“Y si se diera el caso de que la estupidez destruye la verdad,

¿se resquebrajaría también la estupidez

y acabaría destruyéndose?”

                                                                                        Han Kang

I. Sin Milei no se puede, pero solo con Milei no alcanza. A partir de esta frase, despojada del sentido que tenía en su versión original, quizá podamos comprender lo que la saludable burocracia define como causales de destitución y, sobre todo, la profunda necesidad singular y colectiva de un juicio político al presidente de la Nación.

Mucho me temo, sin embargo, que llegados a esa instancia, los procedimientos y las reglas, el enredo de incisos y plazos, se conjuguen en la misteriosa fascinación por lo eterno, que en su versión terrenal cobra la forma de lo inconcluso.

Tal vez, y al cabo, nos encontremos con la misma pregunta preocupada que el jefe de familia kafkiano se hizo sobre el Odradek: “¿Será posible entonces que siga rodando por las escaleras y arrastrando pedazos de hilo ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos?”

Si alguien me preguntara sobre el desenlace, respondería que no tengo dudas de que --algún día-- la era Milei será historia, será pasado. Aunque no es eso lo sustantivo, ya que no es muy distinto si, acaso, nos preguntáramos si algún día vamos a morir. Pues bien, lo que está en juego no es una incertidumbre abstracta, sino el saber concreto sobre el tiempo, aquello que para nuestros acuerdos de rutina pronunciamos con las palabras que deciden el cuándo.

En efecto, y hasta donde puedo intuir, el inventario de alternativas se reduce a tres opciones, dos de las cuales prescinden de la razón humanista: que finalice su mandato tal cual las formas --ya vaciadas de contenido-- lo prescriben, o que se desplome por su propio peso. Es palpable la gravedad de estas dos posibilidades; para ese momento ya poco, o nada, quedará con signos vitales.

El tercer camino, entonces, es el mentado juicio político, el único que conservaría jirones de civilización.

II. Sin Milei no se puede, pero solo con Milei no alcanza. Esto es, no es posible entender los alcances del daño y del dolor si no colocamos en el centro de su génesis a Milei; más solo con él no es suficiente, pues para darle genuino sentido a la necesidad del juicio político debemos dilucidar cómo su ser se desparramó en una psicología social atravesada por la violencia, la irracionalidad y la ignorancia.

Pero entiéndase bien, no me refiero especialmente a dirigentes y periodistas que algún día, aunque sea ante el recuerdo de sus padres o los rostros de sus hijos, tendrán que rendir cuentas. Más bien, pretendo señalar que todos los argentinos, incluidos quienes votaron al libertario, estamos o estaremos sufriendo duraderamente lo que comenzó el 10 de diciembre pasado. Y aunque las heridas más notorias --y quizá las más mortíferas-- sean las económicas, habrá que suturar también las lesiones éticas, anímicas, vinculares y culturales, dicho esto último en su sentido más pleno. Esto es, Milei va a contramano de toda pulsión civilizatoria.

III. Milei es anti-civilizatorio, porque la derecha no propone una batalla cultural sino que perpetra una batalla contra la cultura. Y Freud entendió el núcleo de este ingente problema. Al mismo tiempo que comprendió que el sujeto no puede vivir aislado, es decir, por fuera de la cultura, advirtió que “todo individuo es virtualmente un enemigo de la cultura [y] por eso la cultura debe ser protegida contra los individuos”. La renuncia pulsional (restricción del narcisismo) que exige la convivencia, sin duda, provoca insatisfacción y hostilidad, pese a que, agregó, los seres humanos tienen “tan escasas posibilidades de existir aislados”.

En suma, Freud supo que debemos preservar a la cultura de la hostilidad y el individualismo, dos de los dos rasgos esenciales de Milei y su arenga. La función del Estado, entonces, consiste en reducir en los ciudadanos la carga que provoca aquella renuncia y resarcirlos, pues solo por esa vía se podrá reconciliarlos con la insatisfacción necesaria. De allí, su conocida sentencia en El porvenir de una ilusión: “Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece”. Traducido sería: el juicio político es necesario porque este gobierno no puede conservarse, ni lo merece.

IV. Milei repite una frase de M. Friedman: “No existe tal cosa como un almuerzo gratis”. E insiste con esta ¿metáfora? cual si con ella explicara la complejidad del rol del Estado y el alcance y función de lo público. En rigor, solo está disfrazando su plan: que se alimente el que pueda, a saber, quien tenga dinero. Bien le vendría a Milei y a los libertarios recordarles otra propuesta de Freud: “No hay en la vida nada más costoso que la enfermedad y... la estupidez”. Si empobrece a la población, quita la comida, elimina la entrega de medicamentos y desfinancia la educación, vaya si no hay motivos para un juicio político.

