Los salesianos de la época de la Conquista del Desierto adjudicaban los “hábitos salvajes” de los indios al demonio. El habitante originario era víctima de “Grappina”, el mandinga italiano. La entidad del mal es entonces el verdadero enemigo, aunque ante la fe cristiana se torne una figura patética, pues, como en una comedia, está destinado a ser el eterno perdedor.
Para la orden, los indígenas eran “infieles” pero luego del bautismo pasaban a ser “indígenas conversos”. La categoría de “conversos” a secas, se mantenía para los caucásicos, como para adecuar una sutil diferenciación dentro de la comunidad de los feligreses.
Los salesianos con frecuencia separaban a los niños y los jóvenes de sus familias para internarlos en sus colegios y hospicios. Los padres, la mayor de las veces, no volvían a ver a sus hijos. La niñez y la adolescencia eran para la orden de los padres salesianos el “objeto de nuestras esperanzas”. A través de ellos se podía lograr los “cimientos, si bien labrados, de un pueblo cristiano”. Los adultos, en cambio, llevaban en sí las “punzantes espinas del más podrido indiferentismo”. Con ellos se podía lograr poco y nada.
Así y todo, en comparación, los métodos del ejército eran una opción peor. Para el salesiano Ricardi el militar era el principal “obstáculo de la Religión”, un “centro de la corrupción y de la inmoralidad”; orgulloso, con mal carácter, sectario y feroz. El Desierto es “conquistado con la barbarie” de los militares, por la fuerza, por medio de “el despotismo sangriento inhumanamente ejercitado contra los indígenas sometidos”, con acciones “crueles e infames”.
A pesar de estas observaciones, realizadas por Ricardi en el lugar de los hechos, el revisionismo del nacionalismo católico querrá ver entre el Ejército y la Iglesia, la tarea conjunta de ambas organizaciones mancomunadas en un mismo fin. En 1939, con motivo del 60 aniversario de la Conquista, el poeta Bartolomé Galíndez nos aseguraba: “se observa en todas las relaciones de los jefes del Ejército con los sacerdotes, el espíritu de solidaridad que les unía en su misión. En todo momento se les ve juntos en una comprensión recíproca que muestra el sentido de la obra en común”.
En 1857 el general Manuel Escalada mantiene una conversación con el cacique Juan Catriel. Escalada le insistía al cacique de la necesidad de los indios de convertirse al cristianismo. “Yo te pregunto —le contestó Catriel— si el Gobierno, el General Escalada y por fin todos los cristianos creen tener fácil de cambiar su Dios por otro desconocido, sin cometer un delito digno de muerte, ¿podrían pasar de un modo de creer a otro? ¿Sí o no?" La pregunta tiene su peso. No obstante, el padre Antonio Ricardi se exasperaba en 1887 con la distancia que anteponían los indios adultos al cristianismo: “la generación vieja” de los que “no se recogieron hasta ahora más que las punzantes espinas del más podrido indiferentismo”. En cambio, la esperanza del salesiano, es la “niñez y la adolescencia”, el cimiento, a través de la educación —previa separación de los padres— para la formación de “un pueblo cristiano”.
El 30 de abril de 1879, a los diez días de su partida al Desierto, el general Roca impartía la orden del día a sus oficiales: “Se previene a los jefes que tengan indios a su cargo, ya sea en servicio, en calidad de amigos o de prisioneros, tengan el mayor cuidado en que estos se sujeten a las costumbres que amparan las leyes y usos de la civilización, no consintiéndoles de ninguna manera que se casen con dos o más mujeres, ni que las ceremonias se aparten de la buena moral y decencia, para cuyo cumplimiento emplearán no solo la insinuación, sino también medidas represivas en caso que fuese necesario”.
Por su parte, el diario La Nación del 1ro de mayo expresaba que a pesar de las innumerables fatigas del “Ministro de Guerra en campaña” este se daba tiempo de dictar disposiciones tendientes a modificar aquellos hábitos de los indígenas “que repugnan a la moral y a las buenas costumbres”.
Diez años antes de estos acontecimientos, Julio Argentino Roca, en su calidad de comandante del Regimiento 6 con base en Tucumán raptó a Ignacia, la hija de la familia Robles. La chica, de 15 años de edad, fue conducida a una casa alquilada para la ocasión. Pasados siete días la regresó a los padres. Según nos cuenta Daniel Balmaceda en su libro Romances turbulentos de la historia argentina, el producto de su conquista fue una niña llamada Carmen Robles. Ya presidente, Roca tuvo contacto con aquella hija, aunque nunca la reconoció oficialmente. Cuando el general falleció en 1914, Carmen inició un reclamo ante el juzgado para recibir parte de la herencia. De nada sirvió presentar veintisiete testigos. La hija perdió el juicio en primera instancia y su abogado recibió veinte días de cárcel por haberse excedido en el alegato. No nos extendemos en el romance secreto que tuvo Roca con la esposa de su buen amigo Eduardo Wilde, o sobre la amante polaca que trajo de su viaje a Europa porque un cristiano tiene tanto derecho como un pagano a hacer su vida.
