El lunes a la madrugada murió Amir Hamed. En la última charla en su casa, en Montevideo, hace un par de meses, parece haberme dado una clave para leer su obra con la lógica de la carta robada: la escritura –pensaba– es anterior a la oralidad, primero el hombre escribió, después habló. Perplejo, le presenté ejemplos de la cultura amerindia, le di nombres de antropólogos y críticos, aduje las premisas de grandes teóricos pero a todos los había leído y a todos refutaba con claridad y contundencia, contradiciendo los principios logocéntricos de la contemporaneidad. Una vez más ganaba la partida y por tanto quedaba claro en ese momento que toda la charla existía a expensas de la escritura. Pero en ese ajedrez, su exquisita erudición, extendida en una inteligencia en permanente combustión, encontraba en los meandros y desfiladeros más arcanos de su lengua –esa lengua insólita y brillante– las palabras justas para probar su teoría, puesta de manifiesto en Lo literario y su certidumbre: “una inscripción nos saca de nosotros. Al escribir, alteramos el mundo” y de ese modo –concluye– el hombre puede “trascenderse en ficciones”. Nada de lo que hizo como narrador, como compositor de rock, como traductor, como músico en sus veladas beatnik, nada podría pensarse sin la pulsión del grafo, sin la tenacidad de estampar sobre la tela el diagrama de su pensamiento, sin pasar en limpio ya en la hoja en blanco, en la pantalla o en la partitura ese chorro indetenible de ideas, imágenes y, sobre todo, de poesía, que sólo hallaba en la letra una calma pasajera, previa a la próxima, inminente explosión.
Desde sus tempranos cuentos que ya fracturan al realismo, desde sus dos primeras novelas que ponen en jaque la monumentalización del prócer nacional como Artigas Blues Band y la permanencia formulística de la novela histórica como Troya blanda hasta llegar a Febrero 30, la cuarta, que se vincula en algunos aspectos a la tercera Semidiós, pasando por todos sus libros de ensayo como Retroescritura, Orientales: Uruguay a través de la poesía, Mal y neomal. Rudimentos de geoidiocia y la trilogía El alma del relato, compuesta de Encantado, Ella sí y M, la obra de Amir gira alrededor del sistema planetario de la escritura y el centro solar es Cielo ½ que, como su título muestra, es un libro sobre el cielo. Esta imagen es la escena primitiva de toda su obra, porque el cielo -nos plantea- es el primer texto de la humanidad, allí puede leerse la vía láctea, el enigma del zodíaco, el movimiento aritmético de la astronomía (las “músicas de las esferas” de Rubén Darío se dejan oír) y la sede de los dioses y de todos los efectos filosóficos, gnósticos, teológicos de la historia de nuestra cultura occidental.
Amir no dejó nunca de escribir sobre el escribir, no tanto como una puesta en abismo sino como la posibilidad de hacer ficción con la escritura, volverla relato y confrontar su origen con la actualidad. Perteneció al linaje de los que escriben con el cuerpo y dejan en él la incisión contumaz del estilo cuya hendidura es la huella de la experiencia, como ocurre con la novela Febrero 30 no sólo porque habla de la enfermedad terminal sino porque es un relato sobre los finales, sobre lo escatológico, lo que él mismo llamó “la novela como una retirada de la revelación”. Relato in extremis, su tiempo es una falta en el calendario y la ficción existe para colmar esa ausencia y dejar constancia por escrito que su visión del presente no es en absoluto complaciente. Refractaria a las escrituras del yo y a la noción de autoficción tan de moda últimamente, Febrero 30 retoma Cielo ½, y lo reanuda en su máxima incandescencia: el tatuaje de la letra sobre el mismo cuerpo del que escribe.
Tanto la narrativa como el ensayo ponen en tensión al artista o al intelectual con el Estado. No se escribe para reafirmar que el mundo está bien hecho, ese verso tan furiosamente irónico con que Jorge Guillén ilumina sotto voce la tarea de artista. Sin concesiones su ensayo es uno de los diagnósticos más lúcidos de la actualidad: “El Mal, en que muchos nacimos, experimenta desde hace un tiempo, la retirada del Estado y del Intelecto, es decir, del juicio, a favor de la figura del tercer milenio: el Idiota”. Por eso, su ficción en verdad socava la tierra firme de la idiocia contemporánea y se propone mostrar lo que no se muestra: el tembladeral de lo real. En una entrevista reciente que le hizo Carlos Rehermann, Amir dijo que buscaba lo cierto, la verdad de la literatura, esa que requiere un trabajo con la dificultad y que sólo se adquiere a partir de la Bildung,una formación cuya condición reside en desenmascarar el principio de miopía que lee, emblemáticamente, en el Popol Vuh, cuando los dioses obnubilan las vistas de los hombres por temor a que deseen igualarse a ellos. Amir entendía la literatura como el modo más eficaz de erradicar la miopía de los hombres de maíz.
Escritor, escriba, escribano, Amir se pasaba a sí mismo por escrito en un estilo que devino pictográfico como cuando incorpora los dibujos de cuadernos de su infancia a Cielo ½, libro al que le inventa un género que tiene la estructura y la lógica de un álbum, que es su versión propia del blanco mallarmeano pero llevado al más puro ludismo, un espacio literario donde el casillero vacío es llenado por la figurita que falta y de ese modo vuelve ficción el acto de escribir. Su lengua juega con los vocablos y hace del arcaísmo una resonancia del español montevideano en el que irrumpe el castizo o el vernáculo o en el que el uso y demolición del inglés de las nuevas tecnologías es erradicado de su origen para ponerlo en los márgenes de la periferia. Su lengua es tan pero tan uruguaya que deviene cosmopolita, orillera, rioplatense, futbolera, onettiana, jeroglífica, borgeana y su prosa es una de las más deslumbrantes y más sólidas escritas en español de las últimas décadas.
En su obra están siempre las narraciones fundadoras, las miliunas versiones de los textos más tempranos de nuestra cultura desde el Gilgamesch y la Odisea al Popol Vuh y todo lo recoge para inscribirlos, es decir, para devolverle a todo relato su rostro cuneiforme, su semblante de letra o de número, su doble faz alfabética, su pensar ideográfico. Siempre supo que narrar es captar el ritmo en la resistencia gozosa y sufrida del cuerpo –nos deja para siempre Febrero 30 como el tramo más cierto de sus últimas indagaciones–, pues el ritmo equivale al sujeto: llámese literatura, poesía, ensayo, música, el ritmo de su prosa es, inexorablemente, lo que le pasa al hombre, al animal letrado, al escriba que siempre fue y que, contra toda imposibilidad, incluso contra su propio cuerpo o más allá de él, escribe para que el mundo comience de nuevo.