La estación de servicio de la ochava es, junto a la esquina del bar, de las pocas construcciones que todavía mantienen la altura original del barrio del Abasto, que no pasa de los seis metros. La luminaria y el constante movimiento de vehículos le otorgan un sentimiento de confianza y seguridad a toda hora del día.
Un largo rato pasó del ocaso y el asfalto parece no querer abandonar el apropio de un verano que niega la retirada, algo que estimula a los parroquianos del bar. Es la hora donde los perros callejeros hacen su recorrida en la búsqueda de comida por los contenedores de basura y el hombre viejo detiene la mirada en uno de pelaje marrón. Toma un trago de la pinta, la apoya en la mesa y dice:
—Se me murió Fidel.
—Pobre perro, ¿qué le pasó? —pregunta el hombre que no es tan joven.
—No se despertó. No me pude despedir.
—¿Estaba enfermo?
—No, era fuerte como elefante. Nunca más un perro en casa.
—Mejor un elefante.
—Mi abuelo tuvo un perro ciego, cuando murió me lo quedé yo.
—Seguro fue un buen compañero —dice el hombre que no es tan joven.
—Mi abuelo era ciego.
— Lo conocí, se las sabía todas. Con su barba larga y ropa vieja parecía profeta.
—El perro era marrón, como ese— dice el hombre viejo, señalando con el índice de la mano derecha al perro callejero.
—Muerto de hambre lo tenían.
—Te hablo en serio. Yo vivía con mi abuelo y el perro.
El hombre que no es tan joven, se da dos golpecitos en el corazón con la mano derecha cerrada en forma de puño y dice: —Son compañeros.
—Mi abuelo nunca usó bastón blanco, el perro ciego lo guiaba. Creo que quedaron ciegos al mismo tiempo.
Están en la vereda y la mesa de al lado del grupo de amigos se vacía. La moza es joven, al igual que el resto de los parroquianos del bar. Se acerca y la limpia, juntando los restos de comida en un plato.
—El Viejo, ciego y todo, era un zorro. Vos sabés que …
—Viejo zorro—, asiente el hombre no tan joven.
—Se daba cuenta si yo llevaba un porrón y me mangueaba un vaso.
—De familia la cosa.
—Con los Testigos de Jehová se hacía el sordo y junto al perro los olfateaban.
—Me acuerdo, un personaje.
—Sí, se sentaba todo el día con el perro en la calle.
—Te vendría bien adoptar otro.
—¡Nunca! Prometí que no iba a volver a tener uno, hasta que vino Fidel y así quedé. Solo le faltaba hablar. Lo busqué marrón, como el perro del abuelo.
—¿Cómo te diste cuenta de que Fidel era ciego?
—Un día puse un par de sillas en el medio del patio y lo llamé. Se las llevó puesta todas. Lo quise mucho a ese perro ciego.
—Sí, lo querías.
—Qué animalito fiel. Eran dos ciegos sentados en la vereda. Viejo y perro.
—Perro viejo—sentencia con una sonrisa, el hombre que no es tan joven y toma un trago de la pinta.
La moza le da el plato de plástico con restos de comida a una persona vestida con un pantalón vaquero roto y una campera parka, con la capucha puesta. La barba es larga y balbucea emitiendo un idioma indescifrable; luego camina en dirección al perro marrón.
El hombre no tan joven mira la esquina y realiza un movimiento que le permite ampliar la mirada hacia el resto de las casas y edificios que ocupan la cuadra. Vuelve a focalizar la atención en la esquina y abriendo los brazos dice:
—Un elefante africano puede llegar a medir cuatro metros. Casi como la esquina.
—Mi abuelo era ciego, pero fuerte como elefante. Con Fidel se hubiera llevado bien. Sentado en la vereda ocupaba toda la esquina.
—Un elefante puede estar parado una semana con un tiro en el cuerpo, hasta desplomarse.
—Mi abuelo se la aguantaba sentado bajo la lluvia. También…
—¿Viste alguna vez el cadáver de un elefante?
—A mi abuelo le hubiera gustado ir a Asia...
—El elefante africano es más alto—dice el hombre que no es tan joven y toma un trago de la pinta—, no vas a ver el cadáver de un elefante.
—Seguro se van al cielo.
—Los elefantes viejos tienen pocos dientes. Se van a vivir cerca de las aguas, para alimentarse de las plantas. Cuando mueren se los morfan los cocodrilos.
El hombre viejo mira a la persona que porta la campera de parka y ropa harapienta y dice que algunas viejas le tiraban la bronca al abuelo y el perro se ponía loco cuando pasaban por la cuadra. Toma un trago de la pinta que parece darle fuerza al recuerdo y sigue hablando
—Pobre viejo, murió y no lo pude despedir. Me agarró en la costa, de vacaciones.
—¡Las viejas!, me acuerdo que lo encontraron. Fue un escándalo. El perro parecía un elefante en estado de must.
—Volví de vacaciones y ya lo habían enterrado. El perro me duró un mes.
—¿Qué le pasó?
—No sé. Un día volví del trabajo y no estaba. Lo busqué por el barrio. Fui a la casa de las viejas y las hice llorar. Las quería prender fuego.
—¡Pobres viejas! Fuiste injusto.
—Lo encontré en la Plaza López. Viejas de mierda.
—¡Ma qué viejas!, ese perro era un elefante.
—Le llevé el cuerpo a un veterinario para que le haga la autopsia.
—¿Y?
—No había veneno en la sangre.
—Después que murió tu abuelo, dejabas siempre la puerta abierta. Seguro se fue como elefante, a morir por ahí, para que no lo veas.
—Era un elefante, como el abuelo—.
El hombre viejo ve cómo el perro marrón corre zigzagueando entre los surtidores de nafta, la persona de ropa harapienta lo sigue con lento andar. Luego toma un trago largo de la pinta, apoya el vaso sobre la mesa.
—Me gusta esta esquina.
—Es una buena esquina.