En 1939, en el 60 aniversario de la Conquista del Desierto, se publicó el diario del Capellán de la Expedición, Dr. Antonio Espinosa, quien ocupara más tarde, entre 1900 y 1923, el cargo de Arzobispo de Buenos Aires. El diario de Espinosa es telegráfico en su composición y, por momentos, mundano: “22 de abril de 1879 (segunda expedición): …Salimos después de haber almorzado […] Yo iba en el break del Coronel Pico. Jugamos a las damas y le gané. Recé el oficio. Se cazaron muchas perdices. Me picó un tábano…
A pesar de las dificultades del viaje, el capellán describe los contratiempos y la tarea evangelizadora con la monotonía del trámite: “27 de abril de 1879: No pudimos dar misa por no haber llegado el altar portátil. Hice telegrama al Sr. Arzobispo [Aneiros]. Bautizamos 18 indios de Tripailao y 25 de Manuel Grande, y casé a Ramón Tripailao con Juana Pedernera…”
“28 de mayo de 1879: …llegamos a las barrancas del Río Negro […] entramos en la isla de Choele Choel. A las cuatro acampamos donde estaba el Ministro de Guerra [Roca] En seguida yo tomé veinte indios de la división de Vintter y empecé a instruirlos.”
Con ingenuidad el capellán aparece en ocasiones desconforme con la obra del creador: “9 de febrero de 1880: Comulgaron 4. Asistió la tropa a mi misa y les prediqué. Casé al indio Manuel Cameron con la india Juana Salomón […] Nos bañamos en el río con D. Rizzo. Hay cuanto bicho Dios creó; repugnan.”
Y finalmente, la acción evangelizadora no deja de lado el perfil de inquisición con quema de libros cuando las circunstancias lo requieren: “15 de abril de 1880: No dijimos misa por falta de vino. Quemaron El Judío Errante y otro libro malo que tenían […] no bautizamos a nadie y confirmé a seis.”
“17 de abril de 1880: El padre Rizzo fue a la Bahía de los Loros a traer caracoles […] yo dije Misa […] Bauticé dos, confirmé once. Quemamos cuatro Biblias protestantes que estaban en la esquina de Don Leoncio.”
El cacique Manuel Namuncurá mantendrá una abultada correspondencia con varios militares y figuras de relieve en la búsqueda de un tratado de paz. A su vez son muchos los que le escriben (contrario a lo que se podría pensar entre “desierto” y ciudad): monseñor Federico Aneiros, el coronel Francisco Borges, el coronel Ignacio Rivas, el coronel Daniel Cerri, varios ciudadanos de Azul, el comandante Francisco Pio Iturra, comerciantes que ofrecen sus productos, el padre Jorge María Salvaire, el gobernador Carlos Casares, el coronel Nicolás Levalle, el coronel Lorenzo Vintter, y así.
Namuncurá, por años irá buscando el tratado, una paz enmarcada en la promesa de una entrada regular de artículos, yeguas y vacas para manutención de su pueblo “y de sus vicios”. El cacique cree que puede sostener una negociación similar a la que tuvo su padre —el cacique Calfucurá— con Rosas, Urquiza, Mitre y Sarmiento. Ya sea porque no ve que los tiempos están cambiando o porque no puede vislumbrar otra opción, Namuncurá insiste en un acuerdo. Mientras tanto, “solicita”, “peticiona”, “pide”, arroz, yerba, tabaco, caballadas, vacas, papel, para él y sus caciques hermanos. Los coroneles, entretanto, lo tratan de “gran amigo”, le prometen la devolución de tierras, la firma de un convenio, el intercambio de prisioneros indígenas por cautivos cristianos. Son seis años de correspondencia mientras el ejército avanza y nunca retrocede a la vez que explica los ataques como errores o desinteligencias entre los jefes.
En febrero de 1875, poco antes del Malón Grande, Namuncurá le solicita al comandante Francisco Pío Iturria que le haga saber con franqueza si el Gobierno está realmente dispuesto a declararle la guerra. Le advierte “que llo me defenderé como Dios me hayude, que no tengo mas esperanzas que es en Dios para defender mis campoz, que todavía tengo bastante Indiada para defender hasta morir por justa razón”.
Un año más tarde, en febrero de 1876 recibe carta de Levalle. Le promete devolverle los campos que le arrebató en Carhué, Guaminí y Chipilafquen. “No quiero vivir en mal querer con los cristianos” le responde Namuncurá, “con estar encontrados no sacamos nada… por lo mismo llegamos a concordalizar y vibir como hermanos por todos los arreglos respetuosos de los tratados de paz”. No obstante, a Namuncurá le preocupa que el capitán Paillanao, al frente de una comisión fue “degollado” sin más, lo cual por cierto “no es prueba de buena amistad”.
Según el diario La Prensa del 20 de enero de 1876, “Había en el Azul una comisión de Indios que venía de Buenos Aires, a donde fue acompañando al padre misionero Salvaire. Esa comisión permanecía en el Azul en calidad de rehenes o como parlamento. Apenas llegó el ministro Alsina fueron degollados los cuatro indios, y se dio orden de hacer lo mismo con los indios que fueran prisioneros… Agregan que la ejecución tuvo lugar a inmediaciones de Azul, en el paraje denominado “Felicidad”.