Caballo de verano de Hernán Rosino, es un conjunto de cuentos que configuran un entramado complejo sobre la vida en el campo. Si bien Ronsino retoma un célebre itinerario para marcar los desplazamientos de los personajes, el viaje de la ciudad al campo y viceversa, los textos van mucho más allá de los derivados ideológicos y narrativos de ese tópico, desde el que se fueron gestando muchas de las grandes épicas nacionales. La apuesta del escritor es nuevamente contar historias pequeñas, sucesos cotidianos para ampliar así el foco sobre las tensiones humanas que en muchos casos aparecen aquí atravesadas por silencios y elipsis. El sondeo certero por la dimensión de los afectos y la selección precisa entre el repertorio temático disponible validan el ímpetu de volver a esos territorios conocidos de la ficción y revitalizan las formas de narrar una vez más el paisaje rural argentino.

La tradicional dicotomía campo-ciudad también resuena en el orden estructural del libro en tanto los cuentos de la primera parte son de ambientación rural y los que integran la segunda se adentran en complejos terrenos urbanos. Esa distinción que podría pecar de convencional sin embargo convoca imágenes y tramas que renuevan las clásicas asociaciones que promueven esos espacios.

En los relatos de la primera parte el campo se convierte en un escenario emocional. Siestas interminables, caminos áridos y ritmos lentos van pautando la cadencia de los personajes frente a un ambiente que lejos de evocar experiencias bucólicas se impone opresivo. En “La tormenta”, seguimos a Ángel, un niño que se dedica a dibujar tormentas en un acto de resistencia acallada ante la inminencia de la llegada de un nuevo hermano y el desconcierto que le produce su entorno familiar. Lo cotidiano adquiere dimensiones inesperadas, y en este sentido, el relato entra en claro diálogo con la literatura de Haroldo Conti, a quien Ronsino homenajea en el epígrafe del cuento “Caballo”, que reza: “Ese ansioso caballo del verano”, frase que por algo más que una razón estética le da título al libro. La tormenta en el campo y sus consecuencias -un tópico del ruralismo argentino (con los ejemplos paradigmáticos de Los caranchos de la Florida de Benito Lynch y El viento que arrasa de Selva Almada)- funciona aquí como símbolo de la lucha interna frente a la adversidad externa, ante el sublime y lo desconocido por familiar que parezca.

En “La curva” se narran los días de una mujer enigmática cuya vida estuvo marcada por el abuso y el abandono. Esta mujer, a quien la narradora describe de piernas largas y con una conexión profunda con la tierra, se convierte en una mujer que mata (a su tío, el abusador). Sobre ella se tejen difamaciones que olvidan su verdadera tragedia y se sustentan en un accionar que la ubica en la imagen de la madre mala, ese que la lleva a dejar al recién nacido en un campo de por ahí por no sentirlo suyo, y a arrojarse a una vida marginal, en el monte, junto a perros y algunos jóvenes. Este cuento encuentra un tono sombrío y poético, a la vez, para mostrar cómo la violencia y el trauma moldean la percepción y el destino de una mujer, sola en el campo.

En “Caballo”, Polo y Cachila, dos amigos, reciben el encargo de recuperar un caballo junto al río antes de que termine el día. Este relato, cargado de simbolismo, se articula en torno al viaje de estos dos jóvenes que, entre juegos y desafíos, emprenden una suerte de rito de paso que va más allá de la simple tarea encomendada. El cuento captura, con gran sensibilidad, los paisajes de siestas interminables y las tensiones propias de la amistad juvenil en un entorno que parece inmóvil pero que, al mismo tiempo, transforma a sus habitantes de manera silenciosa.

 

“Y los perros también” es otra pieza clave de esta sección, donde una chica viaja al velorio de su tío. Aquí, Ronsino vuelve a recurrir a la memoria, los rencores familiares y la implacabilidad del tiempo. El polvo del camino que cubre a los personajes al regresar del velorio es un eco de la inevitable muerte que ronda las vidas de estos personajes.

