Dublín nunca fue mi Dublín, lo cual lo hacía aún más tentador. Nací en Wexford, una pequeña ciudad que entonces era más pequeña y más remota, aislada en su propio pasado. Mi cumpleaños cae en 8 de diciembre, el día de la Inmaculada Concepción; esto siempre me ha parecido un ejemplo de lo risible e impreciso que puede ser el cielo con las fechas de los nacimientos. Antes, el día 8 era tanto una festividad religiosa como un día de fiesta en el que la gente de las provincias iba en masa a la capital a hacer las compras de Navidad y maravillarse de la iluminación navideña. Así que mi regalo de cumpleaños en años sucesivos durante la primera mitad de los cincuenta del siglo XX fue un viaje en tren a Dublín, con el que yo pasaba meses soñando; a decir verdad, sospecho que empezaba a soñar con la excursión del año siguiente en cuanto llegaba a su fin la de ese año.
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Dublín, por descontado, era lo más opuesto a lo ordinario. Dublín era para mí lo que Moscú para Irina en Las tres hermanas de Chejov, un lugar de promesas mágicas que mi alma joven y hambrienta anhelaba sin cesar. Yo era más afortunado que Irina, pues el viaje de Wexford a Dublín era relativamente corto, y podía hacerlo con agradable frecuencia. Que la propia ciudad, el Dublín verdadero, fuese en esos años cincuenta golpeados por la pobreza un lugar gris y sin gracia no enturbiaba mi sueño, y soñaba con él incluso cuando estaba allí, de modo que la realidad mundana se transformaba sin cesar ante mis ojos en pura novelería; no hay nada más novelesco que un niño pequeño, como Robert Louis Stevenson sabía perfectamente.
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¿Cuándo se convierte el pasado en pasado? ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que algo que ocurrió sin más empiece a emitir el brillo secreto y numinoso que es la marca del verdadero pasado? Después de todo, la visión resplandeciente que llevamos con nosotros en la memoria fue una vez solo el presente, aburrido, cotidiano y totalmente anodino, menos en esos momentos en los que uno acaba de enamorarse, pongamos por caso, o le ha tocado la lotería, o el médico le ha dado malas noticias. ¿Cuál es la magia que obra sobre la experiencia, cuándo se consigna el laboratorio del pasado, para bruñirla y conformarla hasta darle un acabado brillante? Estas preguntas, que en realidad son solo una, me han fascinado desde que, de niño, hice el impresionante descubrimiento de que la creación consistía no solo en mí y mis accesorios –mi madre, el hambre, una preferencia por la sequedad ante la humedad-, sino en mí por un lado y el mundo por el otro: el mundo de las demás personas, de los demás fenómenos, de las demás cosas.
Digamos que el presente es donde vivimos, mientras que el pasado es donde soñamos. Aunque, si es un sueño, es sustancial y nos sostiene. El pasado nos mantiene a flote, es un globo aerostático atado a tierra que nunca deja de hincharse.
Y, no obstante, vuelvo a preguntarme, ¿qué es? ¿Qué transmutación debe sufrir el presente para transformarse en el pasado? La alquimia del tiempo obra en un abismo brillante.
* Fragmentos de La alquimia del tiempo: Un memoir dublinés, un recorrido entre la memoria y la guía íntima de Dublín y sus artistas de John Banville, que acaba de publicar Alfaguara.