“‘El Silencio’ es algo más que el nombre del campo clandestino de detención; es también una forma de estar en el mundo por parte de los isleños”, dice Marisa González de Oleaga a lo largo de una charla que buscó indagar sobre las razones de producción y publicación de su libro “El Silencio. La dictadura en el Delta” y culminó con reflexiones acerca de la importancia de generar las condiciones para que la memoria se transmita, circule, se recree, se reconstruya. La publicación, de flamante presentación en Argentina, narra de manera fragmentaria y “desde el experimento” de mezclar diferentes registros –el directo y el indirecto, las voces de otres, la reconstrucción histórica y la pedagogía geográfica, la construcción literaria y la poética, las vivencias de un grupo de sobrevivientes que durante poco más de un mes fueron mantenidos cautivos en el centro clandestino satélite de la ESMA que la Marina montó en el Delta bonaerense y aquellas que atravesaron las vidas de isleños e isleñas durante los años de dictadura cívico militar.
González de Oleaga es argentina. Tenía 15 años cuando su familia decidió mudarse a España luego de que la represión ilegal de la Triple A les respirara demasiado cerca. Al otro lado del Atlántico creció y se hizo de herramientas académicas para permanecer cerca de la tierra natal. Se formó en la Universidad Complutense de Madrid, es profesora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en España. Es historiadora y publicó numerosas investigaciones, llevadas a cabo en soledad y en compañía de colegas. “El Silencio. La dictadura en el Delta” es fruto de un trabajo que duró 13 años.
“Empiezo sinceramente por pura curiosidad despertada por una amenaza que sentí en el lugar que elegí para construir una casa para mí y mi familia, que fue en lo personal una forma de volver a este país después de haberme tenido que ir”, cuenta en diálogo con Página|12. Durante la primera década de los 2000, la investigadora compró un terreno a orillas del arroyo Caracoles, en el Delta, donde hoy se instala los meses en los que vive en Buenos Aires. “El hecho de que en el Delta la dictadura instalara un campo clandestino de detención me resultaba algo sombrío, algo muy siniestro, amenazante. Yo quería intentar entender eso, así que me puse a buscar ese lugar”, continuó.
Sabía de El Silencio, uno de los escenarios que la Marina utilizó como satélites del centro clandestino que montó en la ESMA, por el libro de Horacio Verbitsky --”El Silencio. Las relaciones secretas de la Iglesia con la ESMA” (2005)-- y por un relato de un escritor canario. Buscó hasta encontrarla. Recorrió el predio y las dos edificaciones en donde una veintena de detenides desaparecidos de la ESMA fueron mantenidos cautivos y sometidos a trabajo esclavo durante un mes aproximadamente en septiembre de 1979, en plena visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Las fotografió. Y se obsesionó.
Todo el trabajo de investigación, de archivo y de reflexión realizado durante más de una década quedó plasmado en “El Silencio. La dictadura en el Delta”, editado por Tren en Movimiento y de flamante publicación –el jueves lo presentó por primera vez en la Casa de la memoria Pepa Noia–.
–El uso de la quinta “El Silencio”, ubicada en el Delta bonaerense es un dato que se conoce. ¿Cuál es el objetivo de este libro que publicás y que lleva el mismo nombre?
–El libro de Verbitsky estaba más orientado a evidenciar las complicidades de la Iglesia con el terrorismo de Estado. A mí me interesaba rescatar la memoria de resistencia en ese lugar que era como una sucursal de la ESMA, pero muy diferente, y evidenciar en qué medida esa espacialidad tan diferente había condicionado las relaciones, los vínculos tanto entre los detenidos desaparecidos como los vínculos con los captores. En la ESMA había una división entre los espacios de los perpetradores y los espacios de los detenidos desaparecidos. En “El Silencio”, sobre todo en la casa grande, estaban todos en el mismo espacio, la misma casa, más allá de que no compartieran habitaciones. También me llamaba mucho la atención ver en qué medida todas la represión había actuado en ese lugar.
–Entre reconstrucción histórica, geográfica y antropológica del Delta y datos sobre lo que significó para usted instalarse allí, el libro tiene dos partes bien marcadas: una dedicada a reconstruir memorias de resistencia de los sobrevivientes y otra que recoge vivencias de les vecinos durante la última dictadura. ¿Por qué esta decisión?
