Apenas lo escuchó supo que era su bandoneón. El mismo sonido gastado, algo triste como las despedidas silenciosas. Caminó por la peatonal Lavalle esperando encontrarse con su cuerpo encorvado y sus dedos largos acariciando las teclas. Pero cuando estuvo frente a él, las piernas que sostenían el fuelle eran las de un pibe que podría ser su hijo, la única semejanza que tenía con su abuelo era la tristeza en sus ojos.

Nicasio había sido un gran bandoneonista en la época dorada del tango. Magali apenas llegó a conocerlo. Cuando ella tenía seis años, Nicasio desapareció de su vida para siempre. Con esto no quiero decir que se murió porque eso nadie lo sabe. Pero por una cuestión de edad sería lo más lógico. Magali lo recordaba como un hombre bastante mayor cuando ella era chiquita. Un día agarró el bandoneón y se mandó a mudar, ni siquiera dejó una carta de despedida. Las veces que Magali le preguntó a su padre acerca de la decisión del abuelo, nunca obtuvo una respuesta que la convenciera: que era un viejo loco, que siempre vivió así, que lo único que le importaba era esa Mimí y tocar el bandoneón.

Aun así, Magali nunca pudo sacarse de la cabeza ese tango que le gustaba que le tocara su abuelo. Nicasio se calzaba el instrumento y tarareaba la letra mientras la melodía respiraba agitada hasta los oídos de Magali que lo miraba sentada desde el piso. Cada vez que terminaba la canción le guiñaba un ojo y ella aplaudía desde abajo. Después, él se iba con el bandoneón a cuestas diciendo mientras se alejaba “ya no sirvo para viejo”.

Cuando escuchó la melodía que cantaba el pibe de la peatonal Lavalle supo que esa era la canción que le tocaba su abuelo:

Bandoneón,

hoy es noche de fandango

y puedo confesarte la verdad,

copa a copa, pena a pena, tango a tango,

embalado en la locura

del alcohol y la amargura”

Mimí era bailarina de tango en la orquesta donde tocó Nicanor durante años. Su padre le había contado a Magali que ella y su abuelo habían tenido una historia, supuestamente después que falleció su mujer, pero que para él ya la engañaba con esta Mimí desde antes. Nicanor se había obsesionado tanto con la bailarina que nunca había vuelto a ser el mismo después de que ella se alejara de la orquesta y se fuera sin dejar rastros. A partir de ese momento, Nicanor se perdió en la bebida y en el bandoneón, era lo único que lo mantenía inquieto. Se pasaba horas tocando en solitario, decía que en las melodías era donde la encontraba. Cada vez que escuchaba taconear a alguien, enseguida buscaba el sonido tratando de encontrar los zapatos de gamuza roja con suela de cuero que hacían deslizar el cuerpo flaco de Mimí. Pero nunca los encontró, solo en los momentos en los que el bandoneón respiraba agitado se le iluminaban los ojos como si la tuviera bailando frente a él.

El pibe de la peatonal Lavalle seguía concentrado en su interpretación mientras una parejita con movimientos sincronizados bailaba a su lado. Pero Magali solo se concentraba en ver cómo el bandoneonista hamacaba el fuelle sobre su regazo mientras cantaba:

Bandoneón,

para qué nombrarla tanto,

no ves que está de olvido el corazón

y ella vuelve noche a noche como un canto

en las gotas de tu llanto,

¡che bandoneón!”

La gente se seguía apretando alrededor de esa canción. Turistas y oficinistas curiosos se sorprendían al ver la destreza de esos dedos jóvenes haciendo llorar a un instrumento que algunos veían por primera vez en su vida. Pero para Magali, ese sonido era una canción de cuna, era volver a ser una niña. Se sentó en la peatonal y desde ahí lo miraba con los ojos de la edad de la inocencia. Los bailarines seguían danzando como poseídos con las notas de esa mágica canción.

Antes del final, Magali no pudo desatar el nudo que le ahogaba la garganta. Pensó en su abuelo, qué habría sido de su vida. Se lamentó de no poder disfrutarlo más tiempo. El pibe de la peatonal Lavalle con la cara enrojecida lloraba los últimos versos:

Tu canto es el amor que no se dio

y el cielo que soñamos una vez,

y el fraternal amigo que se hundió

cinchando en la tormenta de un querer.

Y esas ganas tremendas de llorar

que a veces nos inundan sin razón,

y el trago de licor que obliga a recordar

si el alma está en orsai, che bandoneón.”

No hubo una sola persona que no aplaudiera al terminar la canción. El pibe de la peatonal Lavalle agradeció poniendo las palmas de sus manos en el pecho. Después apoyó el bandoneón en el piso y comenzó a pasar el sombrero entre los presentes. A medida que se acercaba, Magali se tentó con preguntarle quién le había enseñado a tocar de esa manera el bandoneón. Preguntarle si esa persona estaba viva. En dónde lo conoció. Dónde lo podía encontrar. Sin embargo, al tener el sombrero frente a ella, solo atinó a dejarle un billete y una sonrisa. El pibe de la peatonal Lavalle le agradeció con la mirada y antes de seguir la recorrida le guiñó un ojo.

 

Magali se fue caminando envuelta en la melodía que la abrigaba como un abrazo. Sintió que no caminaba sola, alguien iba a su lado. Alguien encorvado y con los dedos largos. Antes de doblar en la esquina de Florida escuchó nítido unos pasos, un taconeo que la atrapaba. Al girarse, pudo ver al pibe de la peatonal Lavalle sosteniendo el bandoneón con una mano, y con la otra, abrazaba a la bailarina mientras se alejaban para el lado del Bajo. Él con una sonrisa de oreja a oreja. Ella taconeando firme, con su cuerpo flaco sostenido por un par de zapatos de gamuza rojos con la suela de cuero.