Son dos y son hermanos, así que llegaron juntos. Uno es negro y se llama Ying, y la otra es blanca y se llama Yang. Son los gatos de Javier Corcobado, un cantante que siempre se ha demostrado dispuesto a exponer semejante dualidad en su arte. “Es verdad que tengo una doble cara, como todos”, concede. “Creo que es bueno que los artistas mostremos nuestra cara tierna y nuestra cara salvaje, y eso es algo que se da en mí. Se ha dado en todos mis discos”.
Sentado ante la computadora de su estudio –en su hogar desde hace más de una década en Errigoiti, en el País Vasco–, Corcobado presenta orgulloso a sus gatos cuando irrumpen en la entrevista, y los acerca a la cámara para los saludos de rigor. Desde unos 61 años muy bien llevados exhibe en su mano izquierda un vendaje producto de una operación reciente, pero enseguida aclara que su doctora ya le ha adelantado que estará totalmente curado para su inminente viaje iniciático al Río de la Plata, donde tiene shows pautados tanto en Buenos Aires como en Montevideo. Esa es la razón de esta charla: su mini-gira ripolatense empezará el martes, como invitado de lujo del ciclo Visage, que organiza Fabián Jara –el responsable de su visita– en el centro Centro Cultural Ricardo Rojas. “Mi doctora me ha dicho que voy a poder tocar allá mi guitarra tormenta, así que eso ha dejado tranquilo”, asegura con una sonrisa, refiriéndose a una afinación abierta para su guitarra eléctrica. Un sonido tan característico, que ha bautizado una de sus canciones, “Tormenta de tormento”, que es también el título de su emblemático primer disco al frente de su grupo Los Chatarreros de Sangre y Cielo, que apareció a comienzos de los años ’90.
“Cuando le pregunté a Jara qué canción de mi repertorio quería que hiciera, me señaló sin demorarse ni un minuto una de ese álbum: ‘Ladrada del afilador’. Le tuve que explicar que hace años que no la incluyo en mis recitales, desde que tengo hija no me gusta cantarla”, confiesa Corcobado, que en sus recientes memorias noveladas escribió que fue el tema con el que “verificó que tenía la capacidad, como poeta y músico, de erizar el vello del oyente”. En el libro La música prohibida agrega que al componerla y grabarla “se prodigó en ello”, y es algo que aún se sigue haciendo evidente al atravesar los inquietantes ocho minutos que habitan la sangrienta historia de un asesino serial de niñas.
“Quise crear algo sobrecogedor”, dice hoy sobre ese tema extremo que ya no quiere tocar, y que forma parte de una obra con la que supo ganarse a pulso el título de cantante maldito dentro del rock español. Un retrato en penumbras que se completa con canciones delicadas y mágicas como “Flores de lágrimas”, también de Los Chatarreros, aunque ya en la formación amplia, electrónica además de rockera, con la que cerró la década de los ’90. O sino “Hoy no existo”, del disco que grabó con los Manta Ray de un Nacho Vegas que aún no se había decidido a asumir la voz cantante, o tesoros de su carrera solista mas reciente, como “Secuestraré al amor” o “¿Por qué estoy tan triste?”.
Luces en la oscuridad, yines para sus yangs, gatos negros y gatos blancos correteando en la casa de ese artista entonces torturado, hoy resplandesciente, llamado Javier Cordobado.
RECONOCER LAS INFLUENCIAS
Aunque suene a etiqueta periodística y sea claramente una simplificación, como todas las etiquetas, decir que Corcobado es el Nick Cave español siempre fue el mejor atajo posible a la hora de presentarlo (aun cuando su partida de nacimiento delate que nació en Frankfurt, hijo de una pareja de exiliados que antes de que cumpliera dos años de edad ya estaban de regreso). Pero la utilidad del atajo no es tanto por semejanzas musicales, sino más bien por el hecho de ser contemporáneos y lo especular del camino elegido: la arrolladora crudeza de sus bandas iniciáticas, el filo y la síntesis asfixiante de sus búsquedas solistas, el vértigo y el romanticismo épico del grupo mutante que los ha terminado envolviendo en su primera madurez. Un recorrido que en el caso de Corcovado va de Demonios Tus Ojos --no se puede negar su don para los bautismos, previos grupos iniciáticos llevaron el nombre de 429 Engaños y Mar Otra Vez-- a la última encarnación de Los Chatarreros, incluyendo en el viaje a Cría Cuervos, vehículo de sus experimentos con “boleros enfermos de amor”.
