Nacidos en las calles más sucias del cine independiente neoyorkino, los hermanos Josh y Benny Safdie han llegado a trascender esa firme y delgada línea que separa el indie de un maistream marginal y potente. Su cine está en ese cruce inesperado entre la poética rústica de los climas tensos y callejeros –que acá podríamos imaginar en los espacios del conurbano– y las innovaciones tecnológicas que permiten un notable trabajo de cámara en movimiento y un sonido furioso e invasivo, casi existencial. Su última película, Good Time: Viviendo al límite, se estrena en nuestro país después de haber sacudido la competencia del último Festival de Cannes, de haber despertado nuevas atenciones en el escenario crítico estadounidense, y de haber consagrado a Robert Pattinson como un actor con derecho propio luego de su fama adolescente como lánguido vampiro. Un cine casi de base, de trinchera, adherido al calor de un territorio en el que fermentan anhelos y frustraciones, en el que la irrupción de una tragedia absurda se convierte en un destino inevitable. 

Fotografía urbana

El trabajo de los Safdie recoge aquella mítica del periodismo de investigación adherido al pulso de la calle y a los personajes reales que la habitan. Muchos de los intérpretes de sus primeros cortos son fruto de encuentros fortuitos, de odiseas y descubrimientos. Adictos, rateros, homeless, prisioneros del loop de esa vida en la metrópolis que nunca acaba y siempre renace de sus mismas cenizas. “Cuando estábamos investigando para delinear el personaje de Connie (Pattinson), pasé varios días dando vueltas por la calle 100 en Nueva York”, cuenta Josh en una entrevista con la revista Slant. “Fui allí para ver qué pasa en Nochebuena y fue impresionante. Gran cantidad de robos en los negocios, personas a la caza de regalos, pequeños hurtos. Me impactó ver a una adolescente con una AR-15 y otras armas automáticas, y resultó que era una estudiante becada en la New School. Fue una noticia que llegó a los medios y me encontré a lo largo de varios días con un tipo que sacaba fotos para el Daily News. ‘¿Qué estás haciendo acá?’, me dijo. ‘Estoy acá para mirar, para escuchar’”. Ese oficio de incansables observadores es el que mejor los define como realizadores, atentos a los imprevistos que se filtran de manera efectiva en sus historias, casi como nacidos de esas viejas fotografías que combinaban las crónicas del periodismo sensacionalista con la avidez y la astucia de los corresponsales. “Me encanta el fotoperiodismo: los fotógrafos de Magnum, Helen Levitts, Walker Evans, esos eran verdaderos artistas. Cuando el fotógrafo del Daily me dio su tarjeta, revisé su sitio web y descubrí muy buenas fotografías: material artístico, abstracto, y luego hay una sección llamada ‘Evidencia’. Resultó que había sido fotógrafo de pruebas para de la policía de Nueva York”. 

Ese secreto que rodeaba los primeros trabajos de los Safdie se fue esparciendo como un rumor, como una señal solo para entendidos. Filmaban en la zona baja de Manhattan, con gente de la calle, con espíritu colectivo y amateur. Pero había interés, libertad y honestidad en aquellas primeras imágenes difundidas casi de incógnito, y no pasó mucho tiempo hasta que comenzaran a perfilarse como un fenómeno en ciernes. Aunque esa tarea de moldear las ficciones sobre la vida de los sectores marginales no es novedosa y estuvo presente en el cine estadounidense desde la eclosión del underground de los 60 y el contemporáneo despegue del New American Cinema, los Safdie añaden una perspectiva propia, fruto de ese contacto casi primario con una realidad que nunca pierde la intimidad por más oscura que se revele. “Los veranos del 2015 y 2016 fueron paisajes horribles del presente de los Estados Unidos”, continúa Josh. “Creo que en 30 años, con suerte, vamos a poder mirar atrás como hoy lo hacemos con los veranos del 68 o del 77. Creo que nuestro trabajo es mostrar la sociedad para el que quiere mirarla. Y lo interesante de Good Time es que además resulta atrapante y entretenida. La esperanza es que la gente salga del cine y se pregunte: ‘¿Por qué la policía asume que el negro que está tirado en el piso es el culpable solo porque Connie lo dice?’”. Es ese racismo enquistado en comportamientos cotidianos y asunciones inconscientes el que los Safdie miran de cerca. Esos veranos explosivos de su propia historia son los que hoy se actualizan en su mirada presente, sin ninguna argucia ni alegato. 

Amores y lealtades de sangre

Benny Safdie contesta, entre lágrimas y balbuceos, las preguntas de un psiquiatra que lo interroga sobre recuerdos y posibles asociaciones afectivas. El plano es cerrado, asfixiante, como si fuera la cámara y no las palabras del doctor las que originan ese llanto mudo y desgarrador. Benny, guionista y director junto a su hermano mayor, interpreta a Nick Nikas con una furia contenida, expresión que mezcla la impotencia y la incomprensión. Sus respuestas son entrecortadas, dichas entre sucesivos intentos por arrebatar las notas del médico, inmersas en un esfuerzo de control casi sobrehumano. A esa escena de cierta intimidad forzada ingresa Connie, que viene a rescatar a su hermano discapacitado de las garras de la ciencia y la institución para llevarlo de nuevo a la calle, alejado de los golpes y castigos de una abuela matriarcal, para sumarlo a esa cruzada de búsqueda y liberación. La narrativa disgregada de los Safdie, propensa a desvíos y digresiones, se afirma en una atmósfera  compacta y envolvente, en personajes perdidos pero en permanente movimiento. El pasado violento de los Nikas está atado a ese encuadre opresivo y carcelario que los persigue, a ese contacto con una calle en ebullición de la que Connie elige ser protagonista antes que víctima. 