El cuento “Febrero” narra la historia de una mujer que, un año después de un trágico accidente, regresa a la escena del crimen en un intento de enfrentar sus emociones y recuerdos. A través de su narración, descubrimos detalles y responsabilidades del accidente. La protagonista revive momentos previos al hecho, su encuentro con Osiris en una laguna, sus sentimientos de atracción hacia él, y la angustia por su matrimonio con Martín. El cuento se desarrolla en una atmósfera de melancolía, en la que la memoria, la culpa y la muerte son los ejes principales.

Si el campo es excusa para desarrollar una trama de afectos, la ciudad, en un guiño a esa tradición que une este espacio al desengaño que trae la obnubilación por sus luces, se convierte en sede del desencanto. Los cuentos de la segunda parte del libro eligen esas vías que dejan atrás la ruralidad y abren paso a la soledad y la fragilidad humanas que la ciudad acoge sin piedad alguna. En “Los ladrones”, Ronsino nos presenta a Tomaso, un hombre metódico y solitario que, ahora jubilado después de años de trabajar en un banco, reflexiona sobre aquello que dejó pasar, particularmente un romance apasionado con Greta Larken, una alemana a la que conoció en La Plata durante su juventud. A través de recuerdos fragmentados en recortes de melancolía, Tomaso se revela como un personaje atrapado en la rutina y sufriendo la frustración por malas decisiones pasadas que tiene un desenlace cargado de traiciones.

El último cuento, “Ejército enemigo”, narra la historia de Salvador Briceño, un joven obsesionado con la guerra, influido por su padre, un médico con conexiones militares que le permite entrenarse en Campo de Mayo. A lo largo de su vida, el protagonista anhela participar en una guerra real, y ese deseo se potencia con el estallido de Malvinas. Pero su destino se tuerce cuando su compañero de oficina, Osorio, lo involucra en una trama de extorsión que lo lleva a un aislamiento brutal en la isla Martín García, un espacio que podría pensarse como una forma intermedia entre lo urbano propiamente y lo rural: una isla. En este relato, entonces, la ciudad de Buenos Aires se perfila como un ejército enemigo que aparece y desaparece en la niebla.

Uno de los grandes logros de Ronsino en Caballo de verano es su manejo del tiempo, que no transcurre de manera lineal sino que, más bien, atiende para su metraje al devenir intempestivo de los afectos. Un tiempo que escapa a ordenaciones productivas, nacionales e incluso desatiende a los ciclos naturales, para también apelar a la memoria, tanto personal como colectiva, para establecer otros parámetros al momento de enmarcar la narración.

Por lo demás, los personajes de estos relatos son sujetos que se hallan en constante búsqueda y en esa obsesión van acumulando capas de complejidad que redundan en un desenlace que se devela inquietante: una verdad oculta, la posibilidad de redención, la súbita conexión con otros seres humanos. Sin embargo, esa búsqueda que moviliza la trama se estanca siempre en una sensación de pérdida, que llega a su punto más alto cuando se internaliza una certeza: el tiempo pasa, no hay vuelta atrás.

 

La prosa de Ronsino, despojada de artificios ociosos, y cargada de una intensidad emocional, hace de cada cuento un universo único, incluso cuando las ambientaciones procedan de escenas literarias conocidas. Este nuevo libro traza relaciones de filiación y desvíos con las diferentes vertientes de la tradición del ruralismo argentino, que usaron los espacios del campo y la ciudad para ofrecer imágenes diferentes según las expectativas de conformación de una idea nacional. En un escenario literario donde el alambrado entre lo rural y lo urbano sigue siendo tema de exploración, el autor logra crear un puente entre estos dos mundos y para ello se atreve a desandar los traumas heredados. Ronsino apela con los recursos del presente a preguntarse por las complejidades del ser humano, yendo y viniendo entre los pliegues de una memoria no melancolizada sobre el pasado literario.