Quien crea que todo lo bueno y lo viejo de esta ciudad sobrevive apenas en San Telmo, se equivoca y no la conoce. Ahí está Barracas, airosa en su patrimonio, y ahí está el Once sorprendente por la calidad de sus tesoros. Y ahí está también la más modesta Balvanera, corta de obras maestras pero larga de tipologías residenciales. Y, sorpresa, un barrio que todavía guarda un tropel de casas del siglo 19, sobrevivientes de antes de las modas europeas. Una de estas casas acaba de ser rescatada y reparada cuando todo indicaba que la piqueta era su único uso. Es de adobe, su origen se remonta a 1875 y hoy vuelve a lucir sus “enlucidos” de cal, con la fachada devuelta a la limpieza de uno de sus dos colores históricos, el blanco.
Balvanera es uno de los barrios “nuevos” de la vieja Buenos Aires, previa a ser capital y a fundirse con los pueblos de Belgrano y Flores. Los mapas muestran un primer loteo hacia la década de 1860, todavía aislado de la ciudad en sí –el borde era la Alameda, hoy conocida como Callao/Entre Ríos– por algunas chacras. La escritura más antigua que sobrevivió la desmemoria argentina describe el terreno en 1875, sin mencionar la casa. El texto, en elegante pluma cucharita, tiene todo el tono de un documento rural, de los que todavía hoy hablan de la tierra sin mencionar edificios, apenas incluyendo “todo lo clavado, atado y plantado”. Con lo que no queda en claro si la casa ya existía en ese momento.
Sólo en 1883 se menciona explícitamente un edificio, al pasar, en el terreno de ocho por cincuenta varas, o 7,90 por 49 metros, una medida hoy excéntrica pero normal hasta fines de siglo. La historia documental explica el estado en que se encontró la casa, que de su estado original, criollo y sencillo, pasó en 1909 a una modernidad de pinoteas en algunos ambientes y un baldosas calcáreas en los zaguanes y el patio de adelante. Hacia la década del setenta la casa perdió su terreno libre al fondo a manos de un galpón/estudio de fotografía, una estructura vidriada y liviana.
El arquitecto Matías Gigli se encargó de la obra, que arrancó en el verano y acaba de recibir los últimos toques. Conceptualmente, el asunto fue simple porque el comprador insistió en no cambiar la casa, apenas en revertir cambios anteriores y en mejorar malas ideas. Con lo que lo que hizo Gigli fue una enorme limpieza, una instalación eléctrica a nuevo, una renovación general de instalaciones de agua y gas, y un kilométrico trabajo de reparar muros, revisar techos y restaurar carpinterías.
La casa es el mismo paradigma de la tipología “chorizo”, larga y relativamente estrecha. Como se ve en la foto, la fachada anuncia el planteo con sus dos ventanales, con las herrerías y carpinterías originales, y una puerta, también original, a la izquierda. Esto indica que la casa en sí se recuesta en su medianera oeste, una serie de ambientes que recorre todo el largo, y que el otro lado acoge zaguanes y patios. Canónicamente, el primer patio es “de recibir”, con un muy lindo pavimento de dos tipos de calcáreo y peldaños de buen mármol. En este primer sector hay un living, un comedor y dos dormitorios, con la C completada por lo que fue el comedor original, hoy transformado en un hall por la presencia de un enorme baño, creado en los setenta.
Esta es la parte más vieja de la casa y la que exhibe, a más de cinco metros de altura, las viguerías de madera dura y gruesa, con las bovedillas planas de ladrillos de época. Estos son largos, anchos y finitos, ancestros potentes del alfeñique actual, y muestran las marcas de los moldes artesanales. Una rareza de este sector es que las puertas, originales de los 1870s, son tan finitas que siguen con sus cerraduras de caja, atornilladas por afuera. El cerrajero del barrio se lució restaurándolas y creando enormes llaves, que en conjunto parecen las de un carcelero de Alejandro Dumas.
Un elemento notable de esta parte de la casa es el silencio que permiten sus gruesos muros y la escasa variabilidad térmica que crea el adobe. Estos ambientes son frescos en verano y sorprendentemente fáciles de calentar en invierno. Hasta los postigos ayudan en esta tarea, lo suficientemente gruesos como para no transmitir ni sonido ni calor. Del resto se ocupa la circulación italiana de una casa chorizo, que permite abrir las puertas que van de ambiente en ambiente, creando una brisa hasta en los días más calmos.