“Yo siempre he reconocido mis influencias, no tengo ningun problema en hacerlo”, asegura Corcobado, que ha escuchado con una sonrisa condescendiente este repaso. “Pero es verdad que llegó un momento que se abusó demasiado de esa comparación, digamos que fácil, con el que para nosotros era sólo el cantante de The Birthday Party. Un grupo que escuchabamos entonces, que nos resultaba familiar, porque estábamos haciendo una onda muy cercana”. Si bien asegura respetar a Cave, por voz y carisma, considera que están lejos tanto en cuestiones poéticas como de visión musical, apunta, ya que lo suyo, dice Corcobado, se acerca mas “al bolero, a la ranchera, al tango mezclado con el ruido aplicado al rock”. Y agrega respecto al australiano: “Ojalá hubiese nacido donde quiso: en el Delta del Mississippi. Y dedicarse a hacer blues”.
A la hora de señalar influencias, entonces, hay otros nombres que aparecen en la lista. “Yo no reniego de nada y menos de lo que otros han dicho de mi, pero mi influencia de verdad, un cantante que realmente me hizo cambiar, fue Alan Vega, el de Suicide. Con ‘Frankie Teardrop’ me enseñó que puedes dramatizar una narración hasta ponerle la piel de gallina al oyente”. En esa lista también entra Johnny Rotten, que –asegura Corcobado– fue el responsable de que, cuando estuvo al frente de una banda, en vez de cantar se pusiese a gritar.
–Vi en un telediario la celebración suya del Jubileo de la Reina, la que hicieron con los Sex Pistols en el barco. Tendría 13 o 14 años, y eso fue rompedor también. Estaba sentado con mis papás viendo la tele, lo miraba y decía: esto es lo que yo quiero hacer.
El de Rotten era un grito de pertenencia de clase, mientras que el de Vega era mas existencial.
–Totalmente de acuerdo. Vega venía del rollo del arte neoyorquino, era escultor. Y con el tiempo descubrí que además era un tipo mayor, había nacido en el ’38 y vivido el rock de Elvis. Así que la influencia de su música era muy potente, era su cantante favorito y podía permitirse imitarlo.
Recuerda haberlo visto al frente de Suicide en un concierto en Madrid, a mediados de los ’80, en el primer regreso del grupo. “Era una discoteca enorme, se llamaba Astoria, y eramos poquísimos viendo el show, que fue tremendo”, recuerda. “Alan Vega fue realmente quien me hizo más daño en el sentido de ser una influencia y enseñarme que en el escenario se podía hacer algo así”.
Entonces asoma el nombre de James Chance y su grupo The Contortions, que murió en junio, a los 71 años. Chance fue uno de los protagonistas de la escena No Wave neoyorkina de los ’70 –otra influencia para Corcobado–, que mezclaba jazz, funk y punk en partes iguales. “Conecto con él por el rollo del blanco que quiere ser negro”, confiesa con una carcajada. “Porque él quiere ser James Brown, y yo también. Fue el tipo más revolucionario que escuché y que vi, porque también lo vi en vivo. Uno de los más grandes”, asegura Corcobado, que señala con esos nombres su punto de partida.
“Luego, cuando uno va cantando, también va aprendiendo”, asegura, y empiezan a ampliarse la lista: vuelve Elvis, entran Frank Sinatra, Charles Aznavour... y Scott Walker. “La voz masculina más bonita de todas, la más aterciopelada”, se entusiasma. “Me subyuga escucharlo”.
PONER EL CUERPO
Dice que lo que hace es música inaudita. Esa que no se escucha en otros lados. “Me gusta crear música inaudita y creo que esa es mi misión”, es cómo se define. Ahora bien, cuando le preguntan al pasar por una etiqueta para su música, hace tiempo que corta por lo sano y simplifica diciendo que lo suyo es rock. “Porque desde que empecé a publicar discos en 1985, por muy raros que fuesen, como los de Mar Otra Vez, que eran muy vanguardistas, al final se trata de eso. Te puede resultar más familiar o más raro si quieres, pero vamos a dejarnos de rollos. Hago rock porque uso instrumentos de rock, baterías, bajos, guitarras eléctricas, ruidos grabados de ambiente que luego incorporo. Por eso: rock. O mejor: rock and roll”.
