Se cumplen treinta años de la muerte de Liliana Maresca, artista plástica que definió parte de la porteñidad de los años 80 y 90, con una vida corta, entusiasta e intensa. Entregada a la creación con absoluta conciencia política, aunque no panfletaria, “como una acción social que apalanca la liberación colectiva” aún hoy sigue forjando relaciones humanas, dice su biógrafo Juan Laxagueborde, autor del libro Liliana Maresca, una época.

Maresca se anticipó a uno de los sujetos sociales de los 90: el cartonero


Liliana no formó parte de esa juventud que lo quiso transformar todo a través de la revolución, pero que olvidó el lugar central de los afectos y el cuerpo. Su camino fue transmutar lo íntimo en lo comunitario, avanzar en el interés por el material y la forma, y desplazar lo evidente de “el tema” para no caer en la bajada de línea de un dogma.

“Ella quiere la torta y la porción y las migas del mantel”, escribió en una libreta sobre sí misma para referirse a la avidez que la convirtió en un sujeto erótico en el sentido más amplio. Una síntesis muy apretada de la vida de Maresca indica que nació en Avellaneda, cerca del río marrón (“el dorado de los pobres”, decía Sergio De Loof, quien la vistió para varias producciones). Su amanecer fue el 8 de mayo de 1951, en una familia de clase media. Quiso ser monja “para besar a Cristo”, aunque sólo llegó a novicia. Estudió en la Escuela Nacional de Cerámica, vendió corbatas y residió en una pensión de la calle Azcuénaga.

Liliana Maresca, romántica de la basura

Fue una romántica exasperada de una sociabilidad expandida y, sobre todo, en la década comprendida entre el 84 y el 94, produjo obra como si hubiera tenido una existencia mucho más prolongada: dibujos, pinturas, esculturas, instalaciones, cartelería, piezas gráficas. Su materia prima predilecta, hoy muy extendida y en la que fue pionera, fue la basura.

Al promediar los 70, en pleno terrorismo de estado, se mudó a Villa Gesell donde pintó cielorrasos de casas y paisajes con palacios y amaneceres en óleos sobre tela. Al comenzar la siguiente década se divorció de un marido oftalmólogo, con quien tuvo a su hija Almendra, y regresó a Buenos Aires.

Si hay algo que estuvo en el centro de su vida, más allá de los variados soportes y elementos con los que construyó su obra, fue la experiencia grupal que siempre motorizó. La movía la pulsión por tramar una red de amistades, fue anfitriona y pensionista en su casa de la calle Estados Unidos y ejerció cierto nomadismo urbano en distintos espacios sociales para salir de la asfixia y el silencio que impuso la dictadura.

Marcia Schvartz, Maresca y Omar Estela


Maresca celebró la vida de manera barroca en San Telmo y el centro, en los bares Einstein y Bolivia, en la redacción de la revista El Porteño, en el delta y en Cabo Polonio. “Nos abrió la puerta para ir a jugar”, evocó Fernando Noy a esta líder espontánea.

En 1985, con Ezequiel Furguiele, formó el grupo Haga y en la galería de Adriana Indik tejieron una bufanda para la ciudad junto con transeúntes que pasaban y sumaban su labor desde la vereda. La idea era simbolizar el rearmado de las relaciones que el poder había estallado. Ese mismo año, participó de la V Marcha de la Resistencia de las Madres, donde quemó un objeto con forma de cruz.

La forma de poner el cuerpo en el espacio público fue clave, haciendo de sí misma una gramática. En un acto radical, metaforizó el sometimiento con que el mercado castiga la obra de arte. Fue en 1993 cuando se desnudó para una serie de fotos que le tomó Alejandro Kuropatwa y publicó la revista El libertino. Se tituló Maresca se entrega todo destino y aportaba su número telefónico. Cuestionar el cruce entre lo afectivo y lo que se compra y se vende fue hilo conductor de gran parte de su producción.

La edición de este video en VHS realizado por ADRIANA MIRANDA, fue como video catálogo y se entregó(gratis) en la inauguración de la muestra de Liliana MARESCA llamada FRENESÍ, en el Centro Cultural Recoleta, en noviembre de 1994.


“Tu obra forma parte de esa necesidad de conocimiento que nos regaló Eva” a quien se expulsó del paraíso acusada de tener orgasmo, le dijo León Ferrari en el video Frenesí que dirigió la fotógrafa Adriana Miranda.

“Iluminada y eterna, me gusta decir. Una tromba hermosa, inquieta. Con una carcajada única”. Así recuerda Almendra Vilela a su madre, Liliana Maresca.