Los Safdie ya habían retratado con ese pulso febril el romance de dos heroinómanos en Heaven Knows What (2014), ofreciendo una película descarnada sobre la vida marginal en calles y plazas, sobre vínculos marcados por la soledad y la droga. Algo de aquella inolvidable The Panic In The Needle Park -con guión de Joan Didion y con la actuación de un jovencísimo Al Pacino- se filtra en las imágenes de los jóvenes realizadores, en esos paseos de homeless y adictos que persiguen fantasmas propios y promesas ajenas. Es aquella independencia fecunda de la que se nutren, heredera de los experimentos de Cassavetes y de esa generación irreverente de los 70, capaz de narrar varias acciones simultáneas con una cámara que atraviesa el plano con la misma urgencia que los personajes persiguen una salida. El mundo alrededor de los Nikas se disgrega en planos fragmentarios, en una nocturnidad de colores artificiales e invasivos, en un sonido enloquecedor. Cada nuevo movimiento es un nuevo descenso al infierno, como en un laberinto del que solo se puede salir yendo hacia adelante. 

Dentro de esos universos bizarros y casi surrealistas que los Safdie han diseñado en sus películas, ya sea esa ciudad-teatro de locuras del padre irresponsable de Daddy Longlegs (2009) como el ascenso salvaje y vertiginoso del basquetbolista Lenny Cooke en el documental que le dedicaron en 2013, lo más importante siempre son los vínculos humanos, las lealtades extremas, los amores inclasificables. Así era la pasión tanática de los amantes de Heaven Knows What, el amor paterno del excéntrico Lenny perdido entre fracasos y depresiones en Daddy Longlegs, y lo es la relación de Connie y Nick Nikas, hermanos de sangre y tragedia, de mito y perdición. Convertido en cómplice de un robo extravagante –una de las escenas inolvidables de la película– Nick acompaña a su hermano por las calles atestadas de patrulleros de la periferia de Queens. El fracaso de la huida, la trampa del botín y la frustrada liberación son solo el comienzo de un derrotero que se extenderá durante una noche interminable, un calvario compartido entre esos herederos de Caín y Abel que han sido sentenciados por la ley y la pretendida justicia. Hacía tiempo que una película no daba cuenta de manera tan tangible de la desesperación de un sentimiento. Es que los personajes de los Safdie son siempre desesperados, sus planes son ridículos y están condenados al fracaso. Su camino se angosta a medida que se mueven, como el corredor hacia una trampa de la que ya estaban avisados.

En movimiento

“Toda la película está concebida como un ardid”. Las palabras de Benny, en la entrevista con Slant que comparte con su hermano, resumen el concepto de toda la puesta. Es la idea de un mundo de transformaciones vertiginosas y decisivas que los personajes intentan seguir desde el mismo movimiento de la cámara. Todo está tan cerca que es difícil ver el laberinto en el que se está inmerso. Por ello hay algo cartoonesco en el itinerario alocado de los personajes, cercano al absurdo, lindante con el humor de la perplejidad antes que con el estruendo del gag físico. “Es como en los viejos dibujos animados del Coyote y el correcaminos”, continúa Benny. “Todo el tiempo querés que el coyote lo atrape. Nunca lo consigue y fracasa de la manera más extrema una y otra vez. Pero aún así el correcaminos es el villano. Y eso es interesante. Si esas cosas en los viejos dibujos son inapropiadas para los chicos hoy en día, creo que para nosotros fueron claves para nuestra historia futura”. La idea del héroe y el villano como esos dos rostros intercambiables aparece de manera frecuente en el movimiento de las películas de los Safdie. Ese intercambio de posiciones, de perseguido a perseguidor, de condenado a salvador, se materializa en la concepción del espacio como trampa, como geometría de una misión frustrada. 

El sonido es una de las claves formales de la película. Son acordes estridentes y dispersos que confluyen en densas formaciones sonoras que van invadiendo cada escena como una niebla espesa y asfixiante. Así como la inquietud del robo se resuelve en un silencio apenas intervenido por acordes lejanos y armónicos –en contrapunto con el suspenso de las acciones–, el vértigo de la escapatoria se potencia con los ritmos electrónicos que anclan en cada parada, que agobian en cada demora. Con guiños scorsesianos en el uso de aquella adrenalina del rock setentoso, los Safdie estallan sus imágenes con sonidos pesados y asfixiantes, combinados con un cromatismo saturado, de rojos y azules extasiados, que recuerdan a aquella Calles salvajes con la que Scorsese hizo historia. No en vano Scorsese aparece mencionado entre los agradecimientos, casi como un gesto de devoción filial. 

Ese juego de referencias cinéfilas, ese despliegue actoral que Pattinson lleva hasta las últimas consecuencias, y ese entorno disperso en fragmentos, que solo adquiere plenitud en algunas tomas aéreas de las calles desiertas o en el parque de diversiones  donde se celebrará una odisea violenta y letal, son los triunfos con los que los Safdie celebran su propia autoría, su derecho de sentirse dueños de ese mundo que han traído de las calles, del cine y de su inagotable y explosiva inventiva.