El “conflicto aeronáutico” -por poner algún título aunque el mismo no describa de manera fehaciente lo que realmente sucede- ganó en la última semana el centro de la escena comunicacional. En realidad fue el gobierno que encabeza Javier Mieli el que diseñó una estrategia político-comunicacional para lograr ese objetivo e invirtió en ello todos los recursos a su alcance para lograrlo.

En un intento de describir ese proceso se podría decir que, como recurso político, hubo una construcción comunicacional del conflicto. No es la primera vez –tampoco será la última- que el gobierno libertario usa la comunicación como escenario donde jugar el partido. Es un terreno que los libertarios conocen casi a la perfección en su diseño actual y donde se sienten y actúan como locatarios. Aunque también allí se equivoquen y comentan errores. Sin embargo lo que hacen –al menos por el momento- les sigue rindiendo frutos positivos a su propósito político cultural: imponer la agenda, retener o sumar adeptos e, incluso, ganar la batalla discursiva.

Nada es improvisado. Ni las formas, ni los exabruptos, ni tampoco el lenguaje vulgar del Presidente. Es de mal gusto para la cultura política tradicional y por eso mismo molesto, disruptivo. Pero habría que pensar que también ese es un efecto buscado y por eso lo celebran los propios. Es más que evidente que no se pretende recuperar la riqueza conceptual de alguna dirigencia política que hizo historia en el país, ni la pureza literaria y la precisión científica de otros aportes. Lo que importa (¿lo único?) es el impacto rápido, a través de la brevedad y la rapidez del mensaje apelando a la emotividad que genera adhesiones –también rechazos, pero eso no importa por el momento- sin demasiado desarrollo argumental. Ese es, en definitiva, el lenguaje que prospera y han logrado imponer las redes sociales digitales.

Los libertarios lo saben, eligen jugar en esa cancha y se sienten allí como pez en el agua.

También porque es algo que la oposición –más opositora, más o menos dialoguista, dura o blanda, sin importar– no ha sido capaz todavía de captar y de poner en práctica. Tampoco lo han hecho ni los sindicatos ni el progresismo.

En una entrevista concedida el año pasado a los periodistas Lucas Malaspina e Iván Sverdlic en “Panamá Revista”, el comunicador y analista político cultural colombiano Omar Rincón  afirmaba que “la política progresista debe tener una temporalidad más efectiva, rápida, la gente está aburrida de que se demore tanto en tomar una decisión”. Y ponía un ejemplo: “Bukele en Salvador es un facho, toma decisiones rápidas y la gente está feliz. Entonces, ese es un cambio que hay que comenzar a mirar: formatos y estéticas. La cancha donde jugar el partido”.

¿Qué pasó con el tema de la disputa con los trabajadores vinculados al complejo aeronáutico? El gobierno había perdido la batalla en el Congreso por la privatización de Aerolíneas Argentinas. Por la resistencia de un sector de la política, pero también porque no logró hacer pie con su discurso en un sector significativo de la ciudadanía. Aerolíneas es un bien preciado y necesario para buena parte de la población.

Como lo ha hecho en campaña y desde que llegó al gobierno, el mileismo se dio la tarea de aguardar el momento oportuno y la coyuntura precisa para construir comunicacionalmente el enemigo y plantear la disputa en el terreno que más le sirvió. El eje del debate dejó de ser entonces la privatización de la compañía aérea estatal: presionó a fondo con el recorte salarial a todos los gremios del sector buscando su reacción. Queda para otro momento el análisis acerca de si los trabajadores sindicalizados percibieron o no la jugada o si cayeron en la trampa. Lo anterior dando por sentado también que sus reclamos son legítimos y por lo tanto las reivindicaciones que plantean. Más allá de ello está claro que las medidas de fuerza adoptadas perjudicaron –como es obvio- a personas que necesitan de los servicios que se cancelan.

El gobierno tuvo la velocidad y la astucia de ponerse rápidamente del lado de las “víctimas” que, coincidentemente en este caso, son parte de un sector de clase media que a primera vista puede señalarse como el más afín al discurso libertario.

Los sindicatos y sus dirigentes fueron marcados como los directos responsables de todos los perjuicios y como “enemigos” de las “víctimas”. De este modo se desplazó el centro del reclamo y la conversación pública dejó de girar en torno a la cuestión de fondo: el retraso salarial.

En su escalada el gobierno se lanzó a fondo con su lenguaje bélico. Las redes pero también los medios corporativos afines comenzaron a adjetivar las medidas de fuerza. Primero se dijo que los paros o las asambleas tenían un tinte “político” (¿qué reivindicación no lo tiene?). Subió el tono para hablar de huelgas “salvajes” y luego de que los trabajadores incurrieron en “toma de rehenes”. No fue suficiente con ello. A este capítulo se sumó el lenguaje bélico que suele utilizar el Ministerio de Seguridad encabezado por Patricia Bullrich y se comenzó a hablar de “terrorismo sindical”. Mientras tanto el sector del oficialismo alineado en el PRO pidió “prisión efectiva” para los trabajadores que participan de protestas que impliquen bloqueos.

Casualmente (¿o no…?) un importante portal de noticias recordó en grandes titulares que cuarenta años atrás en Gran Bretaña la ministra Margaret Thatcher –admirada por Milei por su firmeza conservadora- obtuvo su “mayor triunfo” propinando “la gran derrota de los sindicatos británicos” del carbón con lo cual abrió la puerta al “plan económico” incentivando “un plan de privatizaciones de industrias estatales, gas, agua y electricidad por ejemplo, además de las empresas aéreas, petroleras y del acero”. ¿También esto es casual?

Nada lo es. El gobierno trazó una estrategia comunicacional y plantó un escenario simbólico para la disputa. Se “alió” con las “víctimas” y marcó al “enemigo”. Lo calificó negativamente para afectar su credibilidad y aislarlo al mismo tiempo.

Tampoco el señalamiento de “terrorismo sindical” es circunstancial. La apuesta va más allá. No es apenas contra los trabajadores aeronáuticos. Apunta a la descalificación de la protesta y de toda reivindicación de derechos. Quien proteste es simbólicamente “terrorista” y “enemigo”… no del gobierno, sino de aquella parte de la ciudadanía que se vea afectada por las medidas.

Ese es el propósito de este capítulo de la batalla cultural del mileismo. Nada asegura que el oficialismo pueda lograrlo. Depende de muchos factores, actores, de la inteligencia política, de la astucia estratégica y simbólica de la otra parte. Pero sería ingenuo no percibir este costado comunicacional de la disputa política.

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