“Buenos Aires siempre va a ser ese lugar donde fomentó cruces, casualidades, pequeños amores clandestinos y un fastidio romántico con lo obvio, con la muerte en vida, con la egolatría”, señala su biógrafo, Juan Laxagueborde.

“Tuvimos una relación de amistad que se sostuvo en el tiempo. Yo visitaba mucho su casa. Teníamos un modo de compartir el trabajo muy relajado, libre”, evoca el fotógrafo Marcos López, autor de las series de LM en el Museo de Bellas Artes, en el Marconetti y en la Casa Rosada.

“Era muy sociable y cálida pero lo más llamativo era su capacidad para producir y generar proyectos inclusivos y colectivos. Siempre te abría el juego”, destaca el artista plástico Diego Fontanet

“Yo diría que era bella, pero lo que más recuerdo es su risa. Tenía una carcajada inconfundible”, dice el artista, poeta y letrista de canciones Roberto Jacoby.


“Compartimos 16 años, viajamos, salíamos de la ciudad, los recuerdos más vívidos son en su casa del Tigre o en Uruguay”, amplía Vilela, que trabaja como coordinadora de producción del Museo Moderno. 

A la artista la descubrí en 2008. Me voló la cabeza la retrospectiva que curó Adriana Lauría en el Castagnino y luego fue al Recoleta. Cuando murió fue como si hubiese explotado una bomba. Luego vinieron unos años donde la subí al podio, la bajé, la puteé por su muerte. A medida que me acerqué a su obra la entendí más. En momentos álgidos me rompió un poco los ovarios la colgada de tetas y discusiones de autoría de algunas obras. Es una persona del cotidiano, presente. Le cuento de ella a mi hijo Nicanor. Me gusta nombrarla, que sea mi mamá, ver como hizo mierda lo oscuro, como buscó el sentido de la justicia y estar cerca del río y del mar todo lo que pudo”.

“Justo después de Malvinas vine a vivir a Buenos Aires para dedicarme por completo a la fotografía”, cuenta López. “Un amigo me dio el contacto de una arquitecta, también de Santa Fe, Patricia Isasa, que le subalquilaba un cuarto a Maresca. Conocí a Liliana, tuvimos buena onda y desde ese momento fui un asiduo visitante de esa casa antigua en un segundo piso. Elba Bairón, Marcia Schvartz, Roberto Fernandez, Alberto Laiseca también vivieron allí. Hicimos varias sesiones de Liliana desnuda con su obra, fotos que ahora están en las colecciones del Museo Reina Sofía y de la Tate Gallery. En esos primeros años de democracia se vivía un clima de libertad y desenfreno en la escena artística. Hicimos una exposición en una lavandería, Lavarte. Luego ella gestó la muestra colectiva La Kermesse/el paraíso de las bestias en el Recoleta. Nuestra amistad se sostuvo en el tiempo. No usábamos la palabra perfomance, simplemente hacíamos fotos”.


“Parece imposible pero la conocí dos veces y me cayó muy bien de inmediato: en su muestra en la lavandería de Bartolomé Mitre y Paraná, donde mostraba caños ensamblados y pintados con colores primarios y en la galería La zona, en Riobamba y Marcelo T. de Alvear, propiedad del artista Rafael Bueno. Estaba muy animada y cuando salimos se sacó la remera y se quedó en tetas”, recuerda Jacoby. 

“Aunque no fui parroquiano de su casa ni tuvimos una relación íntima, nos veíamos en encuentros muy chistosos. La alquimia orientó varias de sus obras, como unas ramitas ínfimas fusionadas con oro. Quizás su pieza más celebrada y una de las que me pegaron es el carrito cartonero, hecho con basura. Pero lo que la hizo grande y recordable fueron sus movidas comunitarias”, destaca.

“Su casa en San Telmo era una verdadera usina de arte, donde se pensaba, se discutía, se organizaba, se comía con frenesí”, recuerda Fontanet, quien en los 90 albergó su obra y la de otros colegas como director del Casal de Catalunya.

Murió por las complicaciones que surgieron por el HIV. Fue el 13 de noviembre de 1994, luego de una meningitis y rodeada por sus amigos que se turnaban para cuidarla. El artista Jorge Gumier Maier curó la muestra Frenesí, con los últimos diez años de su producción, en el Centro Cultural Recoleta. Pero Maresca no pudo asistir. La velaron en una jornada con corte de luz y aromada por jazmines.

“¡¡¡Treinta años ya!!! Qué aburrida se volvió la vida sin vos, Lili”. le escribe en primera persona su íntima amiga, la pintora Marcia Schvartz. “Mi jardín está lleno de tus flores”.