Suele decirse, con displicencia, que algo es una “cuestión de forma”. Como si eso bastara para arrojar al tacho de basura toda preocupación y análisis. Porque, presuntamente, habría un contenido que es lo importante. Pero, ¿hay contenido fuera de las formas? ¿hay un sentido que se tramita exento de esa otra discusión? Y más aún, ¿no son estos tiempos particularmente intensos en poner en juego el sentido de lo común en las formas estéticas y sensibles? Cuestión de formas es la política. En tanto debate sobre el orden simbólico y los asuntos comunes. El gesto de la separación forma y contenido no hace más que ratificar los efectos de una renovada producción de sentido que no estamos pensando del todo, y que lleva el signo de la violencia, la crueldad, la brutalidad.

Pienso en estos días en dos películas argentinas recientes. Una, El jockey, apertura vivida y sensible, que en cada encuadre y en cada escena vuelve fugitiva a la imaginación. Nada está dicho de antemano y sin embargo quien mira siente bullir las muchas capas de la memoria. Cada imagen abre, como si fuera una excavadora sutil, cuidadosa, que va produciendo reconocimientos y, al hacerlo deja entrever lo desconocido. José Carlos Mariátegui decía que quienes no pueden imaginar el futuro tampoco pueden imaginar --o sea, conocer-- el pasado. Lo recuerdo y pienso: él comenzó escribiendo crónicas de turf. Pero aquí no se trata de ese deporte sino de cine, de unas ciertas imágenes que nos revelan la temporalidad anacrónica y fugitiva del arte. Lo que nos deja sensibles, alertas, un poco pasmadxs. El otro film, Culpa cero, se plantea una crítica al mundo de la producción de best-sellers y, a la vez, a la subjetividad narcisista y escasamente empática de su protagonista. Pero lo hace con un lenguaje formal que no se despega de la planicie de la industria cultural de bienes mercantiles. Cada imagen, allí, dice todo lo que debe decir. Quizás muchas personas salgan aliviadas o entusiastas del cine cuando la imagen se cierra sobre un sentido. No es mi caso, y sólo pude terminar de precisar la incomodidad viendo El jockey.

Es decir, asistiendo a ese movimiento de apertura que moviliza unas memorias y un pensar que sin embargo insisten en resultar insuficientes. Trae al modo de la cita y de la evocación. La cita, contra lo que suele pensarse, no es el gesto del cultismo, sino el juego amoroso con un pasado, una invitación, un recordatorio de que nunca rompemos por vez primera el silencio del universo. Liliana Herrero, en una hermosa presentación-concierto que suele hacer con Pedro Rossi, llamada Contar y cantar, dijo que interpretar una canción es movilizar un conjunto de evocaciones. Una imagen abierta, dije, pero también una sonoridad que conjuga el pasado no como posesión sino como atmósfera en la cual lo que hoy decimos procura resonancias, comprensiones, destinos. Lo mismo sucede con las palabras, por eso no dejamos de agradecerle a quienes escriben por movilizar de otros modos el lenguaje. De hacerlo vivir, porque vivir es habitar una incierta apertura, antes que recoger el sentido en un nicho cadavérico.

El régimen de la imagen producida por la inteligencia artificial como meme publicitario, tanto como la lengua de las redes sociales recostada en la injuria y la repetición, son procedimientos que irrumpen contra esos modos de la evocación. Sustituyen la imaginación por el artificio de una composición que construye un procedimiento tecnológico. Pero a la vez, el uso de esa memoria acopiada en redes y nubes se vincula de modos diferentes, sino opuestos, con la evocación sugerida por la imagen abierta de un filme. Las imágenes que lxs usuarixs reconocidamente derechistas hacen circular en redes sociales, como el lenguaje concentrado en unos énfasis repetitivos --domados, meados, el culo roto, el culo de mandril, el chad--, que hacen de la agresión su sentido y de su rutinización el sin sentido, no son formas. Son el ejercicio mismo de la producción de sentido, la estrategia de fondo. Combaten el Incaa porque impulsan ese régimen visual; atacan las universidades porque las comprenden como el territorio de lenguajes no aplanados.

La cuestión de forma es el contenido principal. Nuestro debate es también estético y político. La enemistad no transcurre menos en ese plano que en el de las formas de existencia y en las expoliaciones económicas. No es que den la batalla cultural como ficción para encubrir la expropiación de riquezas, sino que una y otra son pliegues de lo mismo. ¿Cómo responder sin una lógica especular? Hay quienes creen que el combate se da con la apelación a los mismos instrumentos que la época pone a disposición, como si las tecnologías fueran sólo herramientas, que se pueden hacer jugar en un sentido u otro. Otras personas creen que, por el contrario, son tan capaces de producir un sentido unívoco, que la única posibilidad sería la fuga, el desvío, el abandono de los territorios digitales en los que la gran transformación está ocurriendo.

No me entusiasma ni la una ni la otra, y no porque tenga certezas sobre la carnadura que permitiría disputar el sentido del presente. Apenas algunos apuntes, hipótesis, intuiciones: hay que preservar los dones y hacerlos circular, por donde fuera, aun cuando seamos partícipes minoritarios en cada uno de esos terrenos; hay que sostener el uso y el retiro respecto de las tecnologías comunicacionales, estar en ellas sin devoción pero fundamentalmente, sin la convicción de que allí se organizan las únicas discusiones públicas; el arte y la cultura pueden encontrar su fenomenal potencia política cuando renuncian a la evidencia fácil y al relato cerrado, allí donde se sacuden las rutinas y buscan un grado de conmoción; hay que encontrarse e insistir con palabras que resuenen, se tejan en una urdimbre nueva, presencial, amistosa; hay que acuñar lo sabido y lo amado como el mar pule piedras para arrojar en la orilla.

En una hermosa crónica llamada “Y el mar”, Juan Forn comparaba lo que hacía en cada contratapa de viernes en Página 12 con esas piedras alisadas que juntaba en sus caminatas por la playa. Porque, en cada texto, escribía una miniatura que se abría a senderos de lectura, hacía pasar el entusiasmo, la curiosidad, el deseo. Había erudición pero no era eso lo más relevante, sino ese gesto de complicidad del que dice: esto te va a interesar. Y muchxs salíamos de esa lectura de viernes hacia nuevas obras, autorxs que desconocíamos. Porque cada piedra traía el sonido de un mar infinito. Quizás de lo que se trate, en estos tiempos tan difíciles, tan brutales, tan escuálidos, tan pletóricos de riqueza material en manos de poquísimos y tan míseros en la producción del sentido de la vida en común, de lo que se trate, digo, es de acopiar esas piedras, piedras-caracolas, piedras que se abren como imágenes y suenan como canciones, no seriadas, no industrializadas, vivas. La vida está en juego, lo sabemos. La violencia de las formas nos deja sin aire. Atónitos y con dificultades para respirar. Es momento de conspirar: respirar juntxs, buscando el aire de una imaginación común, liberada de esas trampas, habitada por unas memorias que dispongan el porvenir sin clausurarlo.