Antes de la música, estuvo el skate. “Es un deporte muy peligroso, y muchos skaters están locos como una cabra”, cuenta Corcobado, que dice haber empezado a practicarlo muy joven, a mediados de los ’70, y que por entonces ya estaba escuchando rock. “Punk sobre todo: Ramones, Sex Pistols”. Terminó siendo profesional, haciendo exhibiciones en California, cosas así. “Me retiré muy pronto, a los 18 años, porque me rompí el peroné”, aclara, pero confiesa que aún hoy lleva a todos lados su skate en el baúl de su auto. “Pero solo para deslizarme agradablemente de vez en cuando”, dice con una sonrisa. “Hace dos o tres años me metí en un bowl, y dije: vale, esto ya no es para mí”.
No se puede negar que le pusiste el cuerpo a tu vida: te rompiste el peroné haciendo skate, el esternón en un accidente de auto, la pelvis al caer desde un balcón...
–Tengo una genética muy buena y una gran capacidad de recuperación, que todos mis hermanos heredamos de mi padre, un tipo muy físico, que fue futbolista y tal. Pero abusé demasiado de ello, ya llevo unos años en los que soy prudente y precavido, y me cuido mucho.
Pero coqueteaste demasiado con la muerte, tanto que me parece que en algún momento tenés que haber hecho las paces con ella, ¿no es cierto? Sino no podríamos estar ahora hablando.
–Viví el rock de una manera muy intensa desde 1986, cuando decidí dedicarme única y exclusivamente a a la música, aunque pasara hambre, haciendo apenas algún trabajo bukowskiano aquí y allá, para sobrevivir. Así que me tomé la vida del rock and roll al pie de la letra. Es decir, sexo, drogas y rock and roll. Y alcohol. Mucho alcohol. Acabo de corregir La música prohibida para su segunda edición, y pude ver cómo el alcohol me quitaba esa precaución, ese miedo que hay que tenerle a la muerte. Porque cuando estás ebrio pierdes el miedo. Asi que puedes llamar a eso coquetear. Varias veces he tenido incluso la sensación de estar muerto. Porque cuando estás en una unidad de cuidados intensivos, sientes la muerte. Tienes unos sueños que son como estar muerto, prácticamente. Otras veces es una pérdida de sangre la que de repente te hace ver una oscuridad y sientes que te estás yendo. Que te mueres. Y no. Luego te despiertas en un hospital, y te da mucha rabia, porque de alguna manera querías que sucediera. Hubo un momento en que fueron tantos los contactos con la muerte, que ya era cómico, ¿no? Ya me reía. Dije: es imposible. O sea, la muerte no me quiere. Así que estoy condenado a vivir, pensé, y entonces voy a intentar ser lo más consecuente posible con la vida. Gracias a una serie de circunstancias vitales he logrado llegar a ese punto, y una de ellas es haber conocido a Aintzane y a su hija Nora, dieciséis años atrás. Ese encuentro me hizo conocer el amor verdadero, y darme cuenta de que, aunque tenía el complejo de no saber amar de verdad, sí soy capaz de ser feliz sin necesidad de nada externo. Solo amando soy feliz. También ayuda hacerse viejo, es algo muy bueno. Aprecias más todo: la muerte, la vida, pero las cosas ya no son tan drásticas. Todo es más llevadero. Entonces la muerte es bellísima. El poeta no haría nada sin la muerte. Si no hay contraste, no hay nada. Es la vida, es electricidad pura y dura. O sea, si todo fuese positivo sería un aburrimiento. Y si todo fuese negativo, lo mismo.
RAÍCES MÓVILES
Nadie se lo vio venir, mucho menos el propio interesado. Pero hoy en día donde el cantante maldito del rock español tiene mayor cantidad de público es en México. “El que vino con la noticia fue mi colega, el también músico vanguardista Suso Saiz, que estuvo allá en el ’92”, cuenta Corcobado. “Llega de regreso a Madrid y me dice: ‘Javier, en México te quieren mucho’”.
Saiz había estado tocando con el mexicano Jorge Reyes, y le hizo el contacto con Alejandro Ruiz Ortega, un personaje que promovía el rock por allá, dueño de una sala de conciertos y una tienda de discos. “Fue el primero que se atrevió a llevarme a hacer unos shows acústicos ese mismo año y al año siguiente, y listo. Fui esas dos veces, toqué para una pequeña cantidad de seguidores, y luego no volví hasta casi una década después”.
