Uno imagina que un músico de una banda que ya acredita quince años –y más aún su cantante– incuba en su intimidad la siempre entusiasta pero desafiante idea de iniciar un camino solista, ya sea para explorar terrenos vedados en su proyecto grupal, o bien para tomar oxígeno de lo cotidiano y volver a ello con más ínfulas. Pero no era el caso de Piti Fernández, voz cantante durante década y media de Las Pastillas del Abuelo, uno de los grupos más convocantes del rock argentino. Conmigo mismo, el disco que lanzó hace dos meses y presenta esta noche en el teatro Coliseo, no se gestó sino que... se precipitó.
Sucedió poco tiempo atrás, a mediados del año pasado, cuando a Fernández se le abrió, sin pensarlo, una nueva frontera artística a través de su familia. Primero se dio cuenta de que en poco tiempo había escrito varias letras dedicadas a parientes, luego apareció en su primo Diego Betancoren la figura de compinche y productor artístico, y, por último, un tesoro heredado: el cuaderno de poesías de su abuelo materno Francisco. Las raíces de ese árbol genealógico terminaron de despegarse de la tierra para adquirir un inusitado movimiento con la incorporación de los hermanos Mariano y Juan Ignacio Fernández. Se tratan, ambos, de sobrinos de Juan Germán Fernández, más conocido como Piti.
“En junio hice la canción ‘La isla de Gulliver’, dedicada a mi abuelo, y me di cuenta de que ya tenía cuatro del mismo estilo. A partir de ahí empezó a gestarse, aunque de a poco, la posibilidad de una obra que excedía a la órbita de Pastillas del Abuelo”, explica el cantante. “Pero después se materializó de una manera abismal, que ni yo imaginé, a partir de la conexión con mi primo Diego. El, que se dedica a la producción de televisión, impuso una dinámica de laburo tan vertiginosa que incluso creí que a los tres meses íbamos a tener el disco en la calle. Empecé 2016 sin imaginarme haciendo algo como solista, y de golpe apareció mi primo componiendo canciones y agregándole estribillos a poemas del abuelo que no los tenían. Iba a mucha velocidad y yo dejaba fluir, porque andábamos rápido pero bien”.
“Las canciones que aparecían estaban buenas, pero claramente no iban para Pastillas”, remarca Fernández. “Porque, por un lado, hablaban específicamente de mi familia y, por el otro, tenían un sonido claramente folk. Se trataba de otra cosa completamente diferente”. Un proyecto que, en definitiva, no suponía peligro para alguno para Las Pastillas del Abuelo: “Cuando conecté con mi primo, a los pibes de la banda les dije la verdad: ‘Diego me está internando, en tres lunes ya generamos ocho canciones y a este ritmo creo que en tres lunes más tenemos un disco’. Porque fue realmente así. Yo me sentaba en mi casa a componer tranquilo, pero él aparecía todos los lunes y me exprimía de una manera increíble. Y así empezaron a salir las canciones”.
El cantante no niega que en algunos momentos donde la macilla aún estaba fresca y aquello no terminaba de tomar forma, lo invadieron ciertos momentos de duda. Sin embargo había algo que estaba siempre claro: “Iba tratando de tomar caminos que no afectaran a Pastillas, como la sonoridad acústica, o el hecho de presentar el disco únicamente en teatros, en salas con butacas. Y, lo mismo, la idea de completar el repertorio en vivo con canciones de rock argentino de los 60 y 70, para no manosear justamente el de Pastillas. Además, no es que me fui a tocar con Baltasar Comotto, sino con mis sobrinos (se ríe). Fue visible la buena intención de que ellos pudieran girar con un plan paralelo al suyo, La Huella Rebelde, y que esta historia lo alimente”.
El proyecto siempre se maceró bajo la impronta del cantante, sesgada a un sonido folk que, además, lo encuentra estrenándose en el rol de guitarrista a tiempo completo. La creatividad, en cambio, fue compartida entre Piti, su primo Diego, sus sobrinos Mariano y Juan Ignacio, la poesía del abuelo Francisco y también algunos aportes de Beto Sueiro, aquel taxista que conoció de casualidad en un viaje y a partir de ese entonces se convirtió en uno de sus principales géminis compositivos (con la canción “¿Qué es Dios?”, dedicada a Diego Maradona, y el disco conceptual El barrio en sus puños, inspirado en Ringo Bonavena, como principales estandartes). La resultante de todo eso es Conmigo mismo, un álbum de doce canciones personales con Fernández en plan guitarrero y narrador, enganchándose a momentos de recuerdo emotivo e inmensidad juvenil como aquellos veranos en La Lucila del Mar, o abriéndole la puerta a participaciones como la de Chizzo, de La Renga, en “No tenerle miedo al silencio”, co-composición musical para una vieja poesía que el abuelo Francisco había escrito medio siglo atrás.
–¿Qué tal se lleva su nuevo rol de guitarrista a tiempo completo?
