Desde nuestra más tierna infancia, casi desde que tenemos uso de razón, sabemos que casi todas las cosas que queremos y necesitamos para vivir tienen valor, es decir, se paga por ellas un importe en dinero (precio). Lo que probablemente pocas personas se preguntan es por qué esas cosas valen y qué es lo que determina cuánto valen.
Esta pregunta parece bastante simple pero encierra una gran complejidad y refiere a un aspecto básico de cómo se organiza la vida material y simbólica de la sociedad: quién y cómo se genera, se distribuye y se apropia la riqueza social. Implica además un debate que, podríamos decir, da inicio a la economía política como ciencia social, allá lejos (en el tiempo y en el espacio) con la obra del escocés Adam Smith en 1776.
No fue el primero en decir algo al respecto, ya que tiempo atrás se ocuparon del mismo problema autores como Petty, Turgot, Quesnay, Hobbes, Locke, entre otros, e incluso, mucho antes, el mismísimo Aristóteles. El mérito de Smith fue el hallazgo de identificar que el valor de los bienes está determinado por el trabajo humano y no por qué tipo de necesidad satisfacen (su valor de uso) ni tampoco por qué experimentan los consumidores (utilidad).
Pero aquí surgieron algunos interrogantes más. ¿Por qué si el valor está determinado por el trabajo los bienes no se compran y venden por “trabajo” sino por cantidades de dinero? ¿Produce el mismo valor un trabajo simple como el de barrer una vereda que un trabajo más complejo como realizar una cirugía o reparar un auto? ¿Qué trabajos producen valor y son productivos y cuáles no (y son improductivos)? ¿Qué ocurre con productos no producidos por el trabajo (y que por tanto no tienen valor) pero que tienen precio como la tierra virgen?
Valor-trabajo
Algunas décadas más tarde, en 1817, el autor inglés David Ricardo dará continuidad y mayor profundidad al planteo original de Smith dando lugar a lo que se conoce como “teoría del valor-trabajo”. Lo “problemático” de esta explicación del valor es que si éste es originado únicamente por el trabajo necesariamente la cantidad de valor creada por quien trabaja (trabajador/a) es menor que la que se recibe a cambio como salario. Sin admitirlo explícitamente, los economistas clásicos advirtieron tempranamente que la base y el motor de crecimiento económico de la emergente sociedad capitalista es la explotación del trabajo asalariado. No obstante, el valor fue presentado como un atributo natural del trabajo humano: siempre y en toda circunstancia su producto es un objeto portador de valor.
La reacción no se hizo esperar demasiado. Unas décadas después, en el último cuarto del siglo XIX, la denominada “revolución marginalista” intenta una refutación del valor-trabajo por medio de los trabajos de Stanley Jevons, León Walras, Carl Menger y posteriormente (con algunos matices) Alfred Marshall. Estos autores van a sostener que el valor es subjetivo, es decir, se define por las preferencias de los consumidores (utilidad marginal) y por la escasez relativa de los bienes, que se ponen en juego en el mercado. Ya no sería el trabajo lo que determina el valor por lo que desaparecía así, con argumentos “científicos”, el políticamente incómodo problema de la explotación.
Casi en paralelo que los primeros marginalistas, Karl Marx publica en 1867 el primer tomo de su principal obra, “El Capital”, en el que profundiza el camino abierto por Smith y continuado por Ricardo. El origen del valor es el trabajo pero, aclara, no en toda circunstancia el trabajo produce valor. El gran descubrimiento y aporte de Marx (y que lo distinguirá del resto de la economía política) será que demostrar, no tanto (o no sólo) el origen de la explotación (como plusvalor), sino también que nada hay de natural en el valor y que su origen y determinación son puramente sociales.
Por tal motivo, nada tiene de natural la sociedad capitalista y por eso hay una necesidad histórica, fundamentada científicamente, de su transformación política. Marx se ocupará del problema del valor en los dos siguientes tomos de su obra y también en otros textos (que al igual que estos) se conocieron y publicaron después de su fallecimiento. Claramente, su legado es que comprender el funcionamiento de la sociedad capitalista (y avanzar en su transformación política) no puede omitir la cuestión del valor.
Ya entrado el siglo XX, los aportes de la economía feminista echarán luz sobre un asunto invisibilizado por el sesgo andrógino de la economía política: hay un trabajo que se hace dentro del hogar que no produce valor pero es indispensable para sostener el que sí lo produce y que recae en las mujeres. La invisibilización es doble: desde el registro de las cuentas nacionales en el cálculo del PBI pero, sobre todo, en el reconocimiento teórico y social del trabajo doméstico realizado por mujeres. Nada tiene de natural que esto sea así y por eso debe ser transformado para que: o bien sea reconocido este trabajo con un pago en dinero o al menos, que sean repartidas equitativamente estas tareas dentro y fuera del hogar con los varones.
Sociedad de la información
El debate del valor se pone en valor nuevamente (valga la redundancia) en las últimas décadas del siglo XX con el surgimiento de la llamada “sociedad de la información”. Las transformaciones ocurridas en el capitalismo a nivel mundial trajeron nuevos problemas y la profundización de otros ya advertidos desde el inicio de la economía política. Uno de ellos refiere a qué trabajos y sectores económicos producen valor y cuáles no, cobra especial relevancia por la expansión de las actividades financieras en lo que algunos autores denominan como “hipertrofia de las finanzas”. Otro, en relación a la sustitución de trabajo vivo por trabajo muerto, algo que había anticipado tempranamente Ricardo y profundizado luego Marx con su “ley general de acumulación de capital”, que se agudizó por la irrupción de la inteligencia artificial.
La economista italiana Mariana Mazzucato en uno de sus recientes libros, titulado “El valor de las cosas: quién produce y quién gana en la economía global”, pone de relieve la controversia sobre el valor desde su origen hasta la actualidad y, sobre todo, da cuenta de sus implicancias políticas. En particular, la autora plantea cómo detrás del constante reclamo de baja o eliminación de impuestos de corporaciones globales del sector tecnológico, farmacéutico y financiero, como Google, Pay Pal ó J.P. Morgan, hay implícita una explicación (es decir, una teoría) del valor que permite justificar y legitimar este pedido.
Cualquier intervención del Estado sea mediante una regulación o un tributo es acusada así de “extractora de valor” o al menos de impedir o de limitar su creación. Tal teoría subyacente es nada menos que la propia de la economía ortodoxa (marginalista o neoclásica) que explica la existencia del valor a partir del precio (y no al revés) y desde un abordaje subjetivo.
La controversia sobre el valor no es entonces un problema teórico. Tampoco, como quiere hacer creer la visión dominante, es un problema económico “superado” y “pasado de moda”. El valor remite a la forma básica y fundamental de la sociedad capitalista (la mercancía) y remite a poder explicar las leyes que dan cuenta de cómo y quién produce la riqueza (y por tanto si hay o no explotación) pero también además, cómo circula, se distribuye y es apropiada.
En particular, la expansión de los movimientos del capital ficticio en la posibilidad de ganar dinero muy fácilmente en colocaciones financieras ha reforzado la apariencia de que el valor se puede multiplicar a sí mismo sin ningún correlato con el “lado real” de la economía. Resulta clave revitalizar el debate sobre el valor para abordar de manera profunda y crítica y por tanto, con fundamentos, la actual discusión política.
*Director del profesorado de economía de la UNGS. Docente de economía UNGS-UNLu.