En 1860, Iván Turguéniev publicó Primer amor, una novela corta que tuvo enorme éxito: admirada por Flaubert, que le escribió una carta entusiasta, llegó a manos del emperador Alejandro III y era la lectura favorita de la emperatriz. La trama era autobiográfica: un adolescente de 16 años se enamora de Zinaida, una princesa de 21, amante de su padre. En la novela se desprenden las características de su origen y crianza: la aristocracia de provincias. Padres que pertenecían a la nobleza, el francés como primera lengua, una casa maravillosa en tierras que la familia había recibido como regalo de Iván el Terrible. Sus contemporáneos más célebres y más talentosos no lo respetaban del todo: Tolstoy había admirado sus relatos de Memorias de un cazador (1852), pero con el tiempo dijo que Turguéniev era aburrido (y no sólo como escritor); a Dostoievski lo distanciaba la preferencia por Europa occidental, donde Turguéniev pasó mucho tiempo de su vida, especialmente entre París y Berlín, y su agnosticismo. Turguéniev no era religioso ni le interesaba la religiosidad como tema literario, algo impensable para sus pares.
Hacia el final de sus vidas, como suele suceder, los tres popes se “amigaron” de una forma u otra, después de duelos y chicanas y hasta parodias, como la que le dedicó Dostoieviski en Los demonios, donde apenas esconde que es Turguéniev un novelista vanidoso y fatuo. Turguéniev pidió por Tolstoi en su lecho de muerte, lloró durante el discurso sobre Pushkin que dio Dostoieviski en 1880 y el tiempo de la literatura no logró igualarlo con sus queridos enemigos, quizá con justicia, pero sí le dio un lugar lateral muy interesante. Y también lo sacó de ese sitio “afrancesado” para poder leerlo como el escritor complejo que fue. Basta un ejemplo: Turguéniev se posicionaba decididamente en contra de la servidumbre rusa, una forma de esclavitud de los campesinos que se sostuvo desde el Medioevo hasta 1861. Y uno de sus mejores cuentos, Mumu (1852, escrito bajo arresto domiciliario por un malentendido entre censores: la constante rusa), es la historia de un siervo sordomudo que forma su único vínculo afectivo con un perro rescatado; el hombre es obligado por su ama a cometer un acto de inmensa crueldad que rompe esa conexión con el mundo. Era la intención de Turguéniev exponer y denunciar el anacrónico sistema. Padres e hijos, de 1861, su novela más importante, explora el conflicto generacional en la clase media alta de su época: no fue bien recibida por la crítica y, desde entonces, Turguéniev escribió cada vez menos. Murió en Bougival, a las afueras de París, a los 64 años, y su legado es el del escritor ruso cosmopolita, amigo de Flaubert, admirado por Conrad y Henry James, estilista esbelto y cuarto mejor prosista ruso del siglo XIX según Nabokov, que lo ubicó después de Tolstoy, Chéjov y Gogol, pero antes que Dostoieviski.
Es indiscutible que Turguéniev fue, sobre todo, uno de los grandes realistas y también, por sus viajes y sus relaciones, uno de los más conocidos fuera de su país. El rescate que hace Adriana Hidalgo Editora de sus Relatos fantásticos es bastante sorprendente en ese sentido, como género marginal en su obra, aunque no es asombroso que los cuentos recopilados sean una delicia.
Con traducción y prefacio de Luisa Borovsky, los cuentos muestran a un Turguéniev que encarna el gusto del siglo XIX por el fantástico y lo irracional: es una época de tumulto y falta de certezas -¿no lo son todas las épocas?- y la duda se responde con más duda. Como bien apunta Borovsky, estos relatos o bien eran imposibles de conseguir en castellano antes o encontrarlos era un trabajo de investigador. “Clara Milich - Después de la muerte”, el primero, es casi una nouvelle. En el cuento, la mujer encarna lo irracional, como por supuesto era y es habitual. Clara, la del título, es una joven actriz más carismástica que talentosa, y más misteriosa que bella. En esas relaciones muy habituales en Turguéniev, que describen una fascinación que, al principio, se confunde incluso con repugnancia, el caprichoso joven Iákov conoce a Clara casi a la fuerza, en un evento de sociedad, arrastrado por un amigo (Iákov está de perpetuo malhumor). Tras un encuentro extraño y una muerte precipitada se desatan fuerzas de ultratumba. “Clara Milich” es un cuento de fantasmas y de amor, no de terror. Y los personajes, con pocos trazos, están delineados por la mano de un maestro. Más concreto y breve es “Espectros. Una fantasía”, en la que aparecen dos mujeres terribles, una es quizá vampira, la otra es la Muerte. El hombre entre esas fuerzas acaba agotado e indolente luego de la experiencia sobrenatural, como si las cosas de este mundo ya no importaran. “La Tierra, esa superficie plana que se extendía debajo de mí, todo el globo terráqueo con su población efímera, impotente, abrumada por la necesidad, la aflicción, la enfermedad, encadenada a un terrón de polvo ¡todo aquello de pronto se me volvió tan odioso!”.
“El sueño”, en cambio, es un cuento mucho más arriesgado y que resuena para el lector contemporáneo con una potencia inaudita. Un joven de 17 años vive con su madre: todo está bien en apariencia, pero él nota que ella lo rechaza. “Mi madre iba siempre de negro, como de duelo. Llevábamos una vida bastante holgada, aunque no teníamos relación con nadie”. El esposo lleva muerto una década, pero la mujer no está de luto por eso. Ese hijo al que a veces rechaza fue concebido en una violación. Y el trauma transgeneracional vuelve con la fuerza implacable del fantasma en un cuento atrevido, actual, excelente. “El relato del padre Alexéi” es muy distinto, con raíces en el folclore y la religiosidad popular, y es tristísimo. También son ejercicios de estilo muy distintos entre sí “Fausto. Relato en nueve cartas”, que toma el formato epistolar para dar cuenta de una maternidad posesiva que alcanza a su hija desde la muerte y “La canción del amor triunfante”, que recurre a una historia ambientada en Italia en el siglo XVI, con el exotismo requerido, referencias a Oriente y una sensualidad lunática. En “Toc Toc Toc. Un estudio”, Turguéniev juega con el rol del escéptico y también con las modas de época: su protagonista byroniano (“un hombre fatal”) es tan absurdo y tosco como trágico.
Relatos fantásticos es una joya inesperada que, además, muestra el poderío estilístico de Turguéniev: de los hombres enfermizos a las mujeres lánguidas pasa a la primera persona humorística y el cuento de vampiros a la Le Fanu con facilidad y evidente jugueteo. Un regalo inesperado, lleno de crueldades, belleza y elegancia.