V. Cuando recientemente Milei dijo que su deseo es meterle el último clavo al ataúd del kirchnerismo con CFK adentro, hubo un aspecto que pasó inadvertido, pese a la enorme cantidad de reproches que su comentario recibió. El periodista le había preguntado sobre la interna del peronismo. Lo esperable, que coincide con lo deseable y con lo que las circunstancias exigen, es que un dirigente --más aun un presidente-- realice un análisis político, una reflexión, crítica o no, que aporte una perspectiva lúcida. Sin embargo, la primera reacción de Milei, previa a su deseo funerario, fue la indiferencia, dijo que el tema no le importaba. Luego, ya sí, y para introducir su sadismo, se refirió al “morbo” que le daban sus pensamientos mortíferos.

Mi hipótesis es que la secuencia construida por el presidente no carece de importancia, sobre todo si recordamos que Freud sostuvo que el primer opuesto del amor, antes que el odio, es la indiferencia. Esto es, antes que nada, Milei es un ser indiferente al otro, a su sufrimiento, su dolor, a la pobreza, a las necesidades, etc., y solo se rescata de ese estado de retracción por vía del “morbo”, del sadismo. Y decimos sadismo, pues eso es lo que subyace al morbo, ya que no se trata solo de la agresividad, sino del goce que siente cuando el otro sufre.

Y también esto es un motivo para el juicio político, pues de la indiferencia y/o el morbo solo resulta un mal desempeño de las funciones.

VI. Hace años que escribo sobre subjetividad y política y nunca sentí temor ni preocupación por lo que publicaba. Algo de esto cambió desde que Milei es presidente. Si bien no he dejado de expresar lo que pienso, en cada ocasión que lo hago, por momentos, me asalta la inquietud por las consecuencias. Y mientras escribo esto recuerdo que hasta Mirtha Legrand se manifestó en este mismo sentido. Podríamos, entonces, generar algún teorema o fórmula: si dos personas tan distantes y diferentes entre sí, en todos los sentidos posibles, tienen idéntica sensación (temor) ante un mismo suceso (exponerse públicamente), el corolario podrá ser el juicio político a la causa de dicho fenómeno. Dicho de otro modo, si el presidente es la razón de cuanta vulnerabilidad social existe (económica, emocional, etc.), no puede --diría Freud-- conservarse de manera duradera... ni lo merece.

VII. Por último, hay algo que tanto los creyentes como los laicos esperamos y necesitamos: que el Estado sea el garante de que lo que no debe suceder no ocurra. Y reúno a aquellos dos grupos pues, en algún sentido, esta premisa es sagrada. Al fin y al cabo, no en vano Freud estudió los orígenes del totemismo y lo que de él se conserva --transformado-- en las sucesivas formas de organización social. De allí que no es lo mismo si un ciudadano cualquiera comete un crimen o si lo comete un policía, pese a que en ambos casos se trate de un delito. Del mismo modo, no sucede lo mismo cuando se intenta asesinar a un sujeto común, que si el intento se dirige a un mandatario, como en el caso de CFK, en cuyo caso, de hecho, se llama magnicidio.

En efecto, en este último suceso, además del propósito de asesinar a la expresidenta, se consumó otro hecho, la ruptura del espacio tabú, si se quiere, la profanación de lo sagrado. Y no se trata de la idealización de su persona, sino de que la gravedad del suceso corresponde no solo al valor que tiene toda vida humana, sino a los efectos contaminantes en todo el tejido social.

Aunque no haya ningún elemento que vincule a Javier Milei con la autoría intelectual y material del intento de matar a CFK, es posible que su triunfo en las elecciones no sea ajeno a los efectos del evento. Como dijimos antes, por las consecuencias contagiosas que posee.

Hay, de hecho, una continuidad --cuanto menos simbólica, pero no solo-- entre aquel crimen y la morbosidad del presidente. En efecto, hemos sido y somos testigos de esta horrorosa cualidad en cada ocasión en que Milei aludió a “metáforas” sobre el Estado y la pedofilia, cuando pronunció sus siniestros agravios ante el fallecimiento del exministro Ginés González García o, nuevamente, cuando manifestó su terrorífico deseo de encerrar a CFK en un ataúd.

En síntesis, ¿hay alguna duda sobre las razones de un juicio político a Javier Milei?

Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.