Cena de amigos. Comida rica, charla amena y un buen vino.

-Contanos la historia de tu suegra- pidió Ana. A ella le gustan mis anécdotas.

-Ah, ¿ustedes no la saben?- Pasee la mirada y vi los ojos anhelantes de los que se disponen a escuchar una historia. No les hice mucho prolegómeno y fui al grano.

Mis suegros vivían en Chile, pero una vez vino a visitarnos sólo mi suegra Sara y tuvimos una charla a corazón abierto. Sara pudo decirme a mí lo que llevaba cincuenta años guardado.

-Yo tuve un amor que fue el amor de mi vida. Nos conocimos en el pueblo donde ambos vivíamos. Ni bien mi familia se enteró de que estábamos noviando, se armó una bronca monumental. Mario no era judío y mis padres se opusieron terminantemente a que siguiera viéndolo. Ni siquiera se molestaron en conocerlo. No era del palo. Suficiente para ser considerado un indeseable. Mario y yo sufrimos mucho. ¿Sabés lo que hacíamos? Dábamos vueltas a la plaza del pueblo para vernos pasar. Una y otra vez. Nos mirábamos. Nos deseábamos, pero ni nos rozábamos. Cada pasada se me hacía más dolorosa. Sentía que me punzaban el cuerpo con espinas que se clavaban más y más hondo. Hasta que no aguanté y me prometí a mí misma que me casaría con el primer judío que cayera por el pueblo.

Yo movía los ojos entre los comensales y veía que algunos masticaban sin despegar la vista de mí. Otros habían dejado los cubiertos. Las historias son mágicas cuando te atrapan en sus redes. Uno no quiere soltarse. Seguí hablando.

Efectivamente Sara se casó con el primer judío que encontró que terminó siendo mi suegro a quien pude querer y hasta cuidar amorosamente hasta el final, pero ese día, al conocer la génesis de su unión, yo empecé a entender muchas cosas. Sara quiso escapar del pueblo y del suplicio que significaba ver a Mario todos los días sin poder siquiera escuchar su voz.

Le pregunté si había sabido algo de él. Me dijo que vivía en Capital. Ahí me empezó a galopar el corazón a mí.

-¿Aquí? ¡Tenemos que encontrarlo!

Sara se sobresaltó. Creyó que deliraba, pero yo tengo esa convicción de que todo tiene un por qué. Si ella me estaba contando su historia de amor fallido en ese momento, por algo era.

Estoy hablando de tiempos de teléfono fijo y guías telefónicas. Allí fuimos. Recorrimos la página buscando a Mario y, crease o no, encontramos uno solo con ese nombre y apellido. ¿Sería él? Había que ver cómo se le había puesto la piel a mi suegra. Tenía la cara enrojecida como una nena después de haber corrido y a mí me parece que le sentía el corazón latiendo como un timbal.

-¿Lo llamamos?

-No, no. ¿Qué le vamos a decir?

-No sé. Ya se le va a ocurrir algo- yo la trataba de usted, como se usaba en esa época.

Ese día no quiso, pero al siguiente cobró coraje y me pidió que lo hablara yo. Disqué temblando. Sentía que estaba rompiendo un silencio inconmensurable. Me desilusioné porque atendió una mujer. Preguntó quién era. Se lo dije y pedí hablar con Mario. Mi interlocutora cambió su tono de voz enseguida. Se puso hosca, casi agresiva. Me di cuenta de que algo sabía.

-Mario no está.

Volvimos a intentarlo y esta vez sí Mario contestó. Yo le pasé el teléfono a Sara. Ella me iba repitiendo en voz alta la conversación pidiendo ayuda.

-Dice que quiere verme.

-Decile que sí.

-¿Dónde?

-En la esquina de Santa Fe y Juncal.

-¿A qué hora?

-¿A las cuatro?

Quedó arreglada la cita para el día siguiente. Hay que ver la cantidad de veces que se cambió esa mujer hasta que casi se hizo la hora del encuentro. En algún momento me hizo acordar a la tortuga Manuelita de María Elena Walsh: “Dijo qué podré yo hacer, vieja no me va a querer”. No era cierto. No era necesario embellecerla porque mi suegra tenía brillo ese día. Un aura nueva. Estaba tan nerviosa que decidí acompañarla. Recalco que todo lo hacíamos a espaldas de mi marido que después de todo tenía su padre en Chile y era el marido de mi suegra. ¿Cómo se lo íbamos a contar?

Fuimos en taxi, nerviosas y contentas como dos adolescentes antes de su primer baile. Nos encontramos con un señor bien plantado, vestido con traje gris de muy buena confección. Atesoro la imagen del momento en que se vieron. Enseguida supe que estaba sobrando y los dejé solos. Sara volvió como a las cuatro horas y estaba feliz como yo jamás la había visto.

Durante una semana se vieron todos los días. Sé que fueron encuentros castos y que no pasaron de algún beso o un subrepticio entrelazado de manos, pero era tanto lo que tenían para decirse, tanto el anhelo de uno por el otro. No tuvimos más remedio que contarle a mi marido. Se consternó, pero no le dimos opción. Bajó la cabeza y aceptó callarse. En el fondo creo que no pudo desoír la felicidad de su madre que cantaba por los rincones. Literal. El reencuentro duró lo que el viaje y mi suegra se volvió a Chile.

-¿Y eso fue todo? ¿No se vieron más?

La audiencia había terminado el plato principal, pero no quería pasar al postre sin saber el final del cuento.

-Allí empezó otra etapa- les dije.

Sara y Mario comenzaron a escribirse con regularidad. Recuerden que no había mail ni nada de eso. Eran cartas de puño y letra. Las de ella venían a casa y yo se las llevaba a Sergio, un plomero amigo de Mario. Y allí recibía la carta de Mario para mi suegra de manos del plomero. Fui cómplice o más bien partícipe necesaria de un intercambio epistolar febril. Esto duró poco más de un año. Un día Sergio no contestó mi llamada y no pude entregar la carta. Se lo conté a Sara por teléfono y ella me dijo: -Hija, Mario se murió.

-¿Se murió? ¿Y usted cómo lo sabe?

-Lo siento en el pecho.

A los pocos días, el plomero me llamó para disculparse y decirme que efectivamente Mario se había muerto. Supimos que lo habían enterrado en el cementerio de la Chacarita y que había pedido que le pusieran en el cajón una latita llena de cartas. Cuando mi suegra volvió a visitarme me rogó que la acompañara a la tumba de Mario. Tenía que llevarle flores. Ellos se habían prometido mutuamente llevarle rosas rojas a quien se fuera primero. No sabíamos cómo encontrarlo y, obviamente, no podíamos preguntarle a nadie, pero, en ocasiones, la vida se encarga de hacer fácil lo difícil. No se las quiero hacer muy larga. Encontramos el nicho y Sara dejó sus flores.

Yo tengo dos divorcios en mi haber, pero para mí que Sara y Mario se amaban de verdad, aunque no se vieron por cincuenta años, casi como Florentino Ariza y Fermina Daza. Ahora mi suegra también se fue, pero no me caben dudas de que están juntos en algún lado y que dan vueltas a la plaza tomados de la mano.

 

Cuando terminé la historia, no hubo quién no quisiera saber más detalles, pero la cosa terminaba allí. Hubiera podido embellecerla y alargarla, pero sentí que no era el caso. Esta no era una tertulia literaria sino un recuerdo que volvió y me llevó en andas a otros tiempos. Me hizo bien refrescarlo porque quiero seguir viviendo siempre así, dándole prioridad al corazón por sobre la razón.