para el próximo viernes 15 de noviembre en Disney+, la rebautizada El Chacal tiene nada más ni nada menos que a Eddie Redmayne como el asesino implacable, un hombre de apariencia frágil y anodina, con su pelo claro y su rostro pecoso, al que descubrimos en la primera escena bajo una máscara de látex y el atuendo pesado de un conserje alemán. Estamos en Berlín y se ha puesto en marcha su próxima misión: el asesinato de un líder de la nueva derecha en plena campaña para convertirse en canciller. 

¿Cambió algo en los últimos 50 años?

Para este nuevo chacal tampoco hay compromisos políticos ni afinidades emocionales, solo una transferencia millonaria que deberá concretarse cuando el trabajo esté terminado. La planificación es compleja: exige no solo disfraces e identidades sustitutas, sino una serie de crímenes aledaños que sitúan a la presa en el ojo perfecto de su mira telescópica. Luego llegará la huida, la eliminación de los rastros, el pasaje furtivo a una vida escondida en algún otro rincón del mundo.

Pero como ocurría con el rubio chacal de los 70, interpretado por el gélido Edward Fox -intérprete del novio desangelado de Julie Christie en El mensajero del amor, elegido por Zinnemann justamente por su apariencia poco distintiva-, el nuevo asesino encontrará su némesis. En el original era un funcionario del sistema policial francés, un detective profesional y meticuloso encarnado por Michael Lonsdale. Un hombre de traje y corbata, aficionado a las palomas mensajeras, que se tomaba en serio su trabajo: encargaba el seguimiento de los pocos cabos sueltos que dejaba El Chacal, recogía informes sobre los movimientos de la OAS en Italia, y aprovechaba los resultados de la inteligencia militar francesa, que había recibido sus enseñanzas en las excursiones imperiales en Argelia e Indochina. No era un obseso sino un concienzudo profesional, guiado menos por el reconocimiento que por el deber de hacer cumplir la ley. Ese personaje, que en la película de Zinemann aparece recién transcurrida una hora de relato, en la serie se convierte en una agente del MI6 interpretada por Lashana Lynch.

Como en varias de las recientes narrativas de espías, la historia se escribe en forma de péndulo, un juego de gato y ratón, de perseguidor y perseguido, dos eslabones de una misma cadena que tiende a contraerse por más que se estire al límite a lo largo de la persecución. Bianca (Lynch) asoma a la primera línea de seguimiento del misterioso francotirador que ha convulsionado Berlín casi por casualidad. A través de las imágenes de las cámaras de seguridad y los testimonios de los policías de la escena del atentado en Alemania, Bianca descubre que el arma utilizada era especial, fabricada por un artista único, un hombre inglés sobre el que ella tiene un informante. 

Su ascenso en la investigación del caso, movido por la intuición pero también por una ambición subterránea que va tomando posesión de su identidad, la conduce a una zona fronteriza en la moral. ¿Qué es capaz de hacer para atrapar a su presa? ¿Extorsionar, engañar, torturar? ¿Poner vidas inocentes en peligro? ¿Lo mismo que hicieron los partidarios de De Gaulle para defender un presidente constitucional de las garras de los extremistas disfrazados de patriotas? Esas son las respuestas que la serie se atreve a indagar para demostrar que nada ha cambiado demasiado en estos cincuenta años.

Nuevos tiempos, nuevos métodos

Los desafíos de la serie eran muchos. No solo medirse con una historia que tuvo fuerte arraigo en su época, que marcó una impronta duradera para la ficción de espionaje nutrida de la realidad geopolítica de su tiempo, sino también aggiornar sus métodos, reacomodar sus personajes y el funcionamiento narrativo a una era con redes sociales, cámaras de vigilancia en las ciudades, nuevos centros de poder y visibilidad pública. En una entrevista con Vanity Fair, los productores ejecutivos Gareth Neame y Nigel Marchant revelan que el mayor desafío en la adecuación de la novela al presente tenía que ver con pensar la ubicuidad del personaje en un mundo mucho más controlado que el de los años 70. 

