La sonrisa en su rostro, una pequeña sutileza que podía devenir una sonora carcajada, era una forma de estar en el mundo: liviana y escéptica, melancólica y perspicaz, ligera de equipaje y sin dramatismo. Sólo ella podía narrar la levedad de lo cotidiano desde una profundidad de perspectiva poco frecuente. El destino de Inés Fernández Moreno -que murió en Buenos Aires, a los 77 años, a causa de un cáncer- fue la escritura literaria. La nieta de Baldomero Fernández Moreno, conocido por el poema “Setenta balcones y ninguna flor”, y la hija de César Fernández Moreno, el autor de “Argentino hasta la muerte”, pertenecía a una familia de escritores. Aunque resistió todo lo que pudo esa herencia con el trabajo en distintas agencias de publicidad y marketing, se rindió ante la evidencia de que no podía escapar a la escritura, por más que lo intentara. En los años 90 publicó su primer libro de cuentos, La vida en la cornisa, y en 2014 ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz con su novela El cielo no existe. La publicación de sus relatos y novelas no extirpó cierta inseguridad o sospecha, como ella misma decía, de ser una especie de epígono de la cosa literaria familiar.

El humor era como la columna vertebral de Inés (Buenos Aires, 1947), la máxima expresión de una inteligencia empática y refinada. “Llevo los setenta balcones en la cabeza y, de vez en cuando, florece alguna flor”, ironizaba la autora de las novelas La última vez que maté a mi madre, La profesora de español y No te quiero más y de los libros de cuentos Un amor de agua, Hombres cómo médanos, Mármara, Malos sentimientos y el más reciente, No te hagas ilusiones, publicado en 2023. Antes de dedicarse a la literatura, estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y pasó por el taller de Abelardo Castillo como para empezar a entrenarse en la narrativa. Los cuentos de Inés “son comedias, no dramas melancólicos”, se podría decir parafraseando a Chéjov. La carcajada a flor de piel atempera un humus de nostalgia, un atisbo de melancolía que queda levitando ante la mirada de las lectoras y lectores. Con su ácida paleta humorística –y una precisión asombrosa para “pintar” cada detalle, cada matiz, pelusa o grieta que detecta en sus criaturas– logra exorcizar el peso inexorable de la muerte o conjurar la incomodidad del “estar allá” y “estar acá”: Marbella (España), ciudad en la que vivió entre 2002 y 2005, y Buenos Aires.

La crisis del 2001 impactó en la vida de la escritora, marcó un antes y un después. Ella y su pareja, Carlos Bugni, con tres hijos adolescentes, se quedaron sin trabajo. Entonces como Carlos consiguió un empleo en Marbella, Inés solía decir que fue a probar suerte como “consorte” de su marido. “No me fui como escritora a Madrid y Barcelona; teníamos que sobrevivir y hacer de todo, aunque siempre hice trabajos vinculados con la escritura. Pero no me fue tan bien”, confesaba sin pudor su experiencia cuando escribía notas para distintos medios en España. “¡Oye, te tengo que corregir todo, qué mal que escribes!’, ejemplificaba imitando el modo de hablar de un “gallego” con una gracia infinita que provocaba la carcajada de sus interlocutoras. Otra vez el humor como una estrategia para tomar distancia de lo que duele. “Justo a mí me lo decían, que estaba acostumbrada a que me felicitaran por escribir correctamente las composiciones escolares”, agregaba para dimensionar los cortocircuitos dentro de un mismo idioma.

Nadaba en las aguas del cuento con estilo propio: podía iluminar con una lucidez extraordinaria lo apenas sugerido en las entrelíneas para insinuar que en lo luminoso reside también cierta ferocidad o crueldad agazapadas. “Un buen cuento es aquel que sentís que te agarró y no podés largarlo”, sintetizaba Inés y afirmaba que siempre sabía lo que iba a contar y hacia dónde se dirigía. “No es que empiezo a escribir y ando a la deriva porque a ciegas uno se va al diablo”, planteaba. “Tal vez una forma de escribir una novela sea a la deriva, pero en un cuento para mí es imposible. De hecho me ha pasado de empezar a escribir un relato pensando en cierto final y cuando voy por la mitad se me ocurre otra variante. Cuando se me ocurrió otra variante, tengo que arrancar otra vez del principio porque cambia todo. Si alguien cambia de idea por la mitad del cuento, se nota”, explicaba como si estuviera coordinando sus talleres de escritura, por donde pasaron muchas escritoras y escritores como Alejandra Kamiya. “El abecé del cuento tiene que ver con saber hacia dónde vas, con cierto rigor, economía, mantener cierta tensión y producir un efecto. El cuento tiene que moverte algo adentro. O te mueve la compasión, el deslumbramiento, la atmósfera, o como decía Borges, la inminencia de una revelación”.

Vivía la escritura como un proceso que calificaba de “medio turbulento” porque le costaba mucho ponerse a escribir, se dispersaba con facilidad y estaba lejos de tener una rutina rigurosa. “Tengo que pelear para concentrarme y ponerme a escribir y no jugar al Scrabble, distraerme con el teléfono y no sé qué... Una vez que estoy adentro, navegando, ahí voy encontrando el placer. Pero me cuesta arrancar y en todo el proceso tengo muchas dudas -reconocía-. El escritor no es aquel que escribe fácilmente, sino el que pelea con la dificultad, con cada palabra”. Inés dejó obra inédita, que estará a cargo de su editora en Alfaguara, Julieta Obedman, y Alejandra Kamiya. Lo póstumo llegará como una suerte de consuelo, un modo de prolongar las lecturas y conversaciones en todos estos años.

Aunque sentía que comenzó a escribir tarde, a los 35 años, una vez más el humor le permitía sortear el “peso” de lo que fue postergando. “Si me comparo con mi abuela, que publicó sus sonetos a los 80, después de años de guardarlos por discreción y a pedido de mi abuelo, llevo décadas de ventaja, ¿no?”.