Tal vez Lisandro Aristimuño tenga razón y nos fuimos poniendo grises sin darnos cuenta, mimetizándonos con un paisaje tecno, cómplices de haber cerrado la puerta del sendero que conduce al verde escape, perdiendo, además, la gracia del cartero, efectos colaterales de la despersonalización. 

El diariero, heroico sobreviviente de la transformación, sigue arrojando noticias por debajo de la puerta, imitando al desaparecido repartidor epistolar, con la diferencia que dichos papeles escritos no encierran asuntos privados. Durante algunos años tuve el honor de ser el canillita del historietista rosarino, lo hice con la misma alegría con la que Mario Ruoppolo le acercaba la correspondencia a Pablo Neruda en la película “ Il Postino”. 

En cierta forma era el mensajero que devolvía diariamente una carta con aviso de retorno, la misma creación inventada en el chalet de la calle Agrelo, regresaba por mi intermedio, mixturada con malas noticias formando parte de un matutino. En la actualidad, cada vez que saludo a obreros, oficinistas, maestras o porteras, peatones tempraneros de la plaza, tengo la sensación de ser el primero en desearles un buen día y también uno de los pocos que les preguntará durante toda la jornada, mirándolos a los ojos, cómo se encuentran anímicamente, lejos de los desangelados emojis. 

Conozco a mayor cantidad de católicos apostólicos romanos que viajaron a Roma que aquellos que leyeron la biblia alguna vez. Soporto al ejército de críticos del mejor escritor argentino opinando ligeramente sobre sus ideas políticas sin haber disfrutado jamás uno sólo de los cuentos del Ciego, pero debo confesar también, que no existen rosarinos mayores de 40 años que no sigamos agradecidos de las horas de risa que el humorista gráfico nos supo regalar. 

En el barrio Alberdi era un hombre más, todos respetábamos su traje exclusivo, un ambos compuesto de modestia y parquedad, vestimenta indispensable para ejercer el arte más difícil de todos, saber escuchar. Posiblemente el humor sea uno de los platos más nutritivos a la hora de darle al alma de comer pero sin dudas es el menú más sano en el momento de recordar a un amigo. El querido Hugo, eterno cafetero de la zona, el mismo que recuerda al dibujante cruzar el boulevard Rondeau montando una bicicleta Graciela color naranja, debajo de una gorra blanca de tenista, siempre cuenta el mismo chiste, no obstante, debo admitir que lo hace de diversas maneras, le pone su impronta generalmente en la introducción, a veces presenta al malón de indios formado en el horizonte como un grupo tan numeroso que postergaba la luz del amanecer y en otras oportunidades se refiere a los salvajes como los integrantes de la misma tribu, que en otra tira, pretendió carnear a la Eulogia, luego enfoca su relato en el centro del cuadrito y dibuja con palabras a un Inodoro sin posibilidad de negociación alguna, con su facón en la mano y jurando vender cara la derrota, el remate queda a cargo de Mendieta reflexionando en voz alta, “quién va a comprar una derrota y encima cara?”. 

El gran “Muralla “, histórico vecino lindero de la casa que no tenía ni tiene una reja pintada con quejas ni versos de amor, gracias al nuevo dueño, quien decidió conservar intacta la fachada del inmueble, no sólo no se pone colorado cuando comenta que durante los días de mucha humedad, suele escuchar el motor del Citroen, auto antiguo, que según asegura el morador, el guionista le habría comprado en su momento al padre de Mafalda, también explica que durante las noches de insomnio acostumbra salir a la vereda para charlar un rato con el can parlante, ejemplar de una raza extraña, distinto al San Bernardo, apto para llevar medicamentos a seres humanos perdidos en la nieve, muy lejos del Border Collie nacido para pastorear ovejas en largos traslados, en cambio, el lobizon eclipsado es representante de una especie capaz de llevarle, sin ningún problema, una conversación a cualquier cristiano.

Todos los días, a la misma hora, don Jorge saca a pasear a su soledad corporizada en un filoso galgo. Algunas veces se acerca al puesto con la intención de homenajear al guionista. En su última visita me preguntó, “¿usted sabía que al abuelo de Pereyra lo habían metido en cana por malversación?, era poeta el hombre, parece que hacía unos versos malísimos “.

Valeria, mujer distinguida, de fuerte carácter , clienta mensual del diario La Prensa, admiradora de Victoria Ocampo, enemiga de todo lo chabacano tanto como del fútbol, deportivismo al que define como una nueva religión alienante y con quien compartimos desde hace tiempo el respeto de pensar diferente, esta mañana me sorprendió gratamente. Luego de pensar en voz alta que algo estaba cambiando para mejor en la mentalidad de los argentinos ya que la memoria fúnebre de nuestra generación, arrastrada desde la escuela primaria, en donde aprendimos a honrar a nuestros próceres el día de su paso a la inmortalidad, se va modificando paulatinamente con el fin de recordar a nuestros queridos ausentes en el día de su natalicio, alejado de todo sentimiento de tristeza que conlleva la muerte y muy cerca de la alegría de saber que los buenos recuerdos nunca mueren. Posteriormente, al entender que coincidíamos plenamente en dicha visión , guardó en su cartera la dosis semanal de autodefinidos literarios y dameros silábicos para despedirse con una pregunta: “¿Se enteró que este 26 de noviembre cumple 80 años nuestro vecino?”

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