Cuando el fuego abarcó por completo el colectivo, papá aún sostenía el bidón con nafta. Los vecinos del barrio alimentaban las llamas arrojándole objetos personales. Ropa, muñecas, colitas para el pelo y zapatos. Otros quemaban fotos y cartas. Algunos solo arrojaban basura o pastos secos. Todo esto sucedía detrás del córner cercano al cruce de Medrano y Bolaños. Papá observaba desde el vértice del área grande, y yo, lo miraba a él, desde la mitad de la cancha. Lo veía incapaz de moverse. Incapaz de quitar los ojos de ese colectivo que fue abandonado sobre el descampado que es nuestra cancha. Incapaz de soltar ese bidón que generaría más que un incendio.
Es febrero, el calor del verano, el calor de las llamas, y el barrial generado por una semana de lluvias, no impidieron que la gente siguiera arrimándose. No sé cómo, pero muchos llegaban corriendo, en motos, o en bicis, con bolsas o cajas repletas de cosas para arrojarle al fuego. Otras personas solo se acercaban a ver el tamaño de las llamas que crecían cada vez más. Empezaron a escucharse gritos, llantos y oraciones que rodeaban el colectivo. Provenían de todos y a la vez no eran de nadie. Miraba sus caras que observaban el fuego, pero sus bocas estaban quietas. En cambio, cada cuerpo danzaba.
Mamá no estaba en la cancha. No vio explotar el vidrio del parabrisas o de las ventanas. Mi hermana tampoco. El colectivo lo era todo para ella y para sus amigas. Era tribuna los fines de semana. Era nave espacial, barco, avión, o lo que en verdad había sido, un colectivo que recorría el mundo. Para Fernando y para mí, era un fuerte inquebrantable. No recuerdo haber oído la voz de mi hermana antes de irse. Sí recuerdo la manera en que me miró y la manera, muy distinta, en que mamá miró a papá.
Me estremecí de golpe. Una voz, quebrada, llegó desde mi espalda. Era Fernando. Y, como si el viento hubiera llevado sus palabras hasta los oídos de papá, se dio vuelta hacia dónde estábamos. Nos miró. Incluso pareciera que solo miró a Fernando. Teníamos la misma edad. Íbamos juntos a la misma escuela y nos sentábamos en el mismo banco. Vivíamos a una cuadra de distancia. Fernando solía quedarse a dormir en casa y su papá nos cuidaba cuando mamá estaba en el frigorífico y papá salía a hacer algún trabajo de albañilería. Habíamos construido, como dos boy scouts, con las ramas de los árboles podados por la municipalidad, una carpa india que amarramos al poste de luz de Gazcón y José María Paz. Ese era nuestro fuerte. Nuestro refugio.
Papá caminó hacia nosotros con el bidón en la mano. De pasada agarró mi muñeca con la mano libre y me arrastró hacia el otro córner, en diagonal al colectivo. Papá caminaba rápido. Cuando pude hacer pie nos detuvimos. Frente a nosotros, estaba la carpa. Me pasó el bidón y la caja de fósforos. Señalándola dijo que la rociara y que la incendiara. Lo miré. Volvió a repetirme que la rociara y que la incendiara. Seguí mirándolo. Gritó que lo hiciera y punto. Lloré. Me dijo que no sea cagón y que todo esto era por mi hermana. Seguí llorando. Escuché que le gritó a Fernando que se las tomara. Fernando corrió. Dale, me dijo. O no querés a tu hermana, dijo. Qué esperas, dijo. O no ves lo que está sucediendo, dijo, y comencé a empapar la carpa que nos había llevado semanas construir. Agarrándome de la remera, papá me alejó de la pila de ramas y me quitó el bidón. Hizo un pequeño camino con lo que quedaba de nafta y lo dejó en la entrada de la carpa. Dame los fósforos, dijo. Alejáte, dijo. Más atrás, dijo. Y encendió todo por segunda vez.
Me agarró de la nuca, papá, de una manera protectora. Caminamos por la línea del lateral hacia la mitad de la cancha. Nos detuvimos. La noche, que allí estaba, detrás del cielo raso de humo, no daba señales de ningún aguacero, de ningún viento fresco o de nada que bajara la temperatura. A lo lejos, todavía débiles, se escuchaban las sirenas de los bomberos y de la policía, a quienes les costaría llegar por la cantidad de barro, humo y cenizas.
Los focos de incendio eran como dos velas prendidas, paradas en las puntas opuestas de una mesa en una casa sin luz. Y así era. El segundo incendio, el de la carpa, había dejado sin corriente a varias manzanas a la redonda. Pero eso no importaba. Papá sujetó mi mano. La apretó fuerte, sin lastimarme. Lo miré, parecía más alto y grande que de costumbre. No miraba el colectivo o la carpa, miraba hacia la casa de Fernando. Más tarde entendería por qué.
Años después papá no estará vivo y, mamá, mi hermana y yo, no viviremos bajo el mismo techo. Suelo volver, cada vez con más frecuencia, a lo que siguió a ese momento. A la imagen de papá observando al colectivo arder. A su mirada fundiéndose en las llamas que se reflejaban, impredecibles, en la cara curtida por la cal y el sol. A su ancha espalda encorvándose. Y al recuerdo de su mano, soltando la mía.