Dos hombres son los protagonistas de Intermezzo, la última novela de la exitosa escritora irlandesa Sally Rooney, emblema de la llamada literatura millennial, y conocida por un público masivo por Normal People y Conversaciones entre amigos, ambas llevadas a la pantalla. En Intermezzo hay dos hermanos de personalidades diferentes que atraviesan el duelo de su padre, se llevan diez años y no tienen lo que se diría un trato amable. La autora alterna los capítulos desde el punto de vista de cada uno, en una fábula dividida en tres partes que se narra ágilmente y con gracia pero donde, tal vez, Rooney repita y sobrecargue con temas de sus textos anteriores, como las relaciones afectivas entre el caos familiar, las diferencias económicas, el triángulo amoroso y los entretelones de la juventud madura.
En el montaje paralelo de un lado está Peter, abogado y doctor en filosofía, con sus treinta a cuestas. Es exitoso, tiene dinero y a causa de la pérdida de su padre se automedica. No sabe qué hacer con Naomi, una joven alumna con la que sale hace menos de un año y que parece más una amiga con derecho a la cama que una pareja, además de llevarlo a un camino de permanentes problemas. Mientras tanto, es incapaz de despedirse de su ex mujer, con la que se sigue encontrando en dolorosos y a la vez emotivos encuentros, no exentos de displicencia y enojos.
Del otro lado se encuentra Ivan, que juega al ajedrez, es introvertido y tiene 22 años. En la flor de su juventud conoce a una mujer divorciada, que le lleva casi quince años. El padre muere de cáncer, enfermedad que tenía hace años, por lo que no fue un desenlace inesperado. En la sombra de su figura, los hermanos tienen vericuetos complejos, que a veces no sale de los estereotipos de un vínculo con ese choque generacional. El cerebro prodigioso deja el gambito de dama y se erotiza con una mujer, Margaret, en un torneo de ajedrez que se celebra pocos días después del funeral. Entre ellos se dará una fuerte conexión, algo impensada para los fríos cálculos de Ivan.
Con una estructura que concentra su novedad en la perspectiva dual de los hermanos, la trama no termina de despegar de la superficie de grandes núcleos como deseo y desesperación, culpa y dolor, amor y reparación. En frases como “regresar a la casa una vez más, y no encontrarla oscura y vacía, sino luminosa y ventilada, las ventanas de nuevo abiertas. Pasar una tarde juntos, jugando con el perro, cenando, sin hacer nada, solo estar juntos, una vez más”, se respiran imágenes de esperada liviandad que, al menos, frenan un poco la concatenación excesiva de acciones y pensamientos arrebatados de los personajes.
O con preguntas del tipo “¿qué significa cuando la gente dice esas cosas, tipo ´buena mujer´? ¿Es una manera de decir en clave que esa persona es atractiva?”, aparecen destellos de humor. Una arista interesante es cuando las mujeres miran a esos hombres desencantados, inseguros, que posan con una máscara de poder y masculinidad, como la del propio Peter. Se lee a mitad de la novela: “Ella ha querido obligarlo a pensar en algo en lo que no quiere pensar, algo que tiene bloqueado y que expulsa deliberadamente de su mente consciente: la existencia, tras la fachada impecable y despreocupada de Peter, de una cierta oscuridad, de un desconsuelo reprimido o una furia contra el mundo. La sensación de que, a pesar de estar siempre rodeado de supuestos amigos, Peter es en realidad una persona muy solitaria, inquietamente solitaria, acosada por pensamientos turbadores e insanos”.
Hay partidas de ajedrez que se asemejan, en sus estrategias y movimientos, a las de la seducción, cuando Ivan observa detenidamente a su candidata, Margaret, que vive “en mitad de la nada”. Si Rooney demuestra una destreza es en las conversaciones, hechas de silencios, miradas y gestos incómodos. “Cuando le habla se está dirigiendo no sólo a regiones superficiales de su personalidad, sino a las profundas y ocultas, sin que sea intencionado, sin que sepa cómo evitarlo”, se dice en otro fragmento del vínculo entre Ivan y Margaret, que despierta más atractivo que las desventuras de Peter.
La autora demuestra una pericia ingeniosa para las escenas de coqueteo, donde quizás la previa sexual es más significativa que la consumación, como le pasa a Ivan con la eyaculación precoz. “Iván nota sin saber por qué un intenso sentimiento de protección. Se da cuenta de que Margaret quiere dormir, y se aparta. Ella se coloca de lado para quedar de cara a él. Ivan tira el condón a la moqueta, junto a la cama, ya lo recogerá por la mañana, y echa el edredón sobre ambos”. Sin embargo, luego cae en ciertas generalidades, que de tan obvias redundan en el “decir” y no en el “contar”.
La falta de dinero de los jóvenes, el feminismo, las clases sociales y los desalojos aparecen en las opiniones de los personajes, aunque no se desarrollan independientemente de ser enunciados: “no todo el mundo tiene lo que necesita. En términos de pobreza mundial y todos esos problemas. Y un montón de gente tiene demasiado, hasta el punto que se dedican a tirar el dinero”. Escenas algo estiradas, que se vuelven un tanto previsibles en una novela de 400 páginas que podrían haberse reducido a mucho menos. No casualmente en un momento de la trama Rooney escribe, casi en un espejo creativo: “La mente humana, pese a todo el mérito que le acaba de reconocer hace un minuto, a menudo es repetitiva, a menudo queda atrapada en un bucle familiar de pensamientos improductivos, que en el caso de Ivan acostumbran a ser de naturaleza arrepentida”.
Ser tan famosa en Inglaterra, con lectores que han esperado ansiosamente su nueva obra, tal vez le haya hecho pasar una mala jugada para algo que queda a mitad de camino, con los ingredientes efectistas y justos para no defraudar las expectativas de sus fans. Rooney da una lectura entretenida pero los temas no se profundizan ni se diseccionan más allá de la rítmica casi de serie para toda la familia, en conflictos ya tan tratados desde tiempos inmemoriales como los de Caín y Abel.