Eran domingos tediosos, con fondo de radios encendidas y un aroma de hojas quemándose en un otoño mortuorio que prontamente, una vez culminadas las faenas de correr con la pelota, nos harían disparar de allí como de un lugar maldito. El que no haya conocido esos andurriales y tenido un alma joven e impresionable nunca sabrá lo que significa el presentimiento de que en todo aquello perduraba la fatalidad, y que hiciéramos lo que hiciéramos nada mejoraría, ni los matorrales se convertirían en oasis, ni las ranas en mujeres encantadas, ni nuestras madres en millonarias de filmes americanos. Añorábamos una alegría que desconocíamos. Andaba en nosotros la inocencia de creer en algo y que como una resignación de tango abominable ondularían por siempre los faros a kerosene, y la luna se asomaría a mirarnos como un refucilo para infundirnos temor, porque entendíamos que el mundo había concluido en alguna parte y no sabíamos qué estábamos haciendo lejos de nuestras casas.

A volver, a rajar entonces, a quemar la angustia corriendo hacia la avenida antes de que algo de esa tierra que se volvía envenenada conforme caía la noche nos atrapara echando su red.

Había que huir de allí, quién sabe de qué peligros acechando entre las arboledas del cementerio y los espinos; el vaho de las zanjas, las casitas vencidas por las lluvias y los piedrazos.

Todo esto que intento narrar era verdad: empezaron a aparecer los déjà vu, los sueños proféticos, las sombras momificadas de ramas de árboles en los patios y lo que está de moda hoy en día: los ataques de pánico. Sobrevino entonces lo peor: los golpes militares; pero inconscientes como éramos, eso les ocurría los grandes y nada teníamos que ver con ellos. No obstante Carciente, el Fantasma Carciente, un pibe huesudo y de ojos como de ahogado, empezó con la cantinela aquella.

- Vamos a cagar todos.

- ¿Por qué?

- Porque sí, porque está escrito.

- ¿Dónde?

- En donde sueño.

- ¿Tenés pesadillas?

- No, veo todo, de verdad.

Y se fue tras un mandado del padre, otro brujo servil que trabajaba de alcahuete para la policía. Él fue el que nos reunió una tarde de verano en su patio. El alero de hojas de parra le caía en su cara pálida mientras fumaba. Recuerdo que cerca chillaba una sierra que no nos dejaba escuchar bien sus palabras. Se incorporó y extrayendo un revólver del saco disparó al aire para hacer callar la máquina del vecino.

- A estos hay que hacerlos hacer silencio a la fuerza, así como hago yo.

El Fantasma Carciente se puso a lagrimear.

- Este maricón se pone a llorar como una nena con los tiros, no tiene aguante. Vaya, váyase a la cocina a poner el agua para el mate.

Y nos miró con sus ojos celestes de cadáver.

- Ustedes no tienen que tener miedo de las armas de fuego: las carga el diablo y las descargan los boludos.

***

Puestos en fila, debutamos. En una piecita a la cal, sobre una cama floja, uno a uno fuimos pasando para meternos entre las piernas de una morocha que nos sonreía, alhajada con chucherías en su muñeca mientras leía una fotonovela. Después de cada pibe, se lavaba en una palangana y hacía pasar al siguiente como si nada.

“A volver, a rajar entonces, a quemar la angustia corriendo hacia la avenida antes de que algo de esa tierra que se volvía envenenada conforme caía la noche nos atrapara echando su red”, me dije cuando me tocó el turno y era la misma frase que escribiría para la contratapa, sin saber bien en qué consistía, sin saber nada de lo que ocurriría con mi vida.

- Vos, Rubio, quedate. Los otros se pueden ir. Y chito con contar lo que hicieron.

- Dale una trompada a éste -me ordenó. Señaló a su hijo. No dudé: una fuerza rara me hizo pegarle en el medio de la frente.

- Eso es, está bien dada la piña. Vos no servís. Levantate. No te hagás el muerto.

No reaccionaba. El padre se acercó y lo zamarreó. Aproveché para escapar. Y corrí, corrí por las calles de la cortada como si me persiguiera un monstruo. Corrí, corrí hasta que no pude más y me dejé caer en una vereda que ni conocía. Un primo mayor me levantó sonriente y me llevó en el caño de su bicicleta hasta mi casa. Había recorrido kilómetros y empezaba a anochecer… No me lo olvido nunca más.

***

Ella ahora se cruza de piernas y no puedo evitar admirar su tersura.

- Bien, ¿y luego? ¿Cómo relaciona aquella tarde con lo que me contó acerca de sus matrimonios fallidos?

El ambiente es cómodo y ya sobreviene la penumbra. La analista enciende una lámpara. Se acomoda el mechón negro que le cae sobre la frente, se quita los lentes. Espera. No hablo.

- Bueno si no puede no me cuente, pero me llama la atención el relato de aquel hombre, el torturador futuro, lo que hizo con ustedes, con su hijo, con usted. ¿Puede recordar qué más dijo?

- Sí, puedo -le contesté.

Mientras evocaba ese trozo de mi historia, de mis amigos jóvenes e inocentes, los Anticipados, los que soñábamos ataques sucios contra gente desarmada, la sangre seca, violaciones y picanas en camas de alambre como las de la prostituta aquella que nos desvirgara.

El Fantasma Carciente se murió en el Carrasco, solo por mí acompañado porque nadie quería estar cerca de él, como si estuviese apestado por el apellido, por lo hecho por su padre, aquél del patio y el parral.

- Ahora vea, doctora, estoy casi llorando como el que se murió al lado mío en el hospital y al que le pedí perdón por haberlo golpeado cuarenta años antes.

Me acuerdo que hizo un gesto con los dedos y se sonrió un poco. En ese momento lo vi hermoso como si fuese un Cristo. Entonces repetí sus palabras de memoria:

- La muerte mía no es nada… Vendrán otras, amigo mío… Cuídense.
Hizo un mohín. Le abrí más el grifo del oxígeno.
- Porque cuando ya hayan muerto miles y miles va a aparecer el verdadero horror, el que vendrá después…

Ella se puso las gafas.

-¿Puede contarme a qué se refirió? Y volvió a cruzarse de piernas. Un trueno resonó como aquel disparo en el patio. No dije nada.

Esto que narro ocurrió en ese consultorio, la tarde del 5 de noviembre de 2024.

 

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