Ya no alcanza con cambiar una fotografía del pasaporte, teñirse el pelo de castaño o ponerse un sombrero diferente. "Hace cincuenta años todos eran un poco invisibles. Ahora nos fotografían y graban en video todo el tiempo, así que ¿cómo puede esta persona ser camaleónica? ¿Cómo puede cambiar su identidad tan fácilmente?", se interroga Marchand. Y ahí es donde entra el trabajo de maquillaje, prótesis de látex y múltiples disfraces que convierten a Eddie Redmayne en una especie de Ethan Hunt de Misión imposible, cambiando de rostro y postura para despistar, de vestuario y maquillaje para pasar desapercibido. Sin embargo, en esa construcción de un otro permanente, es su verdadera identidad la que se hace intangible. ¿Quién es cuando no es "El Chacal"?

Y allí es cuando la serie ensaya la humanización de sus personajes, otorgando a cada uno de ellos una vida fuera de la órbita del espionaje y los tiroteos, de los asesinatos por encargo y las persecuciones febriles. En la película de Zinnemann, ese hombre sin nombre tampoco tenía una vida personal: sus movimientos en la película comenzaban con la misión de descubrir el flanco débil de la seguridad de De Gaulle, sus contactos eran colaboradores remunerados por sus tareas (como el diseñador del arma), o descartados cuando su codicia se convertía en un obstáculo. Su lugar de residencia era una habitación anónima y su destreza se circunscribía a la mira telescópica y a la capacidad de escurrirse ante la escrupulosa atención de sus captores. El nuevo El Chacal es también Charles, y fuera de su tiempo dedicado a cometer asesinatos por encargo y abultar sus depósitos en cuentas en paraísos fiscales, lo dedica a un mundo familiar secreto que, a la larga, será su punto débil (donde juega un rol clave la provincia de Cádiz y la presencia de la española Úrsula Corberó).

También Bianca tiene una familia a la que deja abandonada en la mesa familiar o somete al peligro de una revancha, siempre que su trabajo se lo exija. Esas identidades dobles, entre la exigencia profesional y el anhelo de un espacio personal y afectivo, los acercan y convierten en las dos caras de una misma moneda. ¿Quién entiende mejor a Charles cuando esa vida prometida se resquebraja ante una indebida sospecha o una injusta intromisión que Bianca, aterida por el riesgo que corre su hija cuando su domicilio privado es descubierto por sus enemigos? No solo los villanos se humanizan y los héroes se oscurecen, sino que el mundo en el que se mueven es menos predecible que antaño. 

En los 70 todavía las estructuras partidarias y la fe en la democracia ofrecían una posible seguridad a la hora de enfrentar a un sicario solitario financiado por grupos terroristas. En el mundo del presente, el dinero circula a uno y otro lado, y los crímenes del chacal pueden ser contra un político de la ultraderecha, un filántropo ecologista o un emprendedor que promete transparencia para las finanzas globales. Todos revolcados en un merengue, y en el mismo lodo todos manoseados, como diría Discépolo.

La serie se estrena en Estados Unidos apenas unos días después de las elecciones presidenciales que vienen desde hace semanas marcadas por un clima de consistente violencia: denuncias de fraude, intentos de asesinatos políticos, francotiradores en plena campaña. Sin referir explícitamente a un crimen político, El Chacal intenta pensar el mundo contemporáneo desde formas de violencia que son tan impactantes justamente por estar naturalizadas en el imaginario colectivo de este tiempo. 

Mientras El Chacal prepara su arma y su fuga, las propias fuerzas de seguridad siembran el caos y desatan una matanza colateral para seguir su pista. Para ese hombre invisible, el alimento principal son los ceros que se suman a su cuenta fantasma en alguna isla del mundo, y ese dinero que compra una vida protegida es el que están dispuestos a pagar las grandes corporaciones para seguir operando de manera invisible sin ser regulados. "¿Cuánto cobra de salario?", le pregunta un oficial del servicio secreto a Bianca para corroborar que el descalabro de una operación no fue motivado por la misma financiación de El Chacal. Ceros, ceros y más ceros, de un lado y del otro, una moral permeada por ese mismo dinero que decide asesinatos y liderazgos, ganadores y perdedores de un mundo en ruinas.