Valga la irónica humorada como un intento de decir lo impronunciable, la muerte. Personaje central de grandes dramas y pasos de comedia, es sin embargo madre de inconmensurables silencios; nadie vuelve para hablarnos de sus misterios, pero hay una verdad inexorable: nos quita lo que amamos, lo que valoramos, lo que quisiéramos que durara para siempre. En estos días, nos jugó con trampa
Andrea, en tu vuelo repentino, temprano y sin previo aviso, te llevaste una parte de mi vida, esa parte donde eras mía tanto como puede serlo una tan querida amiga, pero más allá de mi dolor de hortelano, como dice el poeta, lo cierto es que vos, Andrea Fiorino, “La Fiorino”, le perteneces a todos en esta Rosario, hoy de corazones dolidos y palabras rotas.
Te hiciste de a poco con materiales nobles, y tu arte de artesana del humor se empezó a forjar en el seno familiar, de la mano de una madre a la que admiraste, amaste y cuidaste, y que te enseñó a descubrir en Niní Marshall lo cómico y lo dramático, que coexisten en nuestras vidas de máscaras, en donde encontraste la materia prima de tus entrañables personajes, con los que nos enseñaste a reír de nosotros mismos.
En tu casa de trabajadores, adquiriste al mismo tiempo, sin saberlo, la noción de un feminismo crítico sobre una cultura atravesada por el machismo, que tanto te molestaba y que te impulsó, más tarde, a querer producir, sin que nadie te dijera qué decir ni cómo hacerlo.
Esa madre te vio, te inspiró, y de su mano te llevó a estudiar danza clásica, luego danza española, tap, y también tango (con Victoria Colosio, ¡ni más ni menos!). Un tango al que te conectaba, entrañablemente, la memoria de un padre amante de sus letras y canciones, fallecido también tempranamente.
Después de la dictadura, siendo muy jóvenes, la ciudad era pura adrenalina; parecía que el mundo era nuestro y todo era posible en esas noches vibrantes, de energía infinita, en el antiguo bodegón El Cairo, siempre abierto y lleno de artistas, risas, sueños, sánguches de milanesa y cerveza. Jamás pasabas desapercibida, nos reíamos de todo, pero principalmente de nosotros mismos.
Precozmente, el escenario te era conocido porque bailabas en el Centro Gallego y hacías tu primer unipersonal, obviamente en homenaje a La Marshall, y por esas “casualidades”, conociste a Jorge Dunster, actor y director amante del absurdo, inspirado en la obra de Samuel Beckett, quien de una manera premonitoria te invito a participar de Catástrofe, parte de una trilogía de obras que incluyó Sueño de una noche de verano y Diamante, piezas de gran complejidad, casi obras de ingeniería, de mucha exigencia a nivel actoral y corporal, que te transformaron profundamente.
Desde allí no paraste más y nunca dejaste de sorprendernos. Como cuando integraste el grupo “Extravaganza”, creado por el músico rosarino Eduardo Bertaina, con el que incorporaste la complejidad del canto solista y grupal a tus ya maduras capacidades actorales, incursionando en el género café concert, que tanto nos divertía y emocionaba, allá por los comienzos de los ‘90.
Luego vinieron muchas obras más, de las que ya tanto se ha dicho, y tus intervenciones en la pantalla grande y la chica, en los canales rosarinos y santafesino, gracias a los cuales podremos verte una y otra vez, con risas pero no sin nostalgia, por todo lo que se ha perdido para siempre de aquella época, en las que contar con algún registro audiovisual era un enorme privilegio de unos pocos, y que hoy permite inmortalizarte de alguna manera.
¡Ay, Andrea! A mí me resta solo una despedida de pagliaccio, con una lágrima y una sonrisa, un hasta siempre en mi memoria y en mi corazón. Cuánto me hubiera gustado un último abrazo y haberte dicho algunas cosas, como cuánto te quiero. Y digo esto no solo por mí, sino porque siento que es también la ciudad quien pensó que vivirías para siempre. A pesar de las múltiples pequeñas y grandes catástrofes de tu vida, de tus muchas vicisitudes, que escondiste detrás de tu humor y arte incansables, tenías un límite y ahora lo sabemos.
“La Fiorino” es ya parte de los mitos rosarinos, que recorrerán como un fantasma la ciudad, para recordarnos -como decía Eladia Blázquez- que siempre valdrá la pena sembrar amor en un desierto. Por eso eras necesaria. Nadie como vos nos regará de gracia y de sonrisas. Tu alma colmenera endulzará nuevos horizontes, plenos de amor y alegría, como esos momentos que nos regalaste, para siempre.
Nos vemos por ahí, querida Andrea.