Lo que cuento sucedió en un pueblo de llanura abierto en dos por el ferrocarril y la ruta; por entonces vacas y puros campos de maní, la pampa inmensa y un loquero más inmenso que la pampa. En ese pueblo, antes que llegara la televisión (1960, 61...), mi hermana y yo íbamos al cine, con la madre de mi amiga Rosa. Al cine de Don Paz, que quedaba frente a la ruta, los domingos por la tarde, a ver dos películas y comer en el intervalo un sánguche de mortadela que la kiosquera vendía en la antesala. Películas para niños. Marisol y Joselito, alguna de Cantinflas o una comedia de Doris Day. Dos a precio de una, más la promesa de la mortadela en el intervalo. En aquel tiempo, las películas venían enlatadas y las latas se llevaban de un cine a otro, de un pueblo a otro, de modo que el auto que las transportaba podía quedarse atascado en los guadales o el asfalto, o podía demorarse el conductor en una farra y entonces, a las cinco de la tarde, a las cinco en punto de la tarde, no llegaba el enlatado y nosotros, los niños, esperando. Algo de eso habrá pasado aquella tarde con la película de Joselito que habíamos ido a ver, porque Don Paz (que saludaba a los asistentes como un cura en la puerta de una iglesia), le pidió al proyectista que pasara alguna vieja que tenían, en lugar de devolvernos el dinero y mandarnos a casa. Así fue que las luces se apagaron y en lugar del muy compuesto Joselito, había un drama en blanco y negro en el que una mujer rica y un poco pasada de años tiene un pretendiente joven que parece adorarla. El padre se opone tenazmente, amenaza desheredarla (¡odié a ese padre! ) supone que el muchacho quiere quedarse con la fortuna de la chica. La madre ha muerto, la hija vive con su padre solamente, con su padre y los sirvientes.
Me impresionó el final, la escena majestuosa de ella subiendo la escalera con un farol en la mano, un farol y una valija me parece y luego en la casa sola, en el piso de alto, bordando impasible sobre un bastidor mientras él golpea con desesperación la puerta. ¿Por qué no le abre, si lo ama, si el padre ya no está? Justo cuando desaparece el obstáculo, ella hace oídos sordos al llamado del hombre. A la salida, con la cabeza borracha de melodrama, mientras cruzábamos las vías del tren para volver a casa, se lo pregunté a la madre de mi amiga. No la quiere a ella, quiere su dinero, dijo. Ese día descubrí las miserias humanas disfrazadas de amor, que tanto me interesaría después oír y contar... La película (que volví a ver años más tarde) se llama La heredera (dirigida por William Wyler, con la fenomenal Olivia de Havilland, con Montgomery Clift, Ralph Richardson y Miriam Hopkins), se basó en una obra de teatro –Washington Square–, adaptación a su vez de una novela de Henry James, quien según dijo, se inspiró en una historia neoyorkina oída al azar.
James y después Wyler, en lugar de describir muestran a los personajes en sus acciones. Wyler creía que la emoción y el conflicto entre dos personas en un salón pueden ser tan excitantes como en un campo de batalla. Me parece que eso mismo es lo que busco cuando escribo.
Hace unos años, unos diez, escribí un poema sobre el asunto. Se llama Películas y está en Sueño Americano (Caballo negro, Córdoba, 2008)
PELÍCULAS
En mi pueblo había un cine. El dueño saludaba a los vecinos como un cura a la entrada de su iglesia y era el cine, en verdad, como una iglesia a la que íbamos, por la tarde, los domingos. Estaba sobre la ruta, frente a los trenes que cruzaban la llanura. Por el veredón paseaban las parejas con cucuruchos de helado y escuchaban los hombres el partido en pantalón de baño y camiseta. En el atrio había un kiosco y en el kiosco una mujer vendía titas y rodhesias. Con vestidos de piqué, los domingos por la tarde las dos íbamos al cine, a ver a Marisol, a Doris Day, a Joselito. Un día no llegaron las películas y pasaron un drama en blanco y negro. Recuerdo a la salida la cabeza borracha, el veredón donde arrastraban su tedio las parejas, los hombres traspirando sus camisetas de tira y los camiones que rugían por la ruta, con las luces encendidas, las primeras de la noche que llegaba.
María Teresa Andruetto nació en Arroyo Cabral (Córdoba) en 1954. Publicó libros para niños, libros de poemas, ensayos, las novelas La mujer en cuestión, Lengua Madre y Los Manchados y los libros de cuentos Cacería y No a mucha gente le gusta esta tranquilidad. En 2012 ganó el Premio Hans Christian Andersen de Literatura Infantil y Juvenil.