El gobierno de Javier Milei se satisface con el goce de la crueldad y ejerce violencia contra el cuerpo social. ¿Cuánto sufrimiento es capaz de aguantar un cuerpo? No hay respuesta para esa pregunta, pero sabemos que ninguna víctima de violencia sale individualmente del dispositivo sádico. Es preciso ofrecer un puente y, tratándose como en este caso del sufrimiento de casi todo el país, se debe organizar y conducir la salida, que no es individual, sino colectiva y política. Es por eso que el Partido Justicialista (PJ) se dispuso a ocupar un lugar central en la organización de esta salida. En este sentido, Cristina Kirchner está perfilando un modo de intervención distinta: pretende realizar el pasaje de “líder natural” del movimiento --como hasta ahora-- al ejercicio de una conducción institucionalizada. El 7 de octubre, publicó en sus redes una carta abierta que intervino de lleno en el debate por el rumbo político. Allí afirmó que el peronismo debe ser el instrumento para reagrupar a todas las fuerzas políticas y sociales detrás de un programa de gobierno que devuelva la esperanza y el orgullo a esta Argentina sumida en la crueldad y el odio de los necios. Cristina propone debatir en unidad, pero dicha unidad necesita dirección y proyecto. Unidad, proyecto y dirección se recortan como tres categorías fundamentales que habrá que ir desplegando.

Jorge Alemán, en la revista La Tecl@ Eñe, establece una diferencia entre liderazgo y conducción, distinción que resulta imprescindible para el análisis teórico y la táctica política. El líder es alguien con gran influencia que, gracias a su carisma personal, impone y convence a un conjunto social. Es una persona o idea que ocupa el lugar del Ideal, facilita identificaciones y expresa demandas de otros que funcionan como imperativos o mandatos a obedecer. En cambio, la conducción es una acción simbólica que no surge como dato de partida, sino que debe ser construida políticamente. En lugar de imponer, el conductor causa la articulación de los distintos actores en juego, incluyendo a todos y reconociendo el saber hacer de militantes, dirigentes, funcionarios para reinventar el movimiento popular. La conducción es una función encarnada en una persona, un nombre propio que ofrece presencia y escucha de las voces del pueblo a las que transforma en demandas populares, es decir, produce significación política. Esta operación de escucha y significación es una práctica democrática de la voluntad popular, una forma en la que la conducción devuelve al pueblo su propio mensaje en forma invertida. De este modo, la conducción hace semblante de causa de la construcción política, que es una posición contraria a la de “ser” la causa de la construcción.

Para comprender la posición de la conducción (y espantar fantasmas paranoides del “dedo de Cristina”) a partir de lo formulado por Jacques Lacan en el Seminario 13. El objeto del Psicoanálisis (1965-1966): allí Lacan retoma el análisis hecho por Michel Foucault del cuadro Las meninas de Velázquez para mostrar los límites de la representación clásica. A partir de esa crítica, Lacan identifica conceptualmente un objeto irrepresentable e invisible, pero que sin embargo causa la escena: el objeto a como mirada. Lacan se refiere a la posición del analista como la del objeto a mirada. En el mismo sentido, podemos extender dicha homologación y comparar la posición del pintor del cuadro Las meninas con la de la conducción. En el cuadro, el pintor se encuentra dividido: dentro del cuadro, pinta la escena de representación de un cuadro, pero los espectadores no podemos saber qué es lo que está allí pintando --tampoco él lo sabe--; a su vez, el pintor se halla a través de una presencia entendida como deducción lógica, que sostiene y causa el cuadro: el objeto a.

Del mismo modo, el conductor también se encuentra dividido: por una parte, ocupa el lugar de objeto a, desde donde se revela como aquello más allá de la imagen o representación. Por otra, es un nombre propio que se ofrece a la representación, la proyección, lo especular, lo imaginario, las identificaciones y el amor, pero todos estos son efectos secundarios a la causa. Como en el ejemplo del cuadro de Velázquez, la conducción se encuentra dividida: como representación, en la construcción misma de la que forma parte y, a la vez, sosteniendo con su presencia la causa, encarnando, sin taponar, el lugar vacío del saber y del poder.

El llamado “dedo de Cristina” es un fantasma edípico e infantil que banaliza y rebaja una de las funciones más dignas y democráticas: la conducción del movimiento que organizará la salida a esta crueldad ilimitada que nos gobierna.

Nora Merlin es psicoanalista y magister en Ciencias Políticas.