Estoy acostado sobre los últimos brotes de la primavera, olfateando el presente. El pasto arde bajo mis hombros. Mis entrecerrados párpados apuntan hacia el río Paraná. Me dan ganas de escribir algo. Levanto mi espalda, mis pies se van hacia adelante y me pregunto: “¿Sobre qué voy a escribir hoy?”. Mejor dicho, “¿sobre qué pienso escribir hoy?”, porque luego deciden mis frenéticos dedos, que siempre atraviesan la débil cáscara de mi lenguaje.

Ahora miro el pasto y veo un cigarrillo mal apagado, humeante aún. Se mantiene con vida, como si fuera un enanito contorsionista que escupe fuego. No me inspira demasiado. Apago el pucho y descubro un grupo de hormigas caminando, con la determinación con que camina toda hormiga, hacia mi mano derecha. Agarro el cuaderno y la birome azul. Escribo “Horm” y parece acabarse la tinta. Desarmo la birome con los dientes y ratifico que hay solo cuatro o cinco milímetros de tinta. El destino quiere que escriba una poesía.

Garabateo algunas palabras, pero las hormigas me rodean. “Hola, soy Matías Torno, vuestro escritor”, le digo al insecto que encabeza la legión, extendiéndole mi dedo índice en señal de dudosa paz. La hormiga sube por mi piel, camina sobre mi uña, se detiene y me susurra, con ínfima voz de violín agonizante: “Tú, al igual que nosotras, no eres nada ni nadie”. Acto seguido, desciende de mi dedo y continúa su caminata. Yo sigo escribiendo pero, incomprensiblemente, las hormigas suben al cuaderno y se apropian de mis palabras. Cada hormiga se lleva una de mis letras. Doce abnegadas hormigas se llevan la palabra “trabajadoras”. Otras once transportan la ‘’resistencia’’. Seis que caminan juntitas marchan en “unidad”. Y así hasta dejarme la hoja en blanco.

Yo las miro boquiabierto, casi babeante. “Si son capaces de mover los cimientos de una casa, ¿cómo no van a poder chorearse mi poesía?”. El grupo de hormigas, trasladando mis palabras como si fueran hojitas, va ingresando al hormiguero. Casi enajenado, me acerco a la hirviente construcción. Me echo cuerpo a tierra, agarro un palito, hago un pequeño agujero en el hormiguero, asomo mi ojo izquierdo y descubro un planeta. Acción pura, solidaridad negra y eterno aprovisionamiento. Una verdadera sociedad.

Escucho cercanas risotadas, unas risotadas humanas tan estúpidas. Hasta que, repentinamente, algo roza mi oreja derecha y escucho el “¡Paf!”. El hormiguero se deshace en medio segundo. Los insectos y mis palabras vuelan hacia el Paraná. Me doy vuelta, veo las zapatillas sucias de un niño desafiante y recuerdo lo que me dijo la hormiga.

 

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