Por aquellos años, a fines de los ’90, Corcobado estaba terminando de delinear el personaje artístico que lo acompañaría de ahí en más durante toda su vida. Había tenido un exito moderado con Tormenta de tormento dentro del indie español, a través de un sello llamado Triquinoise, el mismo que editó los discos de Pachuco Cadáver, el grupo de Pettinato y Piccolini, del que participaba también Willy Crook. Pero para la segunda mitad de la década llegaría un contrato con Warner, una multinacional y, además de la formación de Los Chatarreros que grabaría el clásico Arco iris de lágrimas (1995), ya estaba en activo Cría Cuervos, un subgrupo dedicado a dejarse arrebatar con versiones de canciones románticas. Es de esa época su versión de “Digan lo que digan”, que desde entonces no ha salido de su repertorio.
“Es un tema que Manuel Alejandro hizo para Raphael, que fue una gran influencia cuando yo era niño. Lo mismo Julio Iglesias y Camilo Sesto, cantantes poderosos de habla hispana. Y ahí podemos sumar a Leonardo Favio o a Sandro. Yo los llamo los crooners”, explica Corcovado. “Era un momento un tanto oscuro en mi vida y esa versión le dio un poco de luz a todo ese entorno en el que estaba viviendo entonces, de muchas drogas, mucho rock and roll, como te decía antes. ‘Digan lo que digan’ creo que es una letra muy positiva, que habla de que todo el mundo es bueno realmente y que todo, todo, todo es bonito”, opina el cantante, obviando el toque de malditismo que esconde el tema, al que el propio Raphael ha calificado recientemente como la primera canción de protesta.
Cuando con el fin de los ’90 todas las puertas parecieron cerrársele en España, es que volvió a entrar México en escena. “Decidí irme a vivir allá, y ahí es cuando me llevé la verdadera sorpresa, porque mi numero de seguidores había crecido exponencialmente. Por eso fue que me pude asentar en la ciudad, vivir prácticamente de la música durante dos años e incluso autoproducirme un disco”. Se refiere al magnífico regreso en forma que fue Fotografiando al corazón (2003), que incluye una versión de “Ella ya me olvidó”, de Leonardo Favio.
Corcobado dice que desde entonces echó raíces en México, aunque son raíces móviles, agrega con una sonrisa, porque las verdaderas son las que poco después lo unirían hasta el día de hoy en el País Vasco. “Todos los años toco allá, se trata de un publico muy apasionado”, cuenta, y se quita un poco de mérito aclarando que DF es una ciudad de muchos habitantes, así que hay público para todos. Si se se puso malthusiano al titular su último disco al día de hoy, Somos demasiados (2019), era de esperar que lo hiciera también para evitar presumir por la raza --como se autocelebra el público mexicano más apasionado-- que lo apoya. “Tengo la suerte de tener allí fieles viejos seguidores. Luego están sus hijos, porque aquellos fieles venían con sus hijos. Y ahora esos hijos siguen viniendo con sus propios hijos, es decir que son nietos de aquellos originales. Entonces es todo muy bonito”, se entusiasma Corcobado, que a esta altura tiene banda propia en México, integrada por Edgar Torres, un guitarrista que graba en solitario como Sr. Gasolina, y su otro guitarrista es Juan Morales, que integra el grupo San Pascualito Rey. “En el último concierto que hice allí en julio de este año, en una sala del DF muy bonita que se llama La Maraka, había gente jovencísima, veinteañeros y apasionados. ¡Se sabían las letras! Es lo bueno que tiene envejecer y seguir haciendo eso para lo que uno ha nacido”.
LA VERDADERA MÚSICA
Ahora que el Río de la Plata lo espera, corresponde preguntarle a Corcobado por su vínculo con estas tierras y estas aguas. El recuerdo lo lleva hasta sus épocas de servicio militar que realizó en Tenerife, como parte del Servicio Geográfico del ejército español. “Me lo pasé interpretando fotografías aéreas y dibujando mapas sobre un tablero”, explica. “Tenía un cassette de tangos de Carlos Gardel que me había regalado una gran amiga mía de toda la vida, que entonces era mi novia. Ella se había quedado en Madrid, así que todo lo que yo hacía era dibujar y escuchar a Gardel. Me conozco aquellos treinta y tantos tangos de memoria”, asegura Corcobado, que se reconoce un apasionado por el tango, y también por Favio, el “Rosa, Rosa” de Sandro e incluso la Mona Giménez.
