La multitud desborda el salón, la parroquia contigua y el patio entre las dos construcciones. Se mezclan los locales, los del barrio “La Esperanza” de Merlo, con los visitantes, que llegaron desde distintos puntos de la ciudad y el conurbano. Para llegar acá, después de bajar del Acceso Oeste, hay que recorrer un buen tramo interno por calles que se cortan y recomienzan. Es el fondo del segundo cordón, donde el suburbio todavía deja ver rastros de ruralidad.
La mayoría de los adultos se reúne en torno a las guitarras, mientras los niños andan más por afuera, donde en vez de veredas hay un pedazo irregular de tierra y pasto y, sobre todo, en la canchita de fútbol, ahí a pocos metros, del otro lado de la calle. Los perros, en jauría, van detrás de ellos.
Las botellas bajan rápido porque el calor es sofocante, a pesar de las aspas del ventilador que, allá en el techo, giran remolonas. El bien más preciado es el hielo, que escasea y todos buscan ansiosamente. El lugar, construido hace pocos años, sobre la base de donaciones y trabajo comunitario, es modesto pero sólido, y tiene en sus paredes las figuras de Evita, el padre Mugica y el obispo Angelelli, entre otros. Desborda de gente pero también de energía. Es el centro vital del barrio, su punto de encuentro. "Cuando vinimos con Paco la primer vez no había prácticamente nada. El GPS marcaba zona peligrosa y se volvía loco", cuenta una de sus personas de confianza.
El anfitrión, el padre Paco, festeja sus primeros sesenta años de vida. Francisco Olveira, malagueño de nacimiento, porteño adoptivo, llegó acá a los veintitrés años, cura y enfermero, portador de una tonada que se fue deformando hasta volverse indescifrable y una marca registrada, tanto como su paso apurado y su sonrisa bonachona, señales de un carisma que es su principal herramienta pastoral.
“El jueves 7 de noviembre cumplo 60 años (¡Dios santo!) y en vez de la tradicional "fiesta sorpresa" les invito el domingo 10 de noviembre con el siguiente plan:12 hs. Misa en la Capilla Beato Enrique Angelelli y Compañeros Mártires, 13 hs. Almuerzo a la canasta (cada unx llevamos algo para comer y tomar). Los regalos, llegado el caso que se pueda, serán alimentos para nuestros comedores o transferencia a la cuenta de la Fundación Isla Maciel; alias: FARDO.PASADO.MAREA. Lxs espero. Paco” decía el mensaje que se viralizó.
“Con unas pocas palabras, con un mensajito, Paco logró el milagro de hacer que la gente se encuentre, se reúna, celebre, esté un poco menos sola en este contexto tan horrible”, cuenta Rodolfo, a cargo del equipo de parrilleros. Suele venir, al menos una vez por semana, con un grupo de cuatro o cinco compañeros, en un camión de reparto, con mercadería de una pollería o un frigorífico de su barrio. “Nosotros trajimos mercadería, pero todos trajeron. La respuesta de la gente es impresionante”, dice y señala satisfecho la pila de chorizos que sobró. Ofrece uno y su asistente, al instante, lo abre mariposa, lo pone en el pan y lo rocía con el chimichurri casero. ”Esto se recicla durante la semana”, explica.
Muestra también la habitación que funciona hoy como depósito, donde se apilan las cajas de leche larga vida, arroz y fideos que trajeron los invitados, tal como pidió Paco en su mensaje. Justo, de fondo, se escucha su voz, bromeando con su par, Pancho. "Pancho" es Pancho Velo, párroco en otra iglesia cercana, también integrante de los OPP. Paco, en modo Milei, acusa a Pancho de ser "zurdo" y lo desafía a cantar La Internacional, al tiempo que se reinvindica peronista.
Paco llegó al barrio Libertad el año anterior a la pandemia, luego de que el obispo de Avellaneda-Lanús, Rubén Frassia, lo expulsara de la parroquia San Oscar Arnulfo Romero, en la Isla Maciel, donde había misionado durante mucho tiempo.
Aquella decisión, en vez de descabezar o malherir su obra, que canalizaba a través de la Fundación Isla Maciel, la duplicó. En estos pocos años, junto a su grupo más cercano, que lo siguió desde el Doque, primero puso en condiciones la parroquia, luego construyó una casa para pibes que pelean por superar las adicciones, un merendero y un salón comunitario.
A cada paso de ese camino se sumó gente y Paco se fue ganando primero el respeto y luego el cariño de los vecinos. Comenzaron con microcréditos para mejorar las viviendas y el resultado es visible: muchas casas de esa manzana tienen muros color naranja, levantados en ese entonces, que no llegaron a revocarse. "Entonces, nos acompañaba la gestión nacional. Y la provincial y la municipal, obviamente. Bajamos un montón de políticas", cuenta Andrea, que además es fotógrafa, con un tono que destila cierta nostalgia.
A Paco lo quieren porque le creen, porque lo que es está a la vista, porque su compromiso con el sufrimiento que lo rodea es genuino, visceral, aún al costo de generarle problemas con la estructura eclesiástica, con la que sus relaciones oscilan, siempre al filo del reglamento. Más o menos como los primeros cristianos.
"La cuarentena me agarró acá y me quedé. Laburamos un montón. Paco resolvió la cuestión de la escolaridad. Los docentes daban clases por zoom, pero en las casas del barrio tenías un teléfono para cuatro o cinco pibes, una situación imposible. El colmo fue cuando les mandaban a imprimir apuntes de treinta o cuarenta páginas. Hablamos con los docentes, explicamos la situación. Desde entonces, los chicos más grandes de la parroquia empezaron a traer a los menores a estudiar acá, bien separados, en turnos de una hora y media".
Se hace un silencio en la charla, pero rápidamente llegan las voces desde adentro. Es la hora de cortar la torta y brindar. "Vamos", dice Andrea.