En “El triunfo de la muerte”, una obra que el pintor flamenco Pieter Brueghel el Viejo realizó entre 1562 y 1563, se puede ver una superposición de escenas completamente violentas y sanguinarias: personas siendo degolladas, mujeres que son perseguidas por cadáveres, perros que olfatean hombres recién fallecidos. En el esquina superior izquierda de la pintura hay un fuego que avanza sobre una montaña, se extiende y tiñe toda la tela de diferentes tonos de naranja, rojo y negro hasta posarse en el centro de la imagen; allí, como si fuera el universo gravitacional donde toda esa desgracia se apoyara, hay una hoguera. Esta obra resultó tan intensa para el artista Tomás Espina que no sólo guardó por años una postal con una réplica en miniatura de la pintura, sino que también él mismo decidió que el fuego signara su trabajo. Pero a diferencia de Brueghel el Viejo, a Espina no le interesa la destrucción que el fuego puede causar, sino más bien todo lo contrario, lo que puede construir.

Nació en Buenos Aires en 1975, pero pasó su infancia y su adolescencia entre México, Mozambique, Santiago de Chile y Córdoba. En 1997 volvió a Buenos Aires y empezó a desarrollar sus obras usando materiales poco dóciles, como por ejemplo brea, carbonilla y pólvora. A lo largo de los años realizó instalaciones, pinturas, dibujos y videos, entre otros formatos. Su trabajo fue presentado en la Argentina y en distintos países del mundo y sus obras también pertenecen a colecciones locales y otras del extranjero. Actualmente, el Museo de Arte Contemporáneo de La Boca (MACRO) tiene en exhibición una muestra que este artista realizó en colaboración con la ceramista Adriana Martínez, titulada Un país ajeno y que reúne una serie de esculturas, dibujos y una pintura de gran tamaño.

Este conjunto de obras parecería inaugurar un nuevo momento en el trabajo de Espina, que hasta entonces no había mostrado esculturas de este tamaño, ni tampoco utilizado la técnica que usa Martínez para trabajar la cerámica, más vinculada con una tradición precolombina que con un tratamiento industrial de los materiales. Sus obras con pólvora fueron un pico de rating en su carrera, pero su trabajo fue cambiando y él supo reinventarse en varios momentos: nadie quiere convertirse en un one hit wonder. El punto de inflexión que presenta su actual muestra no tiene que ver sólo con el descubrimiento de un nuevo proceso de trabajo, sino también con que sus nuevas obras no tienen la violencia y la agresividad que tenían otros trabajos suyos anteriores. Un país ajeno es el contrapeso de, por ejemplo, los retratos quemados que realizó en 2023 o incluso obras mucho más viejas, como “Ignición”, presentada en 2008, donde Espina dibujó con pólvora una bandada de pájaros en una pared, unió las imágenes con una serie de mechas, prendió una pequeña llama y generó que todos los plumíferos explotaran. El trabajo manual y la paciencia para levantar las esculturas y pasar horas enteras dibujando con carbonilla, le bajan el volumen al ruido que generan las explosiones. Estas obras podrían ser el agua que frene el fuego de “El triunfo de la muerte”.

El interés de Espina por la cerámica empezó hace varios años atrás, específicamente en 2015, cuando visitó Tekopora, una muestra realizada en el Museo Nacional de Bellas Artes que reunía una serie de obras del acervo del Museo del Barro de Paraguay. El primer ensayo con la cerámica fue el proyecto “Haití”, presentado en 2016, en el que realizó una instalación con 388 cabezas de terracota, colocadas sobre estantes de madera como si se trataran de piezas albergadas en algún museo de antropología. Sin embargo, la figuración que tenían esas cabezas quedó completamente olvidada en esta oportunidad. Las nuevas esculturas son completamente deformes y parecen estar derritiéndose todo el tiempo. Creadas a partir de unos bocetos –más próximos a un garabato que a una versión acabada de lo que se quiere lograr–, estas obras de casi dos metros no parecen referir a nada humano, sino a algo completamente amorfo y desconocido. La forma de las esculturas mantiene una conversación lineal con la manera de trabajar que tiene Espina, completamente condicionada por los materiales que usa: la pólvora y el fuego son extremadamente volátiles, es casi imposible dominar lo que pasa una vez que se enciende una chispa, por lo tanto, no hay forma de que el resultado que se obtenga sea cien por ciento fidedigno de lo que se imaginó. El trabajo de Espina es la comprobación empírica de la distancia que hay entre la expectativa y la realidad.

La serie de dibujos incluída en Un país ajeno, titulada “Géneros mentales”, reúne 16 obras hechas en carbonilla. En cada dibujo hay referencias explícitas a lo sexual: penes y vaginas que aparecen y desaparecen, rodeados de figuras geométricas y hasta referencias a la historia del arte. Si en la sala donde se muestran las esculturas hay una energía contenida, en esta otra hay un desenfreno absoluto. Los curadores, Carla Barbero y Javier Villa, señalaron que los dibujos son un “ensimismamiento degenerado”, una expresión elegante que sirve para reemplazar ese calificativo que se le pone a las personas que se masturban constantemente. Sin embargo, los dibujos no son del todo acabados, incluso algunos rozan lo naif. Son imágenes porno low-fi y si alguien quisiera encontrarlas en algún sitio web triple x tendría que usar el término “amateur”, es decir, ese que devuelve centenares de imágenes caseras, borrosas, sacadas e incontrolables como una hoguera.

En una oportunidad le preguntaron al poeta y dramaturgo francés Jean Cocteau qué rescataría de su casa si se incendiara. “Rescataría el fuego”, contestó. Después, escribió un poema a partir de esa idea. Probablemente, si a Tomas Espina le hicieran la misma pregunta daría la misma respuesta. Y después, haría una obra.

(En cuerpo menor)

Un país ajeno se puede visitar de miércoles a domingos, de 11 a 19, en el museo Macro, Almirante Brown 1031. Hasta el domingo 24. Entrada: $200.