Su otro contacto con la Argentina es de aquella época en que había firmado con Warner y vivía en el barrio madrileño de Malasaña. Había un compañero de sello que era su vecino, y que responde al nombre de Andrés Calamaro. “Como éramos vecinos empezamos a vernos por el barrio, y ahí conocí al Andrés persona, no al personaje. Y al multi instrumentista, al experimentador en su estudio hogareño, hambriento por hacer cosas distintas. Hemos grabado juntos cosas muy desquiciadas, hasta hicimos incluso una versión de ‘Tormenta’, un tango de Rodolfo Lesica, que no se por donde andará”.
Además de su banda española y su similar mexicana, Corcobado desde hace un mes que ensaya virtualmente para sus conciertos por estos pagos con dos bandas más: una porteña y la otra montevideana. Con ellas tocará en varias fechas pequeñas que ya tiene pautadas a ambos lados del Río. Hay una lista de temas que circula en las redes, que dan cuenta de un repertorio que incluye temas de todos sus discos, especialmente del resplandeciente A nadie (2009), que incluye un clásico tardío como “Caballitos de anís”, y al que considera su mejor trabajo. Al menos hasta que finalmente edite ese portento épico que es Canción de amor de un día, veinticuatro horas de música aleatoria y también canciones, para el que han colaborado muchos de sus colegas, desde por supuesto Calamaro hasta Enrique Bunbury, pasando por Cathy Claret, Suso Saiz, Aviador Dro y muchos más. Después de mil y un intentos –Corcobado ha estado siete años detrás de esto– saldrá acompañado por un libro y en un pendrive, editado por la misma casa por la que ha sacado sus memorias noveladas, la editorial vasca Liburuak. Y ha empezado a componer para su próximo disco propiamente dicho, que ya tiene título: Solitud, con el que confía en celebrar el año que viene los cuarenta años que lleva grabando.
Durante toda una vida haciendo discos pareciera como que fuiste limpiando las malezas y terminaste entregándote a la cancion, ¿es posible describir así tu recorrido?
–Vas bien encaminado, porque al final lo que intenté conjugar eran los poemas que escribía, que al principio tenían un carácter dadaísta y muy desordenado. Pero que poco a poco, a base de cantar, se convertían en canciones. Y poco a poco también fui aprendiendo el arte y la artesanía de hacer canciones hasta llegar, con los años y las décadas, a hacer canciones convencionales, como las de otros artistas que me han conmovido. Y bueno, pues sí, estoy de acuerdo: es el mundo de la canción en el que en el que me me he movido y por el cual se me ha conocido.
Estuviste corrigiendo tu última novela, La música prohibida, 800 páginas en las que cuentas gran parte de tu vida. ¿Podés elegir un momento que te explique como músico, o que explique tu obra?
–Mira, te diré algo. La música no la podemos componer los seres humanos. Es un juego que nos estamos creyendo, una especie de imitación de un dios. Jugamos a que sabemos componer música, que sabemos cantarla, que podemos tocarla con nuestros instrumentos. Y realmente somos unos impostores. Porque cuando escuchás la música de la naturaleza, la que hace el viento tañendo las hojas y las ramas de los árboles, y oyes a la vez el ritmo de las olas del mar, te das cuenta que hacemos el ridículo cogiendo las guitarritas, los violines, los saxofones, los pianos y los sintetizadores. Lo que estamos haciendo es ganarnos la vida con esto, lo entiendo. Pero lo que pasa es que se abusa de este arte. Y eso es algo que yo nunca lo he llevado muy bien, aunque he acabado comprendiendo que soy un producto, que estoy en venta, que la gente paga por verme cantar en un escenario. Pero todo eso forma parte de la ambición del ser humano, de creernos siempre superiores. Eso no está en la naturaleza. Y yo creo sinceramente que la verdadera música es la que hace todos los días la naturaleza.
Javier Corcobado toca el martes 12 en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Av. Corrientes 2038, a las 20.30) y el miércoles 13 en Hasta Trilce (Maza 177, a las 22).