–Es intensa pero interesante esta nueva-vieja relación con la guitarra. Que, en los últimos años, era para mí un hobbie, a pesar de que había estudiado guitarra en la Escuela Popular de Música, paralelamente al secundario. En esa época tocaba mucho, pero después, en Pastillas, la guitarra quedó en otro plano: como mucho hacía algunas intros, ni siquiera canciones enteras. Ahora, en cambio, me la cuelgo el show completo, e incluso me animo a solos, que me salen medio bluseros. Estoy intentando lograr el oficio de guitarrista, que como cantante creo tenerlo por los motivos obvios: hago eso en una banda desde hace quince años. Cuando fui a ver a La Renga a Huracán, meses atrás, quedé alucinado con el oficio de Chizzo: las clava todas, no se equivoca. O, como en el Aikido, utiliza un furcio adrede para ensuciar de una manera rockera. Lo vi y pensé: “Me falta tomar muchas clases, aprender muchos recursos”.
–¿Cómo fue el vínculo con Chizzo?
–Lo crucé alguna vez en un bar, nos dimos un abrazo muy lindo y charlamos largo rato. Después nos vimos en otro lado y tuve el honor de que me dijera que le gustaban mis letras. Como en esos encuentros estuvimos muy bien, me animé a invitarlo a grabar la canción “No tenerle miedo al silencio”. Y conversamos la letra, ¿eh? Se tomó la invitación con mucho compromiso por lo que iba a cantar. Me hablaba de lo importante de no tenerle miedo al silencio, pero yo le expliqué que la letra era en realidad la visión de mi abuelo: un hombre de campo que, en el silencio profundo, se abrumaba. Y Chizzo, con mucha humildad, se puso esos zapatos y entendió que para otras personas el silencio puede ser traicionero. El no le teme. Y yo tampoco, creo... O a lo mejor aún no he vivido semejantes silencios.
–Se lo ve movilizado por Johnny Cash en muchos aspectos, asumiendo algo de su musicalidad e incluso luciendo remeras con su cara.
–Siempre me gustó el country, aunque él no estuvo en los primeros pelotones de mis escuchas. Empecé con Dire Straits, Creedence, The Everly Brothers o compilados de bluegrass. ¡Los primeros discos de Clapton tienen unos temazos countries buenísimos! Incluso algunas cosas de Marley van en esa línea. A Johnny Cash no lo tenía tanto y, curiosamente, lo primero que me partió la cabeza fue su último disco, aquel el que reversionó canciones de los 80. Ahí me recontracopé, aunque es un amor reciente en relación con los demás. En Pastillas hay cositas countries, como “Me juego el corazón”, “Historias”, o uno inédito que se llama “El country de la soledad”, aunque ahora es cierto que el perfil electroacústico de este proyecto solista nuevo favorece más esa influencia.
–Además de las canciones de Conmigo mismo, en sus shows solista hace un set de canciones pioneras del rock argentino. ¿Cómo se definió por ese repertorio?
–Fue, en principio, fácil, porque se trataba de elegir a los más grandes: Almendra, Vox Dei, Miguel Abuelo, La Pesada, Moris, Tanguito. Surgió de una necesidad elemental: mi disco tiene doce canciones y necesito al menos el doble para un show, pero no quería manosear el repertorio de Pastillas. Entonces pensé en canciones que me gustaran a mí, pero que al mismo tiempo fueran relativamente conocidas. Porque el mejor homenaje a esas obras es acercándoselas a la gente, no alejándoselas. No tiene sentido sacar chapa de original: la idea es que el público vibre con ese repertorio. Con, por ejemplo, cosas como “Porque hoy nací”, de Manal, que lo puso muy contento al gran Alejandro Medina. Canciones que son alucinantes y a las que les damos una impronta propia, afín al sonido de este proyecto.
–Antes del estreno porteño en el Coliseo tocó en Rosario, Córdoba y Mendoza, las otras tres grandes ciudades de la Argentina. ¿Qué tal sintió esas primeras horas de vuelo como solista?
–Estuvo re bueno y lo disfruté una banda. En algunos momentos me encuentro con la necesidad de dejar un rato la viola para volver a esa seguridad que me da el micrófono en mano. Pero también lo aprovecho y, por ejemplo, me lanzo a hablar un poquito más entre canción y canción. No mucho, pero bueno, se trata de historias personales que me movilizan. Y creo que las butacas también me vuelven más parlanchín.
–¿Piensa este envión solista con una continuidad a futuro?
–Como todo, las ideas empiezan a caer cuando se enciende la creatividad. Y surgieron varias por delante... conmigo mismo. Es decir, con mi familia y mis sobrinos, siempre rondando lo folk y tratando de mejorar el estilo. También me gustaría, aunque de momento no sea más que una expresión de deseo, un disco con amigos compositores virtuosos que son buenos pero no tan reconocidos. Como Hernán Sileoni, de Los Enviados de Thot; Ezequiel Requejo, de la Furia de Petruza; Sawa Mielnik, de La Condena de Caín; Fabi Sauri o Yair Biela. Quisiera compartir algo con compositores piolas del under y ya tengo algunas cositas bosquejadas. La idea es mantener estos paralelismos sanamente. Si veo que me exceden, pisaré un poquito el freno, aunque creo que estoy con energías. El equipo que se armó es muy lindo y todo queda en familia.