Luego de Pornography, disco de 1982 que presenta un ambiente oscuro, cargado de una imaginería sombría y de excesos, de letras fragmentarias en las que aún hoy se puede encontrar la sensación de un apocalipsis personal que se apoderó de todo, Simon Gallup, bajista que había encontrado su lugar en The Cure en 1979, deja la banda tras una larga ingesta de alcohol y quién sabe qué más con el líder del grupo, Robert Smith. La sensación era que una de las bandas que definirían el rumbo del post-punk y la idea de lo “dark”, tanto en lo musical como en la vestimenta y hasta el maquillaje, había encontrado su fin. Una sensación similar se dejó sentir con Disintegration (1989), con la partida de Lol Tolhurst, el otro miembro histórico del conjunto, quien pasó de ser baterista a tecladista y, finalmente, a desempleado. Y lo mismo con Bloodflowers (2000) y las letras sobre tener 39 y llegar a una edad en donde todo se tiñe de nostalgia. “Todo disco de The Cure es el último disco”, dijo Smith a finales de los ’80. Songs of a Lost World, lanzamiento que mantiene una distancia de 16 años con la última placa de la banda, 4:13 Dream, tiene tantos componentes finales, de ocaso, de cierre, que cuando se termina el último tema, la sensación que queda en el aire es que después de esto ya no queda mucho por decir. Pero no puede ser el fin. Es un fin. Uno de los muchos que The Cure atravesó en casi 50 años de carrera.
“Alone” es el tema que abre el disco y el que se presentó como single antes de la salida de Songs of a Lost World el pasado 1 de noviembre. Y es también el tema con el que abrieron el último recital en Argentina, en su tercera presentación luego del necesario River de 2013 y el desproporcionado y cuasi-satánico Ferro de 1987. Hay una marca del disco que va del primer al último tema: la relación del cantante y compositor con la canción como forma, como obra, y también como espejo. “Este es el fin de todas las canciones que alguna vez canté”: así, la primera línea de la primera canción va construyendo una atmósfera única, melancólica, obligando a quien la escuche a zambullirse en esa cosa tan propia del espíritu romántico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX que la banda recupera en más de un sentido en su estética. Pérdida, melancolía, paso del tiempo y cercanía tangible con la muerte. “Alone” abre y “Endsong” cierra el disco, precisamente, una canción que parece la canción final en el sentido más puro de la palabra, una despedida al sonido, a la composición, a aquello que tantas veces interpeló a quien ahora ejecuta el instrumento: “He quedado solo y con nada al final de cada canción”, repite, allí, Smith.
En el medio, las composiciones se van sucediendo con temáticas estables dentro de lo que es la banda, esa idea de que el mundo puede ser representado en el amor y la pérdida, filtrado en un vínculo amoroso que puede ser alucinante y llevarnos a las estrellas o a chocarnos contra la nada del océano. “And Nothing is Forever” y “A Fragile Thing” resultan piezas reflexivas que se oponen a las más movidas “Warsong” (con un teclado de Roger O’Donell emulando el sonido de gaitas de “Untitled”, el último tema de Disintegration) y “Drone:Nodrone”, cuyo título parece una huella de la época de 4:13 Dream, disco que también implicó cierto modo de fin con un grupo conformado por Smith, Gallup y el baterista Jason Cooper, con un breve regreso del guitarrista (y ex cuñado de Smith), Porl Thompson. El pico entre el comienzo y cierre lírico del disco es “I Can Never Say Goodbye”, una de las pocas canciones de Smith que no hablan del amor de pareja como metáfora del vacío existencial, sino que encara un tema personal, biográfico, de mucho peso para entender todo Songs of a Lost World: la muerte de su hermano Richard, en un tema en donde se declara, entre un teclado solitario y el ruido de lluvia, entre un repetitivo sonido metálico de fondo, que “algo perverso viene así / a robarse la vida de mi hermano”. Luego, “All I Ever Am” y el cierre apoteósico de los once minutos de “Endsong”.
Songs of a Lost World es un disco que funciona más como una atmósfera que como una recolección de canciones, ocho de ellas, para ser exactos. En este caso, verdaderamente construidas con el paso del tiempo: hay demos que son de 2010, otros, un poco más cerca del tiempo, entre 2018 y 2019, luego de que se cumpliesen 40 años de la salida de los primeros singles y cuando el alegre pesimista de Smith ya pensaba que había llegado el momento de dar por terminado el conjunto. Mucho de la placa recuerda a Disintegration, verdadero hermano en términos de sonido (colchones de teclado, los bajos de Gallup que son fundamentales para el sonido de The Cure, etc.), pero apunta menos al hit, al tema de impacto, que a la invitación a meterse en un túnel de auténtica contemplación sonora, de ahí que se acerque a Faith (1981) y más, sobre todo, a Bloodflowers.
El chico del fuerte acento de Sarf London (expresión coloquial para hablar del sur londinense), tímido, retraído, casado con su novia de la adolescencia, Mary Poole, llega a la mitad de los 60 entendiendo que todo lo que es viejo le resulta pesado, aburrido, y no comprende, justamente, cómo él es también viejo. Su música, por eso, ya no tiene que jugar a la novedad, como quiso tratar de hacer con el disco más flojo, según él, de los que hizo: The Cure (2004). Puede concentrarse en el núcleo de un estilo que viene desarrollando aquí y allá, en discos íntimos y oscuros (no necesariamente “darkies”) que renuevan, por ejemplo, ese tono que se encuentra en Low de Bowie, y que también fue hermano de Joy Division, de Siouxsie and The Banshees, hasta de Echo & The Bunnymen. Pero The Cure logró casi lo imposible: una masividad con una impronta musical tan única que se siente hasta en sus temas más poperos, esos que hoy se pueden cantar para alegrar la mañana, o los más oscuros, para los momentos solitarios del alma. Para una banda que jugó siempre al final, Songs of a Lost World tiene el inmejorable privilegio de sobrepasar las expectativas más dramáticas de su único miembro estable, su creador, aquel que dice que piensa terminar con la banda después de 2028: hacer un disco nuevo es como decir, de algún modo, que nunca, nunca se va a poder decir adiós del todo.