El segundo patio es el informal, el casero, y contiene un cantero añejo con un enorme bananal. Como para probar que el recalentamiento global es una verdad, los actuales dueños ya cosecharon dos cachos de bananas dulces –no plátanos– y están esperando que madure el tercero. Las frutas son excelentes, inesperadamente porteñas... El patio también tiene un techo vegetal acostado sobre unos fierros viejos como una sencilla glorieta que ahora está cubriéndose de flores de rojo intenso. Este patio conservaba el pavimento original de la casa, una terracota de una medida previa al sistema métrico decimal importada de Le Havre. Estas baldosas estaban en un estado calamitoso porque, como era costumbre en la época, el contrapiso era apenas unos centímetros de material, con lo que el patio era una colección de pozos y material astillado que no se pudo rescatar. En uno de los ambientes de atrás, sin embargo, se conservó este pavimento de una textura notable y sin tantos desniveles.
Los dos ambientes de atrás son mucho más nuevos y probablemente fueron construidos en la reforma de 1909 cerrando una galería. Esta tira sigue en la pequeña cocina, notable por sus calcáreos idénticos a los del viejo ministerio de Agricultura en Paseo Colón, y por guardar tres diminutas puertas de buena madera vieja y cerraduras de bronce. También son de bronce dos rejillas internas, un lujo increíble que simplemente prueba que hace un siglo el acero era un material caro.
Al fondo se alza el galpón, altísimo como para contener un amplio entrepiso y contener un baño de principios del siglo 20 con una ducha eléctrica de bakelita, y una cocina con azulejos de vidrio. El galpón fue el estudio del antropólogo y fotógrafo Carlos Mordo, que vivió por muchos años en la casa y hasta había techado el patio delantero para colgar parte de su enorme colección de artesanías y mobiliario indígena. El lugar es hoy un comedor de diario, taller de pintura y biblioteca de los nuevos dueños.
La experiencia de vivir en una casa semejante es, a la vez, una recuperación y una sorpresa. Por un lado, gente criada en casas recupera hábitos como el “afuera” de patios, las costumbres de barrer y plantar. Por el otro, la casa es lo suficientemente antigua como para remitir a un modo de vida muy anterior al actual. Por ejemplo, abrir un postigo para ver quién toca a la puerta, o ni enterarse de qué hacen los demás ocupantes a menos que se “visite” al que está al fondo o adelante. El nivel de privacidad es sencillamente asombroso.
Otro elemento notable es la ecuación económica, que nuevamente indica hasta qué punto la zonificación de la ciudad está pensada para la especulación inmobiliaria. Balvanera se está poblando de torres en las avenidas y de edificios en altura en las calles, con cambios aparentemente erráticos en las famosas planchetas. La cuadra donde se alza esta casa es de las pocas que permiten “apenas” unos doce metros de altura, lo que significa planta baja y tres pisos. Así, los precios de los terrenos, que es lo único que existe para los especuladores, suben y bajan de acuerdo al máximo permitido. La casa de esta nota fue básicamente comprada como un terreno de baja altura, con el edificio de regalo. A cien metros calle abajo, el precio hubiera sido simplemente imposible.
Y la clave de encarar una obra así es básicamente aceptar la casa como es, una dama digna y bella entrada en años. Los muros, terminada la reparación que no fue ni trató de ser restauración, son irregulares y las esquinas no terminan de escuadrar. Puertas y ventanas fueron reparadas después de muchos años de agua y parches, pero mantienen sus trabas de hierro forjado con manijitas de bronce. Los pavimentos de calcáreos fueron lavados una y otra vez, pero no cambiados, con lo que muestran un siglo largo de uso. Y lo único que se hizo con las viguerías de los techos fue limpiarlas a cepillo, para sacarles muchos años de polvo. Pintada de blanco, la casa muestra sus alturas inolvidables, capaces de alojar cientos de libros sin darse por enteradas y manteniendo una sensación de espacio que es una alegría.
Lo que se terminó dando, sin buscarlo, es una lección de utilización de un patrimonio que hasta las autoridades del patrimonio porteño desprecian. Es que el mismo CAAP “desestimó” esta casa y se negó a catalogarla, quizás apenados por el desperdicio que es que un terreno así tenga apenas una planta baja. Como muchas otras maravillosas casas de Balvanera, sobre todo en la calle México y en Venezuela, estos edificios preservan una manera de vivir y entender la vivienda ya casi perdido.