–De “El Silencio” se conocía su existencia como centro clandestino, su vínculo con la Iglesia, y no mucho más, a pesar de los testimonios de los sobrevivientes. Muchos de ellos la volvieron a pisar por primera vez después de su estancia en 1979 recién cuando fuimos juntos. Quise reconstruir sus recuerdos, más que nada. Pero la pregunta más potente de mi investigación era cómo habrían vivido eso los pobladores del Delta, un lugar del que no se sabe nada. Es como una especie de patio trasero, es como algo invisibilizado. Todo el mundo sabe que está ahí, pero es una zona que no está incorporada ni a la historia ni a la sociología ni a la antropología. A mí me interesaba no solo recuperar esa información, sino también hacer una intervención para intentar borrar ese silencio que es tan pesado en el Delta. Todo el mundo mantiene el silencio. El Silencio es algo más que el nombre del campo clandestino de detención, es también una forma de estar en el mundo por parte de los isleños. Entonces la pregunta era cómo lo vivieron. Ellos sabían que eso existía, lo veían, y por supuesto que se hacían preguntas.
Después de visitar la quinta, de ir con los sobrevivientes, González de Oleaga decide empezar a visitar vecines. Entre mateada y mateada, intentos y reintentos, varies empiezan a compartir con ella sus recuerdos. Son, sobre todo, mujeres. “Durante una primera etapa la investigación fue muy fructífera porque yo puedo hablar con los isleños, preguntarles, y ellos cuentan. Hasta el 2015. Entonces, cuando asume el gobierno (Mauricio) Macri la cosa se corta. La gente deja de contar”, apunta a modo de dato revelador.
–¿Qué rumbo toma la investigación?
–Decido empezar a trabajar con algunas escuelas yendo a hablar con los chicos. No me interesaba el rescate de información nada más. Yo lo que quería era intervenir de alguna forma. Facilitar una intervención. Me entero de que los chicos de las nuevas generaciones no tienen la más remota idea de lo que había pasado durante la dictadura en el Delta. Entonces les propongo que sean ellos los que hablen con el abuelo, con el vecino, con el padre, para preguntar. De manera muy curiosa, esos vecinos, esos abuelos, esos padres hablan con los chicos porque es un trabajo para la escuela. Y lo más importante y deslumbrante de todo es lo que les pasa a estos chicos cuando descubren ese pasado que les pertenece, pero que les fue secuestrado. Nadie se los había compartido.
–¿Los recuerdos y la vivencias silenciadas solo están referidas a la existencia de El silencio como centro clandestino?
–No. Acá la gente te cuenta sobre los fondeos, sobre barcos, les llamaban barcos negros, que fondeaban en la zona tambores de esos de 200 litros. Te cuenta sobre cuerpos que aparecían flotando, de como en la confluencia de los ríos cuando hay marea baja aparecían un montón de anclas, de cigüeñales y de restos de fierros que se supone eran usados para hundir los cuerpos en el fondo del río. Y también te cuenta del hostigamiento, de que las patotas aparecían de repente en la casa de alguien a las 6 de la mañana, pateaban la puerta y hacían requisas con el objetivo de meter miedo.
–¿Cuáles son los efectos en los chicos a partir del descubrimiento de estos relatos?
–Todo eso se recupera y se recrea. Me interesa trabajar la memoria con los chicos teniéndolos en cuenta no como meros receptores de información. Sino también como creadores de su propia memoria. Es fundamental que la memoria se transmita.
–¿Por qué?
–Porque aquello de lo que no se habla, aquello que pasó y que es traumático y que rompió de manera totalmente inesperada la existencia, queda coagulado. Tiene una presencia no reconocida, o sea, es la idea de trauma más clásica. Lo he visto en los chicos. En el Delta, la represión de la última dictadura no se transmitió desde la palabra, sino desde el silencio. Y así nadie pudo lidiar con eso. He visto conductas evitativas en la isla respecto a la autoridad sin que puedan explicar las razones. Ante la Policía, la Prefectura, ‘hay que tener cuidado’ y cuando preguntás te dicen que es ‘por lo que pasó’ y nada más. Si lo que en tu casa o en tu escuela o en tu familia te transmiten es simplemente el miedo, miedo a no se sabe qué, miedo que tiene que ver con el lenguaje físico de los padres, miedo que tiene que ver con alguna palabra que se dice, es muy difícil poder contrarrestar eso. Una buena democracia, una buena salud y calidad de la democracia implica sujetos que no tengan miedo a la autoridad sino la capacidad para reclamar y exigir lo que